Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

73. Un mal día para dejar de fumar

Encendí la radio. Sonó una canción; creo que Highway to Hell, o puede que Hells Bells, no sé, nunca se me dio bien el inglés. Aunque daba igual. En mi radio solo sonaban esas dos canciones, día y noche, pues faltaba poco para que viniesen a reclamar mi alma. Apuré la última calada y miré el cenicero. Quizás, si me consumía lo suficiente, podría ocultarme entre los restos de tabaco húmedo y frío. Encendí otro cigarrillo y apagué la radio. La canción siguió sonando; no sé si era Highway to Hell o Hells Bells. Ya daba igual. Era demasiado tarde.

72. LA RADIO. (Asunción Buendía)

Ahora con la perspectiva que da la distancia en el tiempo, puedo recordar sin tanto dolor.  Comprender a unos y perdonar a otros.

Comprendo, abuela, que en tu desvarío senil olvidaras la promesa de no nombrarle nunca más. Qué culpa vas a tener tú de que todos los días se colara en casa sin permiso aquella voz. Yo misma te regalé el transistor que trajo al innombrable de nuevo a nuestras vidas. Día tras día me lo anunciabas con la alegría inocente de una colegiala que chismorrea con su compañera de clase: “calla, vamos a escuchar a tu padre, pero que no se entere Luisita”, en tu confusión siempre olvidabas que Luisita era tu hija y mi madre.

Nunca entenderé tu ausencia infinita, papá, en mi casi feliz infancia. Ni en la difícil adolescencia, cuando fantaseaba con tu paternal comprensión.

Tú, mamá, debiste ser más fuerte. Yo existía ya, un minúsculo corazoncito milimétrico que latía con fuerza dentro de ti y merecía saber de él, de mi padre. Porque él te abandonó solo a ti.

Hoy los tres juntos, en el silencio del camposanto, depositamos para que te haga compañía, tu radio, como ofrenda que viene a cerrar el círculo.

 

71. ONDAS DE MELODÍA (Mª Belén Mateos)

Cuando encendí la radio sus ondas se expandieron por la habitación. Nada nuevo aportaban, nada de interés. Los mismos comentarios y noticias día tras día. Música, anuncios y algún que otro consejo banal con el que rellenar el espacio abierto para la audiencia.

Esperé a las cinco en punto; maquillada, vestida de rojo y con un perfume de setenta euros el frasco. Y así, tan dispuesta, aumenté el volumen con el botón izquierdo de aquella caja de madera con tanta historia. Tras ello comenzó la melodía del programa. Unas notas que me invitaban a tararear o a acompasarlas con un movimiento torpe y tímido. Luego… aquellas palabras que me embriagaban a cada latido de su voz. Me arrellané en el sillón disfrutándolas, y tras la pausa, volví a ponerlas con la grabación de mi móvil. Un éxtasis quiso que por una vez más las hiciera mías.

Han pasado treinta años en la onda media de su voz.

70. RUINAS (Pulgacroft)

Hay días en que pierdo los papeles y discuto con mi mujer y con mi perro sin motivo (o, quizás, con unos cuantos que no les digo). Ella está ya un poco harta, él no. El sigue dando el rabo cada vez que entro por la puerta sin reprocharme nunca nada.

Cuando me pasa eso, suelo coger el coche y acercarme a la casa en ruinas del otro lado de la ciudad. Es la casa en la que vivía de pequeño y, aunque hay un cartel de “Peligro. Prohibido el paso”, yo paso; quiero decir, que me da igual, y entro. Sigue siendo mi casa, esté en ruinas o no… Entonces la calma vuelve a mí igual que el olor a la sopa de mi madre y el soniquete de la radio de mi abuela escuchando Elena Francis.

Volver al hogar siempre alivia. Aunque esté en ruinas y sólo sea una montaña de cascotes de pasado sin nadie para recibirme…  Aunque el niño que me espía tras lo que queda de las paredes me mire con cara de decepción, o de pena, o de rabia porque yo ahora llevo corbata y ya no juego nunca con él a las canicas.

69. BRILLO Y FILO (Rafa Olivares)

(La radio informa de la agenda del día. El Generalísimo, bajo palio, asistirá a la ofrenda a la Virgen, en la basílica).

Titorííííírorí, Agatángelo pasea sus labios por el silbato de apenas seis notas, titorííííírorí, anunciando su llegada. De pueblo en pueblo, de calle en calle, titorííííírorí, se gana la vida con la piedra de agua, devolviendo brillo y filo a cuchillos, cinceles y tijeras que los lugareños le llevan. Titorííííírorí.

Esta mañana sacó lustre a la navaja de su vecino Horacio.

—No sabía que usabas faca —le dijo el afilador—, nunca te la había visto.

—La tenía guardada desde hace tiempo, creo que hoy me va a ser de utilidad —contestó aquél.

(A las doce del mediodía, campanarios y emisoras recuerdan que es la hora del Ángelus).

Al volver a casa, le cuentan el intento de asesinato. Horacio fue reducido por dos  guardias civiles y un clérigo; entonces, Agatángelo se arrepiente por no haberle cobrado el servicio. No es mezquindad, los seis reales del trabajo apenas llegarían para una cuarta de vino, pero barrunta que alguien pensará en lo de la colaboración necesaria.

(A las diez de la noche, el parte de Radio Nacional nada dice del suceso).

 

68. De España para los españoles

Volvía exhausta del campo pero caminaba deprisa. Quería llegar a tiempo. Dejó la azada en el sobrado. En la cocina recalentó el café en el puchero. Se sentó en el escaño al calor de la lumbre y encendió el transistor. El programa acababa de empezar. Escuchó con añoranza las canciones y los mensajes con los ojos acuosos. Levantada desde las cinco de la mañana luchaba contra el sopor. Cabeceaba y contrariada volvía en sí con cada nueva canción. Pero el cansancio podía con ella. Cerró los ojos y, cuando la criatura en su vientre dejó de patalear, se abandonó a un sueño profundo. En la radio se sucedían las dedicatorias, los mensajes tiernos, alegres, tristes; las promesas. Hacia el final de la emisión la presentadora leyó la frase que le estaba dedicada. Que la quería, que sentía morriña pero que este año el dinero no le alcanzaba y que no iba a poder ir por las Navidades. Cuando se despertó, la locutora se despedía, sonaba la sintonía del final. Le dio rabia habérselo perdido. Lloró. Después se incorporó y pensó que no era grave porque por Nochebuena él tenía previsto volver al pueblo.

 

67. Olivia en las ondas

A las ocho en punto estaba clavada ante las puertas del estudio repitiendo por enésima vez Paca poco coco compra. Pulsé el timbre y esperé practicando con Manolo Medina mima el minino, Manolo… ¿Sí, a quién tengo el honor?, se oyó por el portero. Soy yo. ¿Y quién eres tú, mi niña? Olivia, venía por la locución, ¿recuerda? Sí, sí…, esta cabeza mía. Oye… ¿no habrás traído un gato? Nooo, que vaaa, me apresuré a responder. Miré atrás por si venía alguno, subí al ascensor y pensé en erre, cigarro, barril y ruedas de ferrocarril, perro prreferrí dejarrlo ahí. Toc, toc, hola, venía por… ¡qué mona!, pasa, estás contratada, ¿estoy contratada? Sí, guapa, por setecientos euros, habíamos dicho ochocientos, pues ochocientos, corazón, faltaba más… Bueno, vale jefa, pero… ¿Pero qué, cielo? ¿Empiezo ya? Claro, estás tardando. Mira, aquí tienes el micro, allá está el reloj y el guion… ¿dónde puse el guion…? ¿Será este, jefa?, ese mismo es. Ah, Olivia, lo del gato… es que soy… ¿alérgica, jefa? , sí, alérgica. Eres un sol, Olivia, y llámame Olga, seremos amigas. Lo estoy deseando, Olga, acepté de buen agrado. Bueno, basta de cháchara y a trabajar, que estás en las ondas.

66. Como ayer

Hace tres meses que su padre murió, y recién ahora ha conseguido reunir fuerzas para volver a la que por casi treinta años también fuera su casa. Tras abrir de par en par las ventanas del living y del comedor, se queda de pie en el umbral de la cocina. Sobre la mesa parece aguardarlo la vetusta radio de su padre. Al arrimarse a ella, le crece el recuerdo de su viejo tomando mate y canturreando los tangos que, todas las mañanas, escuchaba religiosamente por Radio Splendid; mientras él, apenas un purrete, lo acompañaba tomando la leche. Entonces enciende la radio. Y los acordes de «La cumparsita», el tango preferido de su padre, colman, como ayer, cada rincón de la cocina. Poco importa que el cable de la radio esté desconectado.

65. DESALMADOS (Eduardo Iáñez)

Las radios digitales son aparatos sin alma, como todo el mundo sabe. Es difícil sustraerse a la tentación de su limpieza de sonido, de su ausencia de interferencias, de su precisión en la sintonía automática. Pero yo aún resisto, dándole vueltas y vueltas, en un sentido y en otro, a la rueda de la frecuencia analógica de mi transistor. Allí, en esa imprecisa frontera entre la nostalgia y los clásicos, los espíritus me hablan. En esa tierra de nadie ocupada por ruidos indeseables, he escuchado a Reed reclamar a Bowie entre los suyos, a Joplin prevenir a Winehouse cuando cumplió los veintisiete, a Elvis comunicar sus cambios de paradero. Y todo lo he escrito con mi letra apretada en este cuadernillo, que los demonios blancos buscan en balde mientras me paseo por el jardín con mi radio encendida. Ellos se han empeñado en cambiármela por otra, digital. No tienen alma.

64. LA GRAN OPORTUNIDAD

Su afición por el vino lo había convertido en un indigente. Solo conservaba un viejo violín con el que cada día tocaba su sonata número uno —Martina— que había compuesto años atrás.

Se despertaba cada mañana con Radio Clásica para escuchar el programa «Sinfonía de la mañana», en el que contaban la vida y anécdotas de compositores de todos los tiempos.

Un día notó que el presentador, en vez de hablar en tercera persona, se dirigía a él de forma imperiosa: “Llevas años tocando tu sonata, ya es hora de que se conozca, te espero en media hora en la emisora”.

No lo dudó, se levantó, se vistió y salió corriendo, mientras sus compañeros del albergue se reían de él y escondían el casete en que habían grabado el mensaje.

Al llegar a la emisora, fue tal su insistencia que consiguió entrar y que le permitieran interpretar su sonata. El director le programa quedó tan impresionado que le prometió que, de forma excepcional, la utilizaría como sintonía del próximo programa.

Al día siguiente, a las ocho en punto, mientras sus amigos del albergue escuchaban la radio asombrados, él dormía con una sonrisa y un lento movimiento de su mano derecha.

63. DULCE SINTONÍA

“Seguidamente, el Adagio de Albinoni, interpretado por…”

– ¡Ernestito, quita eso! Ya sabes lo que le pasó al yayo.

Los ojos de la abuela se cierran ante el nostálgico encanto de la música, ensuciado de golpe por el rugido de la batidora. Con inusitada habilidad, Ernestito sube el volumen y sintoniza las noticias:

“Las autoridades advierten que el entramado eléctrico se está viendo afectado por emisiones de baja frecuencia…”

Ante el chillido de mamá, el nene decide llevarse su juguete al salón. Allí papá está viendo Jurassic Park, pero él opta por la radionovela:

“Ese viejo no romperá nuestro amor, Diana María, ojalá fuera devorado por un monstruo…”

El despiadado T-Rex se dispone a salir de la pantalla. Ernesto sabe que no hay que asustarse de las televisiones 3-d, pero prefiere no ver sufrir a su padre, así que regresa a la habitación.

Tumbado sobre su colcha de Mickey, posa la radio sobre su pecho y acaricia lentamente la rueda del dial. Es una sensación placentera, casi adictiva, percibir como las ondas hertzianas van sincronizándose con sus propios latidos. Y sonríe. Al lado yace el cadáver de su hermana.

La casa ha quedado en silencio.

Ellos no comprendían nada.

62. Aun así, no pude parar

A la misma hora, el mismo lugar: El momento de la radionovela mirando tras mi ventana hacia la suya.

Yo la adoraba como la arena de la playa venera el final de la olas que la acarician o como el horizonte espera el crepúsculo para recuperar al sol, pero lo único que tenía era observar sus manos, que se me antojaban como pájaros revoloteando, radiando para su madre.

La imitaba mientras oía en mi transistor lo mismo que ella, y así aprendí el lenguaje que nos entrelazaba.

Al tiempo, supe que abandonaba el pueblo y que le dolería, entre otras cosas, dejar a la señora Julia sin sus momentos. Así que me ofrecí para ocupar su lugar como quién aparece desde una sombra iluminada. Su sonrisa y el roce en mi mejilla fueron un regalo al que el tiempo acabaría por dar su valor.

Ella marchó y yo comencé mi tarea hasta que esos cansados guionistas me parecieron insufribles y opté por sustituirlos inventándome día a día la historia que hubiera querido tener con su hija, sin enchufar ni siquiera la radio.

Siempre temí que le comentara algo, pero nunca lo supe. Y luego nació aquel asqueroso día.

 

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