34. El nombre de la rusa
Era la primera vez que salía de San Vicente del Monte. Arrancaban los noventa y pensaba con la osadía de los dieciocho que ya era mayor. Mientras esperaba para embarcar la vi. Era una chica con el pelo recogido y apariencia frágil, que me miraba mientras ojeaba una revista. Se acercó con un paso elástico que parecía no necesitar del suelo. Con una sonrisa que podía derribar gobiernos me dijo, torturando las erres, que era rusa y que hacía ballet clásico. Su belleza cuestionaba principios y sometía voluntades; por ella habría asaltado el Palacio de Invierno y abrazado cualquier causa, aunque fuera justa. Le hablé de Tolstoi y de Pushkin; ella a mi de Tchaikosky y Stravinsky. Con un candor de Madonna de Chagall me dijo que su vuelo salía en diez minutos y me dio un beso eslavo que detuvo el tiempo en el aeropuerto y mantuvo a los aviones inmóviles en el aire unos segundos. Una voz despiadada anunció mi vuelo por megafonía y rompió el hechizo. Aturdido, la vi perderse entre la gente arrastrando su maleta. Lo que no supe, ni sabré nunca, fue su nombre.
La belleza suele ir unida a la felicidad y a veces es efímera. Un cuadro o una escultura siempre pueden volver a contemplarse, pero una persona que pasa por nuestra vida y causa una gran impresión es algo para recordar siempre, instantes detenidos que nunca se olvidarán, algo de lo que solo se es consciente después de suceder, cuando no volverá a repetirse.
El momento mágico del beso espontáneo de una hermosa desconocida puede ser uno de los motivos por los que merece existir, aunque no se conozca ni su nombre.
La historia de un momento intenso que no podría dejar a nadie indiferente.
Un saludo y suerte, Lucas