92. ¿Por qué?
El paso de cebra estaba allí, como siempre. Lo inusual, si acaso, era la mañana absolutamente despejada, tan gélida como nítida.
Germán había salido del garaje con más prisas de las habituales, por culpa de una camisa ilocalizable y de su manía de ajustar el tiempo.
Yo solía cruzar por allí con los cascos puestos, persistiendo en la tradición de llegar al trabajo cabreado por las noticias, pero aquella mañana los había olvidado en casa. Distraído, iba pensando cómo le diría a Pedraza que el programa de gestión nuevo era una puñetera mierda, cuando un helicóptero volando bajo me hizo mirar a la derecha, justo cuando iba a pisar las primeras franjas blancas.
A la vez, en el móvil de Germán, sonó el tono de llamada del Ministerio del Tiempo. No pensaba cogerlo; nunca lo hacía conduciendo. Apenas volvió un instante la mirada, para ver quién era.
Al momento, oí su voz, cuando consiguió bajarse del coche después del impacto. “¡¿Qué he hecho?!”, repetía una y otra vez.
Deseé con desesperación oír el despertador, pero no: era real. Después sobrevino la certeza de no poder hacer otra cosa, inerte, que ver aquel intenso cielo azul de diciembre.