29. UN ASCETA
Ni el menor capricho se concedió a sí mismo en sus muchísimos años, aunque tampoco podría decirse de él que fuera avariento o rácano, pues su fortuna la destinaba a vestir modesta y limpiamente y a comer con salud y medida; no gastaba en bares para evitar habladurías, y entregaba al prójimo los restos de su despensa antes de que se echaran a perder, igual que cubría al desposeído con ropa apenas ajada y bien zurcida. Eremita le decían al pobre Prisciliano, pues jamás codició lo terrenal y nunca sintió envidia del ricachón que hacía tintinear las monedas en el bolsillo, ni celos del abogaducho que acabó arrebatándole a la elegida de su corazón. Vivió sin estrecheces ni alardes, aunque tampoco con deudas o arriendos; una vez pagados los gastos fijos, el resto iba derechito a la alcancía, y así mes a mes, año tras año, hasta reunir lo suficiente para construirse un fastuoso templete en medio del huerto, la obra de una existencia lograda y envidiable.
—Un mausoleo -pensaba-, eso sí que es para toda la vida.
La nota que escribió antes de clavarse un hacha en el cráneo decía: «La leña del invierno ya está pagada.»
Tanta austeridad solo sirve para morir solo y pobre.
Muy bien narrado tu relato. Riqueza de detalles contrastando con la sobriedad de su protagonista. Feliz tarde Juan Manuel.
Parecía ser ajeno a la codicia, pero aspiraba a dar envidia eterna. Estos ascetas son unos exhibicionistas.
Gracias por leer.
JM
Excelente prosa mi buen amigo. » ni tanto que queme a el santo, ni tanto que no le alumbre» Gris en la vida y dará de que hablar después de la muerte.
En el fondo, la vanidad es una cuestión de perspectiva temporal.
Gracias por pasar a leer y por comentar.
Un saludo
JM