85. Ojo por ojo
Fue un impulso irresistible y después me pudo la vergüenza. Nunca me atreví a confesar que fui yo quien hizo desaparecer el descapotable de juguete que le regalaron a Ernesto por la primera comunión. Por más que lloró y rebuscó no fue capaz de encontrarlo. Estuvo escondido en el fondo de un altillo −mamá no era mucho de ordenar− hasta que desmantelamos la casa y me lo traje a escondidas. Hoy, cuando me enteré de que lo de Ernesto no tiene cura, decidí llevárselo como una ofrenda de paz, un símbolo de todo lo que hemos compartido a lo largo del tiempo. Mi hermano lo recibió con una sonrisa sardónica. «Abre el cajón», me dijo. Allí, entre el revoltijo de gasas, jeringas y cajas de calmantes, yacía mi tesoro más preciado: una navajita suiza que no volví a ver desde que regresamos de aquel campamento en Covaleda, hace más de cincuenta años.
De lo de los cuernos que le puse con Marisol preferí no decirle nada. Ha pasado mucho tiempo, ellos forman un matrimonio feliz y yo quiero seguir pensando que mi Isabel es una santa.