Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

61. Romántica Calamanda Nevado

Esa misma tarde volviste a pedirme matrimonio, mis padres estaban en el cine. Me besaste largamente en el portal. Los acordes de una canción surgían del corredor. No dejaba de preguntarme si estaba preparada, y qué vestido ponerme: corto o de novia clásica.
Te fuiste. Me senté en el butacón a escuchar música buscando estrellas por la ventana con los ojos cerrados. Cuando los abrí quedé patidifusa, sin saber que decir. Los instrumentos de la orquesta salían de la radio interpretando deliciosas baladas. Trompetas, saxos, acordeones y violines flotaban alrededor de los techos, junto a sus notas, las rosas que me regalaste, y yo. Las lámparas encendidas a nuestro paso ofrecían una gran fiesta.
Entre tanto el apartamento se inundaba de muebles modernos, los nuestros los evacuaba un rayo de luna. Los marcos dorados de nuestras fotos de graduación se inclinaron hasta derramarnos suavemente en el suelo. Comenzamos a danzar y yo a soñar.
-¿Aventuraran una relación luminosa? Te pregunté desbordada. Callaste. Necesité sentarme. No sé si fue mareo, tu forma de bailar, tu colonia, o asomarme a tu realidad.
Después decidí llamarte y no llorar cuando anulé nuestro compromiso. Era un gran día y puse de nuevo la radio.

60. Querida Elena Francis

 

Cierro los ojos y puedo oír la empalagosa sintonía que anunciaba tu consultorio. Eras mi cita ineludible, jamás tuviste una oyente tan fiel como yo. Fuiste mi amiga y mi confidente; pero, también, mi juez, mi censora y mi represora.

Siguiendo tus consejos maternales; permanecí virgen durante mi noviazgo.

Una vez casada, de tu voz aprendí lo que es la resignación. Si mi marido “se ponía nervioso” y me pegaba; todo lo más, me marchaba a casa de mi madre, descartado denunciarle. Si bebía, paciencia. Si me ponía los cuernos, hacer la vista gorda. Si me contagiaba una enfermedad venérea, perdonarlo. Había que sacrificarse por los hijos, esperar que cambiase. Debía anularme en la soledad de la casa, sepultarme en tareas domésticas, brindarme en holocausto en el altar de la abnegación.

Dios, con la ayuda de la cirrosis, se llevó a mi esposo. Un viaje a Benidorm con el INSERSO me enseñó, demasiado tarde, todo lo que me había perdido de vivir.

Entre canciones dedicadas, recetas de cocina, consejos de belleza y cartas desgarradoras; tu programa radiofónico fue una escuela de sumisión. Mi generación fue víctima de tu lavado de cerebro.

Querida Elena Francis: ¡Yo te maldigo!

59. Cambio de frecuencia (Marta Trutxuelo)

A mamá le gusta escuchar la radio. A mí también. Ella siempre elige programas en los que la gente habla y discute, y yo, sin que ella se dé cuenta, doy vueltas a la ruedita y busco alguna cadena de música. Y entonces ella dice: «Esta radio debe de estar estropeada… tendré que llevarla a arreglar», mientras sonríe, creyendo que yo no le miro.
Hoy, cuando he cambiado a la emisora de canciones, mamá no ha sonreído, ha cogido la radio y la ha llevado al técnico. ¡Qué raro! Si cuando yo estaba vivo nunca la llevó a arreglar…

58. FAMILIA MODULADA (Sergi Cambrils)

Doña Claudia Miraflores había puesto cara y cuerpo a las voces que solía escuchar en la radio. Se despertaba con el vozarrón de Jorge Tebastez; un presentador cordial y bonachón al que imaginaba entrado en carnes, rechoncho, con una crencha central que dividía su despoblado cabello y una papada tan exagerada como su barriga. Su programa –«Onda viva»– era adictivo y conseguía que doña Claudia dejara atrás el tiempo de duelo. Mientras los contertulios habituales daban inicio al coloquio matinal, ella desayunaba y seguía fantaseando con ellos. En su mente, veía a Fulgencio Pescla –el doctor en historia y antropólogo– como a un señor desangelado, repleto de surcos faciales por el acné de juventud y anegado en un mar de patas de gallo. A Mamen Salliz –la experta en economía–como a una lechuguina con aires de grandeza, vestida con un pulóver de cuello alto y una faldilla que dejaba ver sus rodillas. Y al director del periódico «Ojo de papel» –Ernesto Reicer– lo representaba más guapo, de tez morena, corpulento y con un hoyuelo en la barbilla. Eran toda su familia, nos decía; le llenaban la casa, y también a ella.

57. Palabras

Las interferencias rasgan la oscuridad que los envuelve. Una tenue luz esboza rostros y miradas cansadas. Historias que anhelan encontrar esperanzas.

Sueños.

Deseos.

(Afuera la noche oculta las vidas perdidas durante el día. Las lágrimas vertidas y las sonrisas de los asesinos que antes fueron vecinos, amigos o familiares).

Los convierten en seres invisibles que no conocen lo que les deparará el amanecer.

“Buenas noches Sarajevo, hermano…”

La frase de la esperanza. Las palabras de la vida más allá de estas paredes. La voz que trae la calma. Las historias que necesitan escuchar. El retorno a la  normalidad durante un par de horas. La oración constante que les recuerda que siguen vivos en el infierno.

Su infierno.

Nuestro infierno.

(Afuera sólo el frío mueve ramas y hojas. Provoca silbidos entre  huecos de paredes y coches  que ya no lo son. Se confunde con el humo de los cigarrillos de los nuevos centinelas del Averno).

Escuchan, etéreos, al locutor de la utopía, de que todo puede cambiar. De historias que valen la pena escuchar, sentir, vivir. Que suenan a verdad.

“Buenas noches Sarajevo…”

La luz se apaga. El transistor duerme. Ellos descansan sin saber qué ocurrirá.

Qué pasará.

Mañana.

 

56. El sueño de Blanca

Blanca se duerme siempre escuchando testimonios por la radio, confesiones de los oyentes. Hoy está a punto de zambullirse en el sueño, cuando una voz la sacude, la saca a flote y le abre los ojos en medio de lo oscuro. Es la suya. Es su voz. Es ella la que está hablando por antena. Cuenta que va a morir, que ya no quiere seguir viviendo. La locutora le pide tiempo, que no corte, que le hable. Su voz dice lo siento. Y es ella, aún aturdida, tras encender la lamparilla, la que ahora ruega que no cuelgue, que por favor no cuelgue y escuche. Pero tras un “gracias por todo” llega la desconexión. A Blanca le da tiempo de oír a la presentadora tranquilizando a la audiencia: han localizado la llamada y una ambulancia está llegando a la vivienda.
Cuando entran en el piso, hallan el cuerpo inmóvil sobre la cama y la radio todavía encendida. Justo al tomarle el pulso, Blanca abre los ojos, grita y se repliega en una esquina de la cama. Aterrada pregunta que cómo puede ser, que quién les ha abierto la puerta, que cómo han logrado traspasar el sueño.

55. La Radio de Papá

Papa me contó que desde niño le encantaba la radio. Su padre tenía una de galena que por la noche, cuando los aviones habían pasado de largo, camino del frente, conectaba al somier de su cama y la acercaba al oído para poder escucharla. Todas las noches su inquebrantable compañera espantaba la soledad que, cuando uno está lejos de los suyos, es la más difícil de sobrellevar.

Desde que recuerdo, los domingos por la mañana, mi padre me llevaba al parque mientras él, sentado en un banco, se aislaba de todo con el auricular conectado al transistor. No llegué a saber qué escuchaba, qué esperaba oír, ni cual sería esa noticia por la que nunca abandonó aquella vieja radio, a la que jamás vi cambiar las pilas. Quizás, simplemente quizás, había perdido la esperanza y sólo le quedaba la costumbre.

Hoy, que ya no puedo llevarle de paseo con su mano cogida a mi brazo, contemplo como la lluvia esponja la húmeda tierra del altar de fresnos donde sus cenizas reposan a la espera de esa noticia que nunca llegó, mientras me pongo el auricular de su radio para recordar su voz llamándome como cuando corría por el parque.

54. El Secreto

Cuando se entera del caso de alguna mujer muerta por violencia de género, el pasado se le viene encima a Margarita. Se ve a sí misma, veinte años atrás, con su pequeña a la espalda yendo al lavadero del pueblo y cuando no atendiendo el huerto. Por las tardes, cuando su marido gastaba el sueldo en la tasca tomando chiquitos, encontraba consuelo escuchando en la radio el serial “Un tren llamado esperanza”. Su imaginación volaba y mientras que con sus manos zurcía pantalones con su mente hilvanaba sueños con hilos de colores. Se imaginaba en la ciudad comprando bonitos vestidos y paseando con su hija al borde del mar. Pero todo acabó el día en que su marido escondió el aparato porque decía que gastaba mucha luz.
Siempre había soportado estoicamente sus golpes; pero una noche, que regresó más borracho de lo habitual, cuando colocó las manos en su cuello cogió la arandela de hierro y la estrelló en su cabeza. Nadie puso en duda su muerte por una mala caída.
Ahora, cuando ve a su hija feliz estudiando en la Universidad, no tiene remordimientos y su secreto lo guardará para siempre en los pliegues de su memoria.

53. EL HUEVO DE COLÓN

  • Es el Cola-Cao desayuno y merienda, es el…

Sobre el pedrusco de granito que estaba delante del cerezo, quedaban abandonados la cuerda de saltar a la comba, los billetes de cartón de tren de jugar a las chapas y los huesos de taba coloreados.

Eran las seis de la tarde, radiaban los cuentos del Cola-Cao. Al grito de mi madre desde la ventana, como cabras montesas subíamos a la cocina de casa y nos sentábamos en las sillas con la mirada puesta en aquella radio Telefunken de baquelita marrón que mi padre regaló a mi madre el mismo día que yo nací.

  • …Y si es el boxeador…

Ahora tocaba decir pun, pun;  levantábamos medio culo de la silla y soltábamos una pedorreta hecha con la boca o un sonoro cuesco el afortunado que lo había podido reservar para el momento. Y rompíamos a reír. Y con media sonrisa mi madre nos llamaba cochinos.

¿Qué darán hoy? ¿El mono titiritero que perdía el corazón en las ramas de un árbol? ¿La ratita presumida? ¿Cara sucia? ¿Garbancito?  O mi favorito: La gallina Marcelina.

  • Clo-Clo-Clo, cantemos hijos míos; no le temáis al frío… pues era de mi abuela el huevo de Colón chin-pon.

52. Variaciones (Cristina Requejo)

 

Observo la cama. Las lágrimas acumuladas en el colchón, las noches de insomnio calculando cómo llegar a fin de mes y la soledad endulzada con algún polvo desafortunado, no deben acompañarnos. Sí, la cama se queda. En la radio, las Variaciones Goldberg versionadas por Glenn Gould, anudan mi garganta.

Intento no llorar al respirar el aroma que dejamos las familias. Salgo de la habitación con la radio en mis manos,  apretando el nudo hasta la asfixia. Cierro la puerta del cuarto, cerrando así, como en un juego ilusorio, una parte de mi vida.

Abajo, sentados en el rellano de la escalera, los niños me esperan rodeados de cajas y maletas. Al verme salir, sonríen. El juez no tardará en llegar con la orden de desahucio, así que me apresuro a meterlo todo en la furgoneta de alquiler. Nos vamos.

Conduzco en silencio en dirección a casa de mi madre, mientras pienso que existen días extraños, sin verbo, sin acción. Los niños duermen en el asiento trasero, y me pregunto con qué estarán soñando.

“Los sueños son mentira» –me digo-, y presiento, entonces, que pasaré unas cuantas noches sin dormir, en un balcón con luna, buscando a Venus en el cielo.

51. Buscando refugio (María Rojas)

Mi tío Luis tenía una radio transoceánica. Cerrada, parecía un maletín de viajante siempre a punto de emprender el camino. Abierta, era el universo. La había canjeado por un libro de Dostoievski a un capitán que, de tanto oír el rugir del mar y el trepidar de las calderas, había ensordecido y mimaba su alma leyendo.

En la parte superior de la radio se aplanaba la tierra en azul y plata.  Abajo, solitaria, abría los pétalos triangulados la rosa de los vientos que, desde Plinio el Viejo, está empeñada en señalar los rumbos que rompen el horizonte.

Mas cuando verdaderamente caíamos en el hechizo de la transoceánica era los sábados, día en que nos permitían quedarnos hasta tarde oyendo salir de su caparazón metálico voces y músicas babélicas, entrecortadas por ventiscas furiosas.

Nos reíamos alborotando. El tío pedía silencio y, con las pestañas humedecidas de melancolía, huía, rastreando en lejanías las coordenadas de su fracaso.

 

50. El video mató a la estrella de radio

Mi madre y yo vivíamos en una casa en cuyas paredes rebotaba el sonido constante de una radio y la ausencia de padre.
A ella le gustaban las telenovelas y por eso, y por estar juntos, todas las tardes oíamos alguna, ella con la costura en las manos y yo jugando con algo.
Después, al poco de empezar la emisión, llegaban a mis oídos sus suspiros, sus susurros y hasta las lágrimas, mientras las agujas y los hilos descansaban inertes en su regazo; sonidos que se mezclaban con el ruido del viento, de la lluvia, de un caballo, de un beso o de un disparo que yo oía en un segundo plano, que daban a la insufrible telenovela realismo y magia, y con los que soñaba poder ganarme la vida en cuanto pasasen algunos años.
Después, y en este orden, llegó su muerte, Vietnam, el hospital de campaña, la televisión y esos vídeos musicales que no puedo oír, que miro sin parar y contra los que peleo con suspiros, susurros y lágrimas, como mi madre hacía, mientras la vida continúa varada y muda en mi regazo.

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