Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

45. Sin despedida (Blanca Oteiza)

Cuando era niña, un hombre llamó a la puerta casi a la hora de la cena. Mi madre regresó a la cocina con llanto en el rostro y encendió la radio. Yo no quise preguntar nada. Aquella noche se enfrió la sopa en el puchero y nos acostamos pronto, aunque escuché sus sollozos hasta quedarme dormida.
A la mañana siguiente, la radio nos acompañó de nuevo mientras el vaso de leche se vaciaba, como los ojos de mi madre que seguía enmudecida.
Unos días más tarde llegó mi tía del pueblo con la maleta hecha para una larga temporada. Una noche desde mi cuarto, aunque habían sintonizado la radio para mitigar sus voces, pude escucharlas que mi padre ya no iba a volver, ni siquiera para poder despedirlo entre flores y tierra húmeda.

44. Simplemente María

Fui destronado en el verano del 72, con el nacimiento de mi hermano Gerardo. Todas las atenciones y mimos cambiaron de protagonista, y yo me sentí –por primera vez en mi vida– como un mueble. María me había dicho que ya era mayorcito para limpiarme el culo, y que no me cantaría más nanas. Aunque llorara sin desconsuelo hasta desgañitarme, ella solo atendería al nuevo príncipe.

 

No sabía si odiar más a Gerardo o a María.

 

Pero, ¡oh, sorpresa!, descubrí que todos los días, a las cuatro y media de la tarde, se olvidaba también de Gerardo. Encendía la radio y escuchaba embelesada las aventuras y desventuras de… ¡Simplemente María!

 

Entonces comprendí que ella, una humilde chica de Santander que trabajaba en casa de mis abuelos, escondía un terrible secreto que la radio se encargaba de airear cada tarde. Adopté la firme determinación de no permitir jamás que nadie la volviera a hacer daño. Ideé romper la radio, pero deduje que sería inútil: me ganaría una buena regañina y comprarían otra. Así que me conformé con escucharla abrazado a ella mientras me acariciaba el cabello.

 

Cuando la radionovela acabó, a finales de 1973, yo ya me había hecho mayor.

43. Transmitiendo

Una lección que, sin querer, me enseñó mi padre es que no importa que pierdas algún tornillo mientras sigas funcionando. Llevaba su radio cuando iba a pescar. Un transistor que conectaba a la batería del coche con un cable y que apagaba momentáneamente a las doce, la hora del Ángelus. Fuese por el traqueteo del camino, por un exceso de voltaje, por la humedad del río o simplemente por viejo, el aparato se estropeaba a menudo, por lo que no era raro ver a mi padre desmontándolo. Tras los arreglos, aunque siempre sobraba alguna tuerca, seguía poniendo la banda sonora a las tardes de domingo en una época en que la jornada liguera se reducía al fin de semana y en lugar de las «noticias» se escuchaba el “parte”.

42. Noticias mediodía


El universo puede estar  en un metro cuadrado y el tiempo en dos segundos. La locutora decía con una seguridad aplastante: noticias mediodía en onda cero, en la cocina se estaban quemando dos huevos cocidos a los que ya se les había evaporado todo el agua. La cortina de voz de la locutora se mezclaba con el reguero de humo negro con olor a quemado. Fuera el viento soplaba con tal intensidad que acababa de tirar el geranio de la ventana. Seguirá la tormenta y rachas de viento de 180 kilómetros por hora decía la mujer. El frigorífico se quejaba renqueante de que  ya tenía demasiados años para estar funcionado y se hacía oír tras el geranio roto. Una puerta se cerró repentinamente y los cristales cayeron al suelo. Los huevos se revolvían ya negros contra  las paredes de la olla. Voces, olores y frío sentía Lucía Rodríguez, la apacible vecina del 5ºC. Demasiado frío en aquel suelo de mármol para estar todavía viva.

41. La lluvia es una cosa que sucede en el pasado.

Una de las cosas que más recuerdo de mi abuela era su radio. Recuerdo que mis padres me dejaban los domingos por la mañana y me recogían ya tarde. Recuerdo que me reñía si olvidaba apagar la luz de la cocina, o me atraía hacia ella y se frotaba contra mi cuerpo como una gata: en la radio cantaba la Piquer o tal vez era que llovía todo el tiempo en aquellos años. La radio, hermosa, antigua, reina en su anaquel, era herencia de mi abuelo, que fue miliciano en la guerra, y sonaba oscura, como aquella casa. Luego me enteré que se pasó los últimos días del abuelo en el frente pegada al aparato.

 

No se lo he dicho a nadie. Ni a mi mujer ni a mis hijos. Pero los domingos de lluvia, bajo al garaje y enciendo tu vieja radio, abuela, y casi sin volumen, pego mi oreja.

40. LAZARUS (Arantza Portabales Santomé)

El día que te fuiste yo estaba demasiado preocupada decidiendo si haría lasaña o albóndigas. En la radio sonaba una de Bowie, que se moriría tres días después. Claro que yo no lo sabía. Lo de que me dejarías, tampoco. Lo único que sabía es que tú preferías lasaña y yo albóndigas. También recuerdo que llovía. O quizá no lo hacía, pero es romántico recordarlo así. Como un día gris, lluvioso y triste. Quizá hacía sol. Y además Bowie estaba vivo y estrenando un álbum nuevo. Coño, era un gran día. Por lo menos hasta que entraste en la cocina. Albóndigas, dije yo, clavando la vista en tu maleta gris. La grande. La que nunca usamos porque cargada, pesa más de los veinte quilos reglamentarios que imponen las compañías aéreas.
Tú te fuiste y yo me quedé paralizada con la vista fija en el bol de la carne picada. Después hice una estupenda lasaña con doble capa de bechamel. Sabes que no soporto la bechamel pero me la comí entera. Conteniendo las náuseas. Escuchando en la radio la última de Bowie una y otra vez. El locutor repetía que era un gran día. Quizá hacía sol. Quizá.

39. SORPRESA DE CUMPLEAÑOS

Una tarde, siendo él un niño, a su abuela se la llevaron rodeada de flores en un carruaje tirado por caballos. De pie, a la puerta de la casona, el niño, la mejilla desmayada en el mandil de una vecina, quedó mirando cómo los pasos lentos de los hombres del valle se alejaban, camino arriba, hacia los cipreses. Al susurro entrecortado con quién jugaré yo ahora, la mujer respondió ciñendo el cuenco de su mano al mentón del pequeño.

Cuando anocheció, sus padres, junto al ventanal, señalaron unas estrellas que formaban un dibujo en el cielo, y le dijeron: De todas esas, en la que más brilla, es donde vive ahora la abuela.

 

Al cabo de muchos años, acompañado de una música clásica de fondo sonando en la radio, cierta noche, como tantas veces hiciera desde niño, se sentó en la mecedora a contemplar aquella luz.

Al alba, un creciente murmullo a sus espaldas lo sacó de la duermevela. Se giró. Tanto tiempo el hogar tan vacío y, justo el día de su noventa cumpleaños, se estaba llenando de gente querida.

Él eligió a su abuela y, de su mano, se fue a contemplar la casona desde aquella estrella.

 

 

 

38. Lecciones de baile

¿Te has dado cuenta de que hay personas que, en vez de vivir, vuelan? Pase lo que pase, saben despegar y aterrizar sin que nada les quite el sueño.

¿Quieres ser una de ellas? Cómprate una radio. Sí, tienes que encenderla y sintonizar una de esas emisoras que te regalan música de baile todo el día. En danza con tus fantasmas, sin parar ni un segundo, las ondas te abrirán la dimensión en la que se puede vivir flotando dentro de la realidad.

No es sencillo porque los espectros son, por naturaleza, traidores. Intentarán herirte con ilusiones inalcanzables; las disparan para alimentarse del tiempo roto que destilan las almas en pena. Tranquilo, no apagues la radio y apunta estos trucos.

No cierres los ojos. Te taladrarán con su mirada vacía y esparcirán todos tus secretos sobre el olvido que no regresará para silbarte al oído.

No les hables. Harán como que te escuchan mientras disuelven tu aliento dentro de su sombra. Y te rechinarán los dientes hasta desgastar las esquinas de tu nombre.

No respires ni parpadees, alza la cabeza y extiende los brazos. Sólo así podrás colarte por las rendijas del aire y bailar dentro del tifón para siempre.

37. ¿Por qué las bailarinas bailan de puntillas? (Juana Mª Igarreta)

Genaro siempre decía a Lucía, su mujer, que era una ilusa pensando que podría llegar a ganar aquel concurso de radio. Que las preguntas que hacían eran muy absurdas y solo triunfaban los concursantes muy ingeniosos. Lucía le contestaba que ilusa venía de ilusión y que era mucha la que ella sentía cada vez que participaba. Que soñaba con poder conocer Sevilla viajando juntos en el AVE con el premio del concurso. Pero, en verdad, la pregunta de aquella semana se las traía: ¿Por qué las bailarinas bailan de puntillas?
El domingo por la mañana llamaron al timbre. No esperaban a nadie. Lucía, sigilosa, observó por la mirilla y vio a una mujer de humilde apariencia que portaba un gran bolso. Parecía una vendedora ambulante. Pensó en no abrir, pero luego valoró la dura vida de estas personas, deambulando casa por casa incluso los días festivos, a expensas de encontrar tras cada puerta alguien que les escuche. Cuando Lucía abrió, la vendedora le ofrecía insistente un amplio surtido de puntillas y bordados, abierto en abanico sobre sus ajadas manos. Lucía, observando aquellos retales, exclamó entusiasmada ante la sorprendida vendedora: “¡Bailan de puntillas para que les quede bordado!”.
Sevilla les encantó.

36. Se vende radio de mesa… (Esperanza Tirado Jiménez)

“Se vende radio de mesa. Años 30. Fabricada en madera. De válvulas. Buen estado de conservación exterior. No funciona. 150 euros.”

Pegué mi cara al escaparate de la tienda e intenté encontrar el tesoro que el anuncio ofrecía.

Entre la oscuridad y las luces que entraban de la calle distinguí un mostrador antiguo y una silla de madera ocupada por un viejecito muy quieto. Pensando que estaba muerto, a punto estuve de llamar a la policía. Pero el anciano despertó. Me vio, se levantó trabajosamente y, arrastrando sus pasos, llegó a la puerta. Sonriéndome, me abrió.

– ¿Está usted bien? –Pregunté preocupada– ¿Necesita ayuda?

Dejó escapar una risilla cascada.

– Gracias, muchacha. Tengo mis achaques… Solo vengo a escuchar la radio.

– ¿La del anuncio? –Me extrañé– Si no funciona…

Volvió a reír.

–Las válvulas se fundieron. Pero esto –tocó su cabeza como llamando a una puerta– aún tiene pilas.

Le miré, confundida.

–La radio siempre ha sonado en la tienda. Le daba vida. Cuando me jubilé venía, pasaba el rato escuchando canciones y anécdotas de mi juventud… Hasta que se rompió y no pude arreglarla. Pero cada tarde volvía, y seguía cantando y contándome aquellas historias.

 

Desde entonces contamos y escuchamos juntos.

35. Híbrido de mal agüero

La vieja radio del abuelo, agónica, se dejaba morir con las últimas interferencias. Hubo que optar por un trasplante, y mi padre cambió sus tripas por el fuerte latido de un reloj de cuco. Ahora ya no le contaba historias al anciano, pero le recordaba a su dueño que la vida seguía con el pausado tic tac de los segundos y el potente «cucú» que anunciaba las horas. Peor suerte corrió el donante. Mamá no tardó en arrumbarlo en el desván porque, aunque de tanto en tanto dejaba escapar suaves melodías, cada vez que el pájaro salía de su casa era para dar una mala noticia.

34. Música, maestra

Que yo recuerde, solo ha habido dos cosas de las que mi madre jamás se separaba: su peculiar sentido del humor y su vieja radio. «Es de las primeras con pletina», me decía, orgullosa. Siempre le dio a aquel cachivache un uso muy especial. Los padres de mis compañeros de clase subían el volumen de la música cuando discutían, para evitar oídos infantiles; ella, además, ponía Olvídate y pega la vuelta antes de empezar a gritar. Yo no fui buena estudiante, pero tener que escuchar a Cohen y su Hallelujah cada vez que aprobaba una asignatura siempre me pareció recochineo. Por no hablar de cuando le pedía más espaguetis y empezaba a sonar Ellos las prefieren gordas. Aquella radio puso la banda sonora a nuestras vidas, y solo permaneció en silencio el día que mi padre falleció. Al menos durante el velatorio, porque por la noche Nino Bravo se hartó de cantar que era Libre.

Cuando mamá murió, quiso ser enterrada con su viejo cacharro. Y sé que todos dicen que son imaginaciones mías, pero juraría que, desde entonces, puedo oír a Jeanette cantando Por qué te vas cada vez que paso cerca del cementerio.

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