66. El último de Filipinas
El 9 de marzo de 1974 Hiro Onoda se cuadró ante su superior en perfecto estado de revista: los jirones del uniforme, limpios y remendados; el fusil Arisaka, reluciente de grasa; el sable mellado, sin una mancha de sangre. Miraba al recién llegado comandante Taniguchi con la mezcla de sumisión e impaciencia del perro de presa que espera la orden de atacar.
—Entrega las armas, hijo —murmuró el anciano comandante—, la guerra ha terminado.
La expresión dejó de ser perruna y se hizo humana. Comprendió que los panfletos que hablaban de la derrota de su país eran ciertos y no embustes para minar la resistencia de los soldados imperiales. Atrás quedaban treinta años de razias en la jungla de Lubang, treinta y cinco filipinos masacrados, un compañero desertor, otros dos muertos y una encastillada soledad que no logró quebrar su determinación de cumplir las órdenes recibidas: hostigar al enemigo hasta que el ejército acudiera a rescatarlo. No levantó la vista, pero por sus ojos desfilaron la perplejidad, el desaliento y el desprecio.
Días más tarde, el soldado Onoda regresaba a un Japón que nunca volvería a ser su patria: el Japón de los que sí se rendían.
Un soldado aislado, cuya soledad y sentido del deber le han impedido saber que la guerra ha terminado, dispuesto a no rendirse nunca, perplejo por haber sido derrotado y por aceptar una situación que no concibe. Su mundo fue simple y claro. Ahora todo se tambalea, tras perder su sentido.
Un título muy apropiado, que evoca una antigua película que también exaltaba eso que llamamos patriotismo. Un relato creíble y muy bien armado.
Un abrazo y suerte, Elisa
Muchas gracias, Ángel, una de las alegrías de participar en ENTC es recibir tu cariñoso y certero comentario. Un abrazo.
Elisa me gusta como nos trasladas al Japón y sus valores de marcialidad, obediencia y sacrificio que tantas veces hemos visto en películas y que tú has recogido con muy buen disparo. Suerte con el relato.
Muchísimas gracias, Manuel. Un abrazo.