46. La censora del deseo
El oficio de doña Pura es censurar lo incorrecto. Visiona las películas antes de su proyección. Recorta besos, escotes y caricias que va guardando en su maletín… Hace lo mismo con las escenas ardientes de los libros y los desnudos de los lienzos. Pero su poder censurador no termina ahí: también pasea por las calles y retira las imágenes sensuales de la vida real, unos labios entreabiertos, un torso masculino o unas caderas que hacen temblar la tierra con su vaivén.
Satisfecha con la criba, doña Pura vuelve a casa con el maletín a cuestas. A veces, por las rendijas de la cremallera, se escapa alguna mirada lasciva, una lengua traviesa, una gota de sudor provocativa que alza el vuelo en forma de vapor. Las deja ir. Incluso ella, tan recta y casta, sabe que es casi imposible mantener el deseo a raya en un solo día. Hay que perseverar.
Para terminar la jornada, clasifica los recortes impuros de manera que las autoridades puedan proceder fácilmente a su inspección. Una vez en la cama, repasa los momentos más eróticos que ha capturado, saca su «juguetito» prohibido de la mesilla de noche y censura todo lo que viene a continuación.
Como dice el refrán: «Consejos vendo que para mí no tengo». Los guardianes de la corrección ajena, tanto más cuanto más estrictos, a veces son los peores, porque no hay nada peor que la hipocresía.
Un abrazo, Elena, y suerte con esta censora de doble vida.