80 MATAR AL RESUCITADO
Unos meses tras terminar la guerra, Agustín Fierro aún no había regresado. Mercedes, su mujer, tras llorar prolijamente en público, le dio por muerto. En el cuartelillo firmó unos documentos y regresó para preparar la cena.
Amador, el hijo del panadero, la había estado rondando y llevaban tiempo acostándose a escondidas. Pero esa noche se fumaron un cigarro en la casapuerta de Mercedes. Comenzaron los rumores, pero demasiada gente debía ocultar sus vergüenzas y pronto comenzaron a saludarles al pasar. «Buenas tardes. Parece que refresca», «¿Habéis vuelto a encalar?» o «¡Virgen santa! ¡Cuánto ha crecido el pequeño!»
Cuando Agustín Fierro regresó había pasado tanto tiempo que no parecía él. Pero lo era. Lo sabían Mercedes y Amador y lo sabían todos en el pueblo porque nada hiela el espinazo como ver a un resucitado.
—He vuelto, Mercedes —dijo Agustín Fierro ante su puerta.
Pero Mercedes solo supo ignorarle.
—¿Qué haces en mi casa, Amador? —le preguntó.
Y Amador, sin alzar la cabeza, siguió limpiando las judías.
Agustín salió a la calle y nadie posó su mirada en él. Y así fue como quedó vagando por el pueblo, un día tras otro, buscando una mirada que le devolviera a la vida.
Está fenomenal, Salvi. Ahí, con tu estilo inconfundible que se lleva a los lectores de calle. Suerte, bonito.
Está claro que nadie es imprescindible, y que cuando las cosas cambian, cambian.
Muy buena historia, Salva.
Un abrazo y suerte