103. Conservas
Peregrina reconocía las tristezas de la vida, las del día a día, y las recogía para hacer un caldo reconstituyente, como si fueran trufas de temporada. Todo valía: unos ojos enrojecidos, una apatía perenne, una muñeca despeluchada y rota, el dolor de una barriga hambrienta, unos sabañones, agujeros en la suela de los zapatos, una grieta en el tejado por donde se colaba la lluvia, la nieve y el viento… Cosas sin importancia porque eran cotidianas, pero que hacían un buen caldo. Un caldo que se comía frío, como buena miseria, y no es que le reconstituyera mucho, pero sí era lo único que la alimentaba, y al fin y al cabo de lo que se trataba era de alimentarse, aunque fuera de triste hambre. Ella tenía claro que su vida siempre había sido cuestión de temporadas, como las trufas, solo que en esa ocasión, las características del entorno iban a facilitar caldo durante un periodo largo de tiempo, tanto, que cuando la encontraron encogida en su cama, convertida en envoltura y raspa, estaba toda ella rodeada de penurias en conserva, con las últimas sobras de lágrimas asentadas aún en el fondo de una vieja olla metálica.
Cuando solo se tiene miseria, no hay otra cosa a la que aferrarse. Dicen que el ser humano se acostumbra a cualquier situación, hasta a la penuria severa, pero todo tiene un límite. Frío y necesidad van de la mano de la tristeza, un cóctel maldito, bucle nefasto que se retroalimenta y que, de no suavizarse, solo puede ir a peor, hasta el peor de los desenlaces.
Un historia en la que la pesadumbre y las tribulaciones, inseparables una de otras, terminan por vencer, aunque resulta encomiable la resistencia de tu personaje, a la espera, tal vez, de que sus circunstancias mejoren, cosa que no sucede, de que un milagro la rescate. Pese a tanta inclemencia, pues no deja de ser la crónica de una agonía, hay belleza en la forma de contarlo.
Un abrazo y suerte, Ana
Muchas gracias, Ángel, siempre certero.
Un abrazo.