Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

99. Cajas que cuentan (Juana Mª Igarreta)

Bajo el cristal biselado de la mesita del salón, guarda Clara un nutrido número de cajitas que conforman un paisaje variopinto de recuerdos y emociones.
Abriendo el estuche nacarado rebosante de cromos multicolores, las manos infantiles de sus hijas, volteándolos incesantemente, surgen ante sus ojos.
Varias cajitas esconden conchas y caracolas de diferentes playas. Saben a sol con sal. Saben de mar y amor.
En el joyero duermen dos anillos. El de plata se lo regaló su primer novio al cumplir ella los quince. Se le quedó pequeño muy pronto al comprobar que el amor todavía le venía grande. Pero Clara aún se estremece recordando aquellos tímidos besos recién estrenados. El de oro es la alianza de casada de su madre. Su padre, al que Clara no conoció, llevaba puesta la suya la tarde que se marchó.
Un cofre de alabastro ha venido a engrosar la colección de Clara. En su interior brilla una llave de latón, pero el baúl que abre quedó arrumbado en el desván de la vieja casa materna, ahora propiedad de un conocido escritor. Su novela “Amor prohibido” hará las delicias de Clara, ajena a la fuente que la inspiró.

98. Intentos de ser un hombrecito (Montesinadas)

La primera vez que escuché aquella frase me costó mucho entender lo que quería decir, pero con la bofetada que vino a continuación me quedó muy claro. Es algo que aprendes rápido, las hostias a tiempo infunden sabiduría y en un santiamén descubres misterios que llevabas mucho tiempo intentando descifrar.

Me la repitieron mis abuelos, mis tíos, los maestros…, la frase y las hostias, una buena colección de golpes que me ayudó a madurar. Mi hermano mayor aseguraba que también era imprescindible tener uso de razón si quería llegar a silbar como él. Tener uso de razón y silbar eran dos pilares básicos para ser un hombre. A eso le sumé decir palabrotas, especialmente hijo de puta, que repetía mi madre y cada vez que lo soltaba, cualquiera que estuviera cerca me arreaba un buen tortazo en la boca, y luego vino lo del chantaje, es decir, guardar un secreto. Para entender esto, además del revés en la mejilla, mi padre me daba un montón de caramelos. Eso sucedía una vez a la semana, siempre que lo acompañaba a buscar trabajo y se pasaba la mañana en casa de la vecina. Y así, cada viernes, yo crecía un poco más.

97. 12 de abril de 2020 (Josep Maria Arnau)

Como cada mañana, he sacado las hojas del cajón. Todas en blanco, ni siquiera una fecha las marca. Llevo tiempo coleccionándolas por su gran valor. Símbolos de mi fracaso y mi esperanza. Mientras las contemplaba, he visto mis dos almas. El latido vehemente que pugna por manifestarse y la coraza impenetrable del miedo a la nada. Siempre he sabido que cada hoja guarda una historia secreta. Hoy, por fin, he descubierto la primera. Ya voy ganando.

96. LA CARTA INFINITA (Javier Puchades)

Querida mía, tan solo puedo respirar cuando te escribo.

Otra tarde, entro en el café. Me dirijo al fondo, donde los espejos que decoran las paredes juegan al escondite con nuestros recuerdos. Sobre el frío mármol coloco el papel y la estilográfica que tú me regalaste.

Sin mirarla sé que la camarera me observa. Entonces, se desabrocha un botón más de la blusa. Espera a que levante la vista y le lance una sonrisa para poner en marcha la cafetera.

Desde mi posición oteo la mesa donde nuestras manos llenaban nuestros silencios. La pasión no necesitaba palabras, solo miradas.

El repiqueteo de las fichas de dominó altera mis pensamientos y, en ocasiones, emborrona estas caricias escritas para ti. De vez en cuando, el eco de alguna risa me desordena el corazón, como si escuchase la tuya. Vigilo la puerta, por si se produce el milagro y apareces. De nuevo, esperando tu regreso, dejo enfriar el café. Tal vez, en algún momento logre que el amargo sabor de tu ausencia deje de ahogarme el alma.

Doblo la cuartilla y la introduzco en un sobre, que guardo en mi cartera junto a los otros que te escribí. Sin destinatario. Sin remitente.

 

95. Cuando no se tiene imaginación

Ya no sé dónde meter tantos cachivaches. Las estanterías han empezado a ceder. Y no me quedan cajas de zapatos vacías en las que guardar fotografías en blanco y negro o sepia, también en color, pero sin mucha definición. Son retales de otras vidas, colección de historias que no me pertenecen. Las malas lenguas, esas que creen que también estoy sorda, opinan que padezco el Síndrome de Diógenes. Paseo por mercadillos y ferias de aquí y de allí. No es premeditado. Observo cada uno de esos objetos y, cuando siento esa punzada, como un calambre, no me lo pienso y los compro. Ni siquiera regateo. Pero yo todo esto lo utilizo, no son trastos inútiles. Lo mismo soy una joven de principios del siglo XIX que despide a su marinero, mientras seca sus lágrimas con un pañuelo bordado, que un viejo cascarrabias que fuma en pipa; o una prostituta a la que le gusta tomar el té, siempre puntual, en una diminuta y cursi tacita de porcelana. A veces, solo a veces, me gustaría dejar de coleccionar vidas ajenas. Pero entonces, ¿qué contaría tecleando en esta vieja Olivetti?

94. En tierras de Escocia (E. Cuesta)

Kenneth caminaba despacio por los largos y oscuros pasillos porque el retumbar de cada paso lo atemorizaba. El castillo, que hacía poco tiempo había heredado por sorpresa, seguía produciéndole angustia; los criados eran pocos y callados, como se esperaba de ellos, y le sobresaltaban cuando se topaban de improviso. Sobrevenía el atardecer cuando le pareció distinguir una especie de neblina agazapada en una esquina. Se infundió de valor por primera vez para encararla. Resultó ser el espíritu de un antiguo familiar, encantado de darse a conocer ya que, en su opinión, su historia era muy interesante. No era el único, le explicó; en general procuraban ser muy respetuosos y no molestar. Kenneth acarició la idea de tener una compañía así, silente o habladora según quisiera, a la vez que barata. Una vez recopilada la lista de sus ancestros, fue llamándolos uno a uno, llegando a congregar a sesenta y tres antepasados, incluyendo algunas esposas y amantes.

Por la noche en el pub, con una pinta en la mano y otra en el estómago, los lugareños coinciden con los sirvientes en la bonita colección del dueño del lugar.

93. Parábola del Confinamiento

Parábola del Confinamiento

Érase una vez un montón de Besos y Abrazos enjaulados bajo el candado del Miedo. Un único Corazón palpitaba ansioso por salir de allí mientras coleccionaba Aplausos día tras día; intentaban evitar esos picos de Desesperanza que amenazaban con dejarlos encerrados para siempre en aquella Oscuridad…Y llegó por fin el Amanecer, nada era igual…..los pálidos Abrazos y Besos rehuían angustiados del Sol.

Al doblar la esquina descansando del peso del Tiempo, se hallaba la Vejez contando al Viento estas palabras:

“Hubo un tiempo en que un sólo Pulmón sufría inexorable por escapar de la sala de Muerte; la salida sólo era una, la Vida. Todos los Besos y Abrazos respirando un aura de Solidaridad y Amor  consiguieron traspasar esa puerta.

La guadaña nos hace a todos iguales se decía ….sin embargo, la Igualdad había cambiado de parecer, estaba harta de aparecer sólo de noche y decidió instalarse en el día, ¿Cuánto tiempo tardará la Torpeza en adueñarse de nuevo de todos?”

Aunque había dos caminos, fatalmente en uno de ellos apareció la roca inmensa del Olvido y allí fueron a tropezar todos en tropel.

Otra vez la Historia pedaleaba en la rueda de hámster de la Vida coleccionando errores.

92. Recolección

A estas horas, en las regiones de medio mundo, se está clareando el silencio de las calles. Hay un cineasta afeitándose frente al espejo; es el mismo hombre en todas partes. Paralizado ante un desierto de asfalto, ha sido encontrado por una niña que le toma de la mano, como si el adulto supiera qué hacer; en realidad, es él quien levanta los hombros, asustado. A cada prójimo sacrificado, a cada desconsolada súplica y a cada aliento recobrado, una lágrima brota de los párvulos ojos. Una tras otra, su ofrenda ha obrado un pequeño charco. Vida presente, se aúna con las primeras posiciones en el recorrido de la existencia pasada, golpea, al todavía chico, con el codo y le larga: «No imaginas las andanzas que te aguardan. Ni en mil años serías capaz de adivinarlas». Ondulan las palabras, al pulso del carcajeo, mientras salta al lugar que ahora ocupa. Y, deteniendo su mirar sobre los charcos atesorados, como testimonio a una memoria que pudo haber sido ficción, agita la cabeza a ambos lados, susurrando como para sí: «Ni en mil años, ni en mil años».

91. Balidos (Concha García Ros)

Ahí viene la primera, con vestido de tul rosa y gorrita morada de terciopelo. Se muestra segura en la pasarela, con paso firme y mirada altanera. Tengo los ojos como platos.

La segunda le sigue con una imagen totalmente distinta, cuero negro ajustado y coletas con enormes lazos blancos. Le van bien con el pelo, pienso.

La tercera lleva un vestido floral, muy bucólico. Más apropiado que el de sus compañeras. Los párpados siguen sin pesar.

Y van pasando, una y otra, así hasta perder la cuenta. Pero yo sigo despierta.

Estos desfiles se repiten día tras día. He de reconocer que siempre me ha gustado la moda, pero lo de coleccionar noches de insomnio lo llevo fatal.

90. Piedras (Marta Navarro)

Caminaba por el bosque con las manos repletas de piedras: densas, opacas, rocosas… Las elegía con pericia: firmes, macizas, rugosas… Las libraba en un suspiro del polvo de los siglos y el olvido y, a los pies del viejo sauce donde cada tarde, al borde mismo del río, recostaba indolente su cuerpo fatigado tras la caminata, las apilaba con mimo: plomizas, compactas, terrosas… Extraña colección que desde hacía días aumentaba en secreto en una irracional pulsión que no lograba detener.
⸺¡Ven…!, una voz entre las aguas la llamó de pronto.
⸺¡No!, −musitó la mujer con desaliento− ¡no, no, no!, repitió sacudiendo la cabeza.
Los fantasmas la acosaban, la ahogaba la rutina, su propia mente conspiraba contra ella.
⸺Ve…, nada temas…, descansa…, la animaba el rumor del viento a cada ráfaga.
Una lágrima solitaria rodó al fin −triste señal de rendición− por su mejilla. Guardó en los bolsillos del abrigo las piedras que aún tenía entre las manos y dejó de resistirse.
«Pasaré como una nube entre las olas», murmuró Virginia al adentrarse poco a poco, un paso tras otro, en las hipnóticas aguas del río. Su alma desnuda atisbaba el infinito. Su cuerpo de mujer se desvanecía.

89. TERAPIA

La primera vez no fue planeado. Iba arrastrándose a comprar el pan y se metió sin pensar en el estudio de tatuajes. Se llevó puesta una estrella en el anverso de la muñeca y una sensación de cambio de suerte. Después de esa primera vez vinieron otras: una luna, un sol, más estrellas…siempre pequeñitos, para que él no los viera. Con su colección de talismanes se sentía más fuerte y le costaba menos aguantar las discusiones y los “hoy no sales con tus amigas”, “quién te crees que eres para hablarme así” o “cámbiate de ropa que así no vas a ninguna parte”. Un día se tatuó unas alas de hada bien grandes en la espalda y soñó con el cielo infinito. Cuando su padre se levantó al día siguiente, ella ya no estaba. Entonces él vio sobre la mesa el dibujo de una jaula vacía con la puerta abierta y se echó a llorar. Se le había hecho tarde. Muy tarde.

88. Carpeta 7. Archivo personal. (David Fernández)

Levanta la sábana de plata para ver la cara amoratada a otra chiquilla. A esta, le han encontrado todavía con el cuerpo caliente a un lado de la carretera al pantano. Cuando la depositaron en el anatómico forense le declararon que hicieron lo imposible para reanimarla. Solo, en la sala de autopsias, es consciente de lo inútil del gesto.

Cada vez más jóvenes, reflexiona mientras sujeta el bisturí repasando las huellas en la piel. Ya han pasado catorce por sus manos, veinte desaparecidas en siete años. Al principio se apresuraba, rellenaba su informe y se emborrachaba de vuelta a casa. Ahora mantiene las apariencias. Siente calor al manejar el instrumental y jadea detrás de la mascarilla cuando les retira la ropa. Seguía viva cuando la depositaron en el arcén. Su sexo acusa el golpe. Boquea. Apenas puede contener la erección. Siempre le dicen lo mismo, un animal, un iletrado analfabeto que devora a púberes. Antes sentía repugnancia. Ahora codicia que le llame el juez de turno. Contesta con voz afectada, ha depurado la pose. Guarda tres fotos para él, la espalda, el pecho y las plantas de los pies. Ahí es donde el asesino las marca. Para disfrute de ambos.

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