15. Refugios de la vida
Un pellizco le agarra el corazón cuando enfila la calle y mira hacia arriba, hacia la segunda balconada. La que daba a la habitación de sus padres. Donde ella y sus hermanas nacieron.
Donde su padre murió. Donde su madre guardó luto y se refugió de la vida, esperando su muerte; porque ‘sin un marido, una mujer ya no tiene nada que hacer en este pueblo’.
En ese balcón, sentada en su mecedora, tejía, rezaba y leía lo que alguna vecina, que había servido en aquella casa tiempos atrás, le traía cuando iba de visita. Le contaba cotilleos, le regaba las pocas plantas que le quedaban y descorría las cortinas para que, al menos, algo de luz entrase a través de aquel balcón donde la vida había muerto.
De ahí se fue ella, se fueron todas. Ella a veces vuelve. Pero en ese balcón solo hay recuerdos muertos.
Identificamos los balcones como lo que son: aperturas al exterior, incluso en este caso, pues parece el único contacto de una mujer que, por fidelidad a la costumbre, ha decidido sentarse a esperar la muerte desde que le falta su marido.
Un relato en el que late una amargura casi sin comcesiones, vidas que terminan sin atisbo de rehacerse. Esta postura, quizá, de forma paradójica, en el lector puede provocar la reacción contraria, un decir: «A mí no me pasaría eso, yo abrazaría la vida».
Un abrazo y suerte, Esperanza
Es que en los pueblos las costumbres que viven entre balcones son muy de la tierra. Y la tradición pesa mucho. Y el ‘qué dirán’ mucho más. Sobre todo en otras épocas atrás.
Gracias Angel, un abrazo y suerte para ti 🙂
A veces un balcón es un refugio, aunque sea pequeño, con un libro puede ampliarse, los hay peores.
Un abrazo.