El legado del hombre muerto (Antonio Bolant)
Faltaba poco para cerrar y ella esperó pacientemente a que los últimos visitantes abandonaran los nichos cercanos para hablarle al suyo en voz baja.
—Sé que te imaginas lo difícil que me resultó sobrellevar los escrúpulos de nuestra gente, el rechazo que muchos mostraron cuando solicité la extracción post mortem tras tu accidente. ‘Déjale descansar en paz’, me repetían. Consiguieron que llegara a odiarme por ello. Entonces rebrotaban nuestras conversaciones, aquellos paseos donde charlábamos de cualquier cosa. ¿Te acuerdas? Me devolvían la fuerza al recordar tu forma de entender la vida, pero sobre todo de afrontar la muerte, que aceptabas como un polizón fraccionable, con una estoica naturalidad que no lograba asimilar.
Caía la tarde y con ella la temperatura. A pesar del frío, la mujer se desabrochó la chaqueta. Con una emoción apenas contenida, apartó el jarrón con flores que tapaba el apellido escrito en la lápida. Puso la mano sobre su abdomen y su voz empezó a temblar.
—Ahora lo comprendo, amor mío. Ahora entiendo que morimos por partes y que la última en hacerlo es nuestro legado. Mira, vengo acompañada. Hoy… hoy traigo en mi interior esa parte de ti que se quedó conmigo.