12. Sombras de ciudad
El viento me traía olores conocidos: tierra húmeda, hierba fresca, ovejas… Junto a mis compañeros de trabajo corría libre, sin correas ni muros. Mi mundo era sencillo y tranquilo.
Pero me fui haciendo demasiado mayor para trabajar; mis patas ya no respondían como antes. Y un día me subieron a una jaula negra con ruedas y el aire cambió.
De pronto, todo me olía a humo y metal. Brotaban ruidos por todas partes: bocinas que rugían, voces que se mezclaban, pisadas que retumbaban en mis oídos. El suelo duro me quemaba las patas y cada pitido me hacía saltar. Un torbellino de sombras negras y luces blancas me cegaba y me paralizaba.
Ya no había espacios para correr, ni hierba donde tumbarme. Tampoco compañeros a los que acudir buscando auxilio o un ladrido amigo. Solo paredes altas y olores extraños que mi olfato no comprendía. Todo me apestaba a basura y a miedos negros.
Me acurruqué junto a la pierna de mi nuevo humano, temblando. Él me acarició y dijo algo con un tono suave. No lo entendí, pero por un instante sus gestos me devolvieron un poco de la seguridad que había dejado atrás.

