49. Amanda
Mis queridos progenitores —Enrique y Leonor— pronto descubrieron el origen de mis terrores y supieron defenderme. Fui un niño feliz. En nuestro domicilio, desde siempre, un único libro: “El secuestro”, de Perec. Imposible leer otro diferente. No tengo enemigos sino buenos conocidos como Ernesto, Pedro y Luis. Ellos, por supuesto, me comprenden. Ejerzo un empleo digno, con sueldo estupendo y sin jefes opresores. Un mundo perfecto. Pero Cupido erró en su elección y todo se desmoronó. Fueron sus ojos verde olivo. En el momento en que los contemplé, perdí el sentido. Pensé sustituir “cielo” por su nombre como solución. En principio funcionó. Convivimos en mi piso y tuvimos dos hijos preciosos: Víctor y Sergio. Pero el júbilo duró poco. Se empeñó en que dijese su nombre. Riéndose de este “miedo estúpido”. Lo intenté. Un sudor frío desbordó mi frente. El cuerpo, en erupción, tembló. Incluso, cubrí el suelo de vómitos. Entonces, cruel, me contó su decisión: irse con los chiquillos por mi tozudez. No tuve otro remedio. Mi “cielo” o yo. “Di mi nombre”, fue lo último que dijo. Con un tiro certero, fue suficiente.