51. Sic transit gloria mundi
-Voilá, -murmuró el cabo Jean Pierre cuando vio el arbusto de flores amarillas.
Amanecía en Austerlitz, el tibio sol de Moravia se abría camino entre la bruma. Las órdenes eran terminantes, encontrar el melilotus officinalis, una planta silvestre de reconocidas propiedades curativas.
-La suerte de Francia está en sus manos, cabo -le dijo un sombrío general.
Cuando entregó el preciado botín en el puesto de mando se oían descargas aisladas de fusilería, los ejércitos comenzaban a hostigarse. Alguien le ofreció una silla y un trago de cognac y entonces le vio. Napoleón estaba apoyado en la gran mesa de los mapas con el pantalón en los tobillos, mientras su médico personal le aplicaba en la retaguardia el ungüento antihemorroidal preparado con las flores amarillas. Amenazaba con traer la guillotina de París y profería los peores insultos oídos en la lengua de Víctor Hugo, mezclados con la jerga portuaria de los marineros de Córcega. Aliviado el imperial esfínter, la victoria fue épica. Al día siguiente recibió al emperador austriaco para firmar la capitulación sentado en unos cojines de seda de Lyon . Las crónicas de la época dijeron que el corso tenía complejo por su estatura.