29. La fiambrera
El niño observa con asombro el trasiego de bandejas en la terraza del restaurante. Su padre, tras despedirse del camarero con quien conversaba —un viejo amigo—, le toma de la mano y juntos se dirigen al pinar que hay justo enfrente. Es consciente del interés que el local ha despertado en su hijo y se ve obligado a justificarse: «A nosotros no nos gustan esos sitios tan ruidosos, ¿verdad? Preferimos la quietud del campo, el olor a resina,… vivir la naturaleza».
La madre les espera sentada sobre la manta que ha extendido bajo un árbol, con una botella de agua que ha llenado en la fuente. El padre abre una fiambrera y el pequeño se lanza a rebuscar en su interior, con el afán de quien desentierra un tesoro, hasta que encuentra un calamar, oculto entre un par de aceitunas, restos de ensaladilla y media croqueta. Mientras come, desvía la vista hacia el restaurante, donde el camarero está recogiendo las mesas de los clientes que ya han acabado. Al verlo guardar en una fiambrera las sobras que encuentra, el pequeño se levanta de un salto y exclama: «¡Mira, papá, es igual que la nuestra!».
Cuando yo era pequeño escuchaba con frecuencia, ahora ya no tanto, que los niños y los borrachos siempre dicen la verdad. Ambos, además, por razones muy diferentes (falta de experiencia o embriaguez) están exentos de callar aquello que conocen aunque no convenga decirlo, simplemente sueltan lo que les viene a la cabeza, la realidad que perciben, sin matices.
El agua que llena la madre en una fuente pública, más los restos que dejan los comensales de un restaurante, dejan claro no un intento ecológico y sensato de aprovechar la comida que sobra, con los beneficios que ello tiene para la economía y el medio ambiente, sino la necesidad de esa familia, cuya economía no parece muy sobrada.
Tras el detalle de coincidencia de una fiambrera, y la última frase entre exclamaciones del pequeño, podemos imaginar la vergüenza de esos padres, que pretendían ser discretos y llevar su situación con la mayor dignidad.
Una historia que puede parecer solo una anécdota, pero con un fondo que va mucho más allá, además de estar muy bien escrita.
Un abrazo y suerte, Lluís
Exactamente, Ángel. El niño dice las cosas tal y como las ve, inmune a las convenciones sociales de los adultos. Por otro lado, los padres, en una situación económica difícil, se avergüenzan de aceptarlo públicamente. O quizás busquen también proteger la inocencia de su hijo. Un abrazo y mucha suerte para ti también.
Ostras Luis, me has dejado con el corazón encogido. Que terrible y, por desgracias, que real.
Un saludo.
Hola Rosalía, gracias por pararte a comentar. En efecto, qué terrible no tener suficiente para dar de comer a un hijo, y más aún que las convenciones sociales hagan que los padres se avergüencen de ello. Un saludo.
Una vergüenza que está implícita en el texto y, a la vez, fuera del él, pero que se ve, que se intuye con mucha fuerza. Una relato con forma maravillosa y una historia triste. Me ha encantado de principio a fin. Abrazos y suerte, Lluís.
Muchas gracias por tu comentario. Encantado de que te haya gustado y una satisfacción ver que produce el efecto que esperaba. Es una historia triste sí, pero también una denuncia. No creo que haya que sentir vergüenza por necesitar ayuda, ni que la sociedad deba promover esos sentimientos en lugar de la solidaridad. No sé si nos conocemos, Anónimo, me quedo con la curiosidad. Un abrazo de vuelta.