81. Namibia, 1997.
El día anterior, cuando montó en el avión, las últimas palabras de su padre le resonaban en la cabeza: «¡Cronista de viajes! Jamás escuché papanatada mayor. Una fracasada, eso es lo que serás siempre».
Llegó a la residencia después del entierro, durante el que estrechó muchas manos de desconocidos acompañándola en un sentimiento que no conseguía encontrar. La directora, tras hacer notar lo mucho que lamentaba, además de la muerte de su padre, el conocerse en estas circunstancias, le alargó una carpeta de anillas con una foto de su infancia pegada en la portada. Recordaba ese día, su padre corriendo tras ella, sosteniéndola por la parte trasera de la bicicleta, mientras ella gritaba «no me sueltes, no me sueltes».
– La favorita de su padre era la de su viaje a Namibia con el National Geographic. Se la leía a cualquiera que se sentase junto a él en la galería.
Dentro, ordenadas por fecha, la última de cinco años atrás, las postales que envió mientras su madre todavía vivía. Junto a ellas, testigos de los te quiero que él nunca dijo y de los gestos que ella no supo interpretar, los recortes de todas sus crónicas en periódicos y revistas.
El orgullo, el condenado orgullo, solapa a veces al otro, al bueno, el que debe mostrarse a los cuatro vientos. Este padre tal vez lo que tenía era miedo a perder a su hija, que se marchaba tan lejos por motivo de trabajo, cosa que no supo expresar con sinceridad, sino con subterfugios que hacían parecer que despreciaba su profesión. Hay personas así, con grandes dificultades para traslucir sus sentimientos, que se guardan para sí, sin que aprovechen a nadie, pudiendo parecer, cuando no lo son, personas frías, y hasta hoscos, incapaces de querer.
Un relato que anima a pensar, una colección de «te quiero» que nunca se dijeron y unas crónicas en papel que enseñan que nunca debe dejar de decirse nada, porque es posible que no haya una segunda oportunidad. Hay un refrán que comienza diciendo que «nunca es tarde…», pero no puede ser cierto cuando el tiempo siempre está en continua escapada.
Un abrazo, Marian, suerte y recuerdos a David
Muchas gracias por tus palabras, Ángel. Un análisis muy acertado de la historia.
Espero que tú y los tuyos también os encontréis bien. Un abrazo!
Una bonita historia, Marian, muy bien contada y con un final que la llena de sentido. Mucha suerte.
Gracias, Alberto. 🙂
Un relato muy entrañable Marian.
Enhorabuena
Gracias!
A veces algunos padres nos ponemos una máscara de piedra para ocultar nuestra ternura. Pensamos que eso motivara a nuestros hijos, que les hara más fuerte. Es una estrategia que yo, desde luego, no comparto. A veces llega sola sin querer y es pasajera, pero otras nos posee, incluso contra nuestra voluntad, y agranda poco a poco nuestro orgullo. Aunque al final, como en tu cuento, casi siempre sale a flote, aunque sea tarde. Un precioso cuento Marian. Muchísima suerte!! Bsss!!!
Muchas gracias, Juancho. Se agradecen estas palabras, sobre todo viniendo de un grande los micros como tú :-).
Muy bonito, Marian. No fue capaz de decírselo en persona pero al final, a través de una carpeta de anillas, el mensaje llegó. Un abrazo y suerte.
Uf Marian, cuántas relaciones paterno filiales se verían reflejadas en tu relato. Quizá por el orgullo de unos y de otros, no sé, pero a veces no nos damos cuenta de lo fácil que sería decir a la otra persona lo que sentimos, sea bueno o malo. No olvidemos que tras la tormenta siempre llega la calma. Te deseo mucha suerte. Abrazos.