Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

87. Sombras del pasado (relato fuera de concurso)

Aquel agosto murió huérfano de golondrinas y de amores pasajeros. Encerrado en el desván quemé mis naves. La vieja Underwood escupía sobre el papel blanco una caravana de letras que avanzaban como hormigas en busca de alimento. Solo salía por las noches para coger aire; y para ir al cine de verano que montaban unos mercachifles ambulantes acampados en la alameda. Había que llevar la silla y al terminar la película, dos niñas con coletas y churretes en la cara, pasaban sus sombreros de fieltro para recoger unas monedas. Me gustaba llegar pronto, mientras montaban el proyector y tensaban la tela entre dos árboles robustos. Veía sus sombras al trasluz. Iban de un lado a otro, a veces discutían. Agitaban las manos con la misma vehemencia de mi madre no hace tanto, cuando venteaba mis sábanas al frescor de la mañana. Cuando sacudía su índice acusica contra mí en medio del tendal, para recordarme que los trapos sucios se lavaban en casa. Pero no podía evitarlo, ni siquiera después de que desapareciera mi padre. También pesaba demasiado aquella omertá de miradas huidizas, de silencios forzados. Solo la verdad, escrita entonces en aquellas cuartillas clandestinas, contuvo mis esfínteres.

86. Entre sábanas

A mamá no le gusta que los vecinos la miren; por eso, cuando me tiene que reñir, me lleva detrás de las sábanas que hay colgadas en el jardín. Yo creo que es una tontería porque, aunque no la vean, sí escuchan sus gritos. Lo sé porque los días que me toca regañina, María, la lechera, me da un dulce cuando nos trae la leche.

Si las sábanas están secas, me las hace colgar igualmente antes de reñirme; si llueve, no las descuelga, por si se enfada más tarde. Una vez las escondí debajo de mi colchón y, cuando madre me arrastró al jardín, allí estaban preparadas.

Pero hace una semana pasó algo extraño. Aquel día no fui yo, sino papá, al que madre reñía. Gritaba muchísimo. Padre desapareció aquella noche, y no ha vuelto a casa. Cuando mamá me lleva al pueblo, los vecinos cuchichean. Hablan de papá y de “líos de sábanas”. Eso haré yo. La próxima vez que me riña, me haré un lío con la sábana y desapareceré, como hizo él. Ya no quiero más broncas. Estoy cansado. Además, María, que se habrá asustado por los gritos, hace una semana que no viene a traerme dulces.

85. La vida en lino y algodón

Tras las sábanas tendidas al sol, se dibujaba la ira de mi madre, mientras Manuela asistía divertida a la consecuencia de nuestras escapadas. Yo mantenía estoicamente el tipo, sabiéndola escondida, encaramada a nuestro árbol; y dejaba resbalar impertérrito los castigos, pues su compañía salvaje y vital me compensaba de cualquier cosa.
Delante de los mismos lienzos blancos, prendidos sobre los cordeles que ataron nuestros anhelos, se estamparon las sombras chinescas de nuestros primeros besos de juventud. Una promesa de amor eterno grabada en sus ojos y en el tronco donde ya dormían nuestros juegos.
Solo cuando alcancé a rozar sus sueños, sobre el hilo níveo de nuestra cama, supe lo que era sentir su alma para siempre. Y nuestros cuerpos se fundieron mil veces en esa verdad a gritos. Y el tiempo nos rindió a la madurez.
Nadie está preparado. Nunca. La muerte dejó caer la losa frente a mis pies y el velo de la noche más cruel tapó su rostro con aquella sábana helada. Solo ha quedado mi fantasma. Y mi hija. Y la ausencia de reprimendas de una madre, que hoy vuelven a mi memoria.

84. Vuela (Juan Antonio Vázquez)

Los veranos en el pueblo eran aburridos. A aquella montaña donde mis abuelos tenían su masía –apartada de todo– deberían haberla llamado Tedio. Mi madre se esforzaba en complacer nuestros ratos de asueto entre idas y venidas y cada tarde, aprovechando que el sol desfallecía hacia el horizonte por detrás del campanario abandonado arrojando su luz a nuestra espalda, tendía una sábana e improvisaba un teatro. Allí dejábamos de ser nosotros y nos transformábamos en sombras: la de un príncipe, un monstruo, la de un mosquetero despistado… Recuerdo un día que mi hermano irrumpió en nuestro juego representando una horda de vikingos que arrasaron la campiña donde nuestra hermana y yo simulábamos ser expedicionarios en busca del Dorado. De nada sirvió gritar. Huimos despavoridos colina abajo entretanto aquellos bárbaros marchaban destruyendo chozas imaginarias que momentos antes no estaban jactándose de avanzar a tierra quemada. El disgusto y la preocupación de mis padres cuando cayó la noche y no nos encontraban contrastaba con el semblante risueño de mi yaya: que sonreía y esperaba. Al día siguiente, mientras todo el vecindario buscaba, alzó sus temblorosas manos arrugadas hacia el embozo y proyectando una maravillosa águila chinesca nos trajo de vuelta a casa.

83. Corsarios de papel (Anna López Artiaga / Relatos de arena)

No conocíamos el mar.

Pero cuando el viento inflaba las velas del bajel, levábamos anclas y navegábamos rumbo al horizonte. Si tú gritabas “al abordaje”, yo blandía una espada con alma de cartón, dispuesto a seguirte. Y al final de la tarde, cuando la colada estaba seca, arriábamos la mayor y fondeábamos en la bahía de nuestros sueños.

Los días de lluvia, corríamos por las playas de una isla desierta, enterrando besos como tesoros. Trazábamos el mapa de nuestras pieles con caricias inventadas y jurábamos con sangre no revelar el secreto.

No conocíamos el mar.

Ni sabíamos que existían amores prohibidos.

Hasta que una mañana, el viento sopló del este. Los ingleses subieron a bordo, ebrios de razones. Reían y bebían mientras nos empujaban a caminar por la tabla. Tú te volviste a mirarme. Yo cerré los ojos mientras saltabas. Cuando llegó mi turno, sentí los corales afilados mordiendo mi pierna.

Solo y herido, regresé a tierra arrastrándome. No pude explicar lo ocurrido. Juegos de niños, dijeron. Y tendieron un silencio blanco de sábanas.

Aún no conozco el mar. Pero continuaré izando esa bandera, surcaré sueños en tu nombre y el chasquido de mi pierna gritará: “¡Barco a la vista!”.

82. Infancia (Mar González)

Lo mejor del pueblo era el tío Mariano. Aunque nadie me creyera, era mi tío favorito. Al verano siguiente yo ya sería mayor y dejamos de jugar, pero juntos vivimos días mágicos. 

Desde muy niño jugaba con él en el desván entre cacharros viejos, maletas desgastadas y arañas. Nunca me dio miedo, pero mi madre nos pilló y me prohibió volver a subir. Yo le dije que solo jugábamos y contábamos historias, pero no me creyó.

Entonces descubrí el jardín, la huerta, el camino hasta el río… y el tío Mariano me enseñó a cazar lagartijas, buscar caracoles… Y aprendí que no debía contárselo a los mayores.

En casa nadie le nombraba sin santiguarse. Una pena lo de aquellas fiebres siendo tan pequeño e inocente, decía siempre mamá y volvía a santiguarse.

Yo no lo entendía. Yo también he tenido fiebre y nadie lo recordaba todo el tiempo. Pero lo que peor me sentaba es que solo me castigasen a mi. Si rompíamos algo, cuando nos caímos al río… Siempre, menos cuando manchamos las sábanas tendidas al sol. Entonces fue la abuela la que riñó al tío Mariano. Pero, una vez más, nadie me creyó. 

81. Dobleces del destino

A los pocos días de nacer lo envolvieron en una sábana perfumada de lavanda, antes de mostrarlo como un trofeo. Primero llegó Rosa. Auguró que a un chiquillo tan bien puesto, las muchachas de su añada en un tiempo se lo rifarían. Las demás vecinas lo mantearon entre risotadas húmedas y agasajos. Llegó del campo el padre del crío, las liebres a rastras, preñadas de perdigones. Las mujeres se asustaron, les dio apuro. Estrella, la última en hacerle carantoñas, se dejó caer la criatura de las manos. Rodó blando, peonza borracha. Hasta llegar a un canto del camino. El golpe seco de la cabeza en la piedra hizo cesar el canturreo del arroyo. El silencio se oyó bien lejos. De pronto el niño, como si nada, esbozó una mueca bobalicona, que les trajo a todos alivio. El nene creció orondo, rosado. Pero de mayor, sentado para siempre en el poyo de la casa, carecía de quehaceres y solo, con gesto babieca, seguía en su mirada de niño grande a las chicas que pasaban por su lado. No le devolvieron nunca las ojeadas de deseo ni se pelearon jamás entre ellas por arrancarle la ropa del cuerpo.

80. Acuerdo fraternal

Manu me dice que tengo que eliminar el origen de mis miedos. Mudó su consulta, ¿sabes? Gana mucho dinero, pero a mí no me cobra.

Era tu favorito, digas lo que digas. Con la excusa de sus malas notas siempre estabas con él y a mí me ignorabas. Lo obligaste a dejar el fútbol, para que estudiara. Yo seguí, pero ni caso, nunca viste un partido ni me preguntaste cómo me había ido. Siempre Manu, siempre con el dedo arriba, echándole el discurso.

¿Recuerdas la exposición? Yo representaba al colegio, estaba orgulloso, pero no fuiste. Ni miraste cuando te llevé los dibujos para elegir cuáles exponer. Dejaste de tender la ropa para decirle a Manu no sé qué. Manu siempre. A mí no me pegabas, como a él, y eso me hacía daño.

Cómo son las cosas: tres años llevo ya en esta parroquia y no has dejado de venir a verme. Sin embargo, a él ni una visita. Estoy hablando mucho, son los nervios. Hoy, por fin, voy a hacer lo que siempre me dice Manu. Antes te voy a dar la absolución.

79. El intruso

—¡Ya te he dicho mil veces que no te queremos aquí!

—¿Por qué, señora? Sabe que puedo ser su hijo. Su nuevo hijo.

—Mi hijo murió. ¡Vete!

—Como quiera, señora, me iré. ¿Dónde le dejo los zapatos? Su esposo los acaba de ver y viene hacia aquí… corriendo. Creo que él se los regaló para su cumpleaños. El último que celebró con ustedes.

—Calla, engendro… ¡Y vete de aquí! ¡Déjanos en paz!

—Los llevaba puestos el día que desapareció. Pero no aparecieron cuando se encontró el cadáver, ¿cierto? ¿O quizás me equivoco, señora? ¡Ah, ya está aquí! Buenas tardes, papá.

78. Anita (Alberto Jesús Vargas)

Mamá lo era todo para mí. Yo, sin embargo, desaparecí para ella la tarde en que Anita no supo nadar en el río. Con una obstinación ciega, mamá se empeñó en negar que mi hermana ya no volvería. Mantenía su cuarto como cuando estaba, con su ropa en el armario y sus muñecas sentadas con los bracitos abiertos esperando ternuras y custodiando la cama que mamá destapaba inútilmente cada noche para volver a cubrir al día siguiente con manos generosas en caricias.  Nunca faltaban prendas de Anita en la colada puesta a secar al sol, por eso, una mañana quise ser mi hermana y tomé del cordel uno de sus vestidos. Cuando me presenté ante mamá con él puesto, recibí un inmediato e inapelable “quítate eso” junto con el reproche de su dedo acusador y acto seguido, sin darme tiempo a obedecerla, rompió a llorar por primera vez con una amargura infinita y me abrazó haciéndome sentir que volvía a existir para ella. Fue entonces cuando empezó a asumir la muerte de Anita y quizás también el momento en que yo descubrí mi vocación por el transformismo y este afán por ser reconocido y aceptado a través de él.

77. UN DÍA, CLARO.

El cielo amanece azul. En esta tierra no se prodigan los días despejados y hay que aprovechar.

A primera hora lavas. Luego tiendes en las cuerdas, sobre la hierba, en los arbustos, en las ramas de los árboles. En cualquier lugar hasta que todo es un mar blanco.

Creo que así llevo dos mil generaciones.

¡Ay! Es como si escuchara ahora a mi padre: «Para nosotros una decisión así no es para una vida sino para la eternidad». Pero el amor no tiene pasado, por eso los enamorados almacenan esperanza. Cada instante carece de tiempo.

¡Qué feliz recuerdo es el momento en que el barquero se convirtió en mi esposo!

Ahora contemplo los lienzos blancos agitados por la brisa y no entiendo cómo pasaron de cobijar la intimidad de los amantes a convertirse en mortajas que ahogan las sombras. Es triste.

Ya viene. Agotado de bogar en el Estigio regresa mi compañero, aquel que fue mi vida, mi pasión.

Todos los días me trae los sudarios que le dejan los clientes y una bolsa de monedas que aquí sirven para poco. Entonces el rey cuenta los paños limpios, los almacena y queda satisfecho.

No puedo más.

-¡Caronte, tenemos que hablar!

76. JUEGOS

 

Cuando  el llanto del bebé rasga su sueño, María desabrocha  el camisón y sus  doloridos pechos amamantan al recién nacido, ahora silencioso. Siente  las risas apagadas de los otros, jugando desde el alba por la casa. Las gemelas cuchichean escondidas  en el armario del rellano y el vaivén del  balancín sobre las tablas, delata a Luisito, refugiado como siempre en la buhardilla. Sonidos que se apagan al sentir sus pasos acercándose y saberse descubiertos.

¡Os encontraré! Grita divertida entre sus ires y venires, al compás de la nana que tararea sin descanso mientras limpia habitaciones cuajadas de juguetes esparcidos, prepara leche con galletas y  tiende la ropita de sus hijos,  primorosamente lavada.

Después, pegada al cristal, descubre a Sebas, el mayor,  una eterna sombra bordada con hilo negro en la sábana en la que la vieja partera le envolvió sollozando  “Se nos ha ido”.

Y mira  hipnotizada  aquel tendal, el maldito algodón blanco en  el que la vida y la muerte se enredaron tantas veces, en el que quedaron su cordura y sus entrañas rotas, en el que viven  sus hijos no engendrados, los engendrados no nacidos, los nacidos muertos.

Acaba el juego… ha localizado a sus cinco hijos.

 

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