72. La Bahía de las Maravillas
Le decían Juan el tontito, pero nadie en el puerto tenía por novia a una sirena. Él la encontró gracias al resplandor de los pendientes que lo guiaron hasta los restos del naufragio donde estaba semienterrada bajo la arena. Preocupado por las intenciones de los pescadores, intentó remolcarla al océano; pero los crustáceos en el interior del cuerpo chasquearon las tenazas. Supuso que se quería quedar con él. Con delicadeza, terminó de retirar la arena para descubrir un dorso con una cresta dorada de la que se desprendían hebras rubias con cada uno de sus empellones. Mientras, ella cantaba con su lengua de cangrejo y expelía chorros de líquido de sus pulmones llenos de agua salada. Posesivo después del acto, no la iba a dejar a merced de los apetitos ajenos. Tomó los aretes como dote para los gastos de la boda; pero el cura utilizó el oro, de acuerdo a las costumbres del mar, para las exequias. A pesar del encierro acolchado en el que acabó por su amor, Juan podía contemplar, a través de una ventana enrejada, las flores amarillas que nacieron a los pies de la tumba del marinero ahogado.