Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
días
1
9
horas
2
2
minutos
5
7
Segundos
5
4
Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

2. LA ESTRATEGIA (María José Viz)

La corta vida de Elena era una carrera de obstáculos. Sus compañeros utilizaban estratagemas rastreras para conseguir que se fijasen en ellos. Y eso la sacaba de quicio. Aceptó, a regañadientes, los consejos de Jorge para que en la próxima rueda de reconocimiento, la del domingo, pudiese dar lástima a alguno de los matrimonios babosos y desesperados que asistiesen.

Jorge era un año menor que ella, pero era mucho más astuto. Procedía de una familia desestructurada (como se dice ahora), igual que todos los que malvivían allí. Era manipulador de sentimientos y lograba, poniendo unas caras de pena muy estudiadas, recibir más trozos de pan y sonrisas compasivas de las cuidadoras.

Ante el espejo y con Jorge al lado, Elena ensayó muchas veces la cara de pena que iba a conseguirle unos padres. Se aproximaba el domingo. Ya no faltaba nada para demostrar sus dotes de actriz.

Cuando aquella pareja, de sonrisa boba, se acercó a ella, Elena prorrumpió en una carcajada estrepitosa. Tras el desconcierto inicial, el hombre y la mujer también se rieron y lo continuaron haciendo al introducirse los tres en el coche.

1. Vínculo (Jesús Garabato)

Atraídos por el gentío, nos detuvimos  ante el espectáculo callejero. El patetismo de los supuestos artistas nos hizo sonreír. Un vieja obesa y un más que acabado saltimbanqui trataban de ejecutar, esperpénticos, algunas piruetas. Reímos, ya burlones. Otro, sobre la arcaica musiquilla  que  salía de un radiocasete, tarareaba desafinado.  A su lado, los ojos aparentemente  ciegos de una chica mal vestida reflejaban, magnificándolos, aquellos afanosos torbellinos.  Con su hermosa voz realzaba  la cantinela. Parecía feliz sosteniendo el plato. Fue fácil arrebatárselo, derribándola  de un empujón. Nosotros sí que somos unos verdaderos artistas: conseguimos que recobrara la vista y que, además, enmudeciese.

 

110. Sirena

Se asomaba al balcón cada día, a mediodía florido de sol y viento de azahar, molido por las mismas olas que lo vieron marchar la noche anterior. Y a cada mediodía soleado de flores, ella lo sacaba de su mar, cristalino azul en el ojo izquierdo y, exactamente al otro lado, su eterno reflejo, el de ella y el mar en el vidrio cansado del marinero, apoyado en la barra del bar.
Y luego él la acompañaba a su casa, como eterna parte de un cortejo incompleto. «Tú siempre serás mi mejor captura», solía decirle a la lápida con la cola de sirena tallada en el mármol de hielo.

109. LA MITOLOGÍA EN LUCHA (M.Carme Marí)

Los libreros y las editoriales se han posicionado al lado de las sirenas. Quieren evitar pérdidas cuantiosas, puesto que de no ser atendidas sus peticiones están decididas a desaparecer de los libros. El gremio confía en no tener que retirar centenares de ejemplares para su reimpresión, como sería el caso de La Odisea, modificando el Canto XII donde intentan seducir al héroe atado al mástil de la nave, o de algunos cuentos infantiles más recientes.

En su última manifestación fueron apoyadas por muchas humanas que colgaron colas de pez en los balcones en solidaridad con su lucha. En los parlamentos finales repitieron incansables sus reclamaciones: “Si pudimos pasar de criaturas aladas, volando por los cielos, a seres con cola de pez, danzando en el mar, ¿por qué no se nos permite también movernos por tierra?” Voces hasta ahora silenciadas reivindican poder mutar a minotauras, centauras o faunas, si así lo desean. La primera ‘sirena-trans’ que ha hecho pública su voluntad se queja de los estereotipos: «Con lo liberales que eran Zeus y todos los dioses, no entendemos estas restricciones hoy en día».

108. Bailando bajo el agua

Los escenarios de medio mundo vibraban ya con su danza cuando apenas tenía doce años. Era toda su vida. Sin embargo, la madre cerró los ojos una mañana de resaca en aquella maldita curva que recorre el acantilado y su ilusión se reventó contra las rocas. El mundo comenzó a girar, al contrario.

Bajaron a la playa. Habían desaparecido los castillos levantados en la arena y la luna extendía sus brazos magnéticos sobre el agua. Se acercaron a la orilla. Las olas jugaban a deshacer guijarros y esperanzas con su burla eterna de querencias y desprecios. Las ruedas de la silla dibujaron dos profundas heridas en la arena, dos cicatrices inseparables buscando el horizonte. El agua cubrió entonces las piernas tullidas de Parténope.

─Madre, ¿las sirenas tienen alma?

La madre contestó con un suspiro. La luna, las olas, el horizonte, la silla buscando el infinito.

─Madre, ¿tendremos escamas?

─Tal vez, cariño, y podremos seguir bailando trescientos años antes de convertirnos en espuma.

107. Ultramarinos

María Micaela Mansuelli aprendió a volar. Desde que empezó a trabajar en casa de los Bonavides, tenía su habitación terminada antes de que despuntara el alba. Después recogía las alfombras del salón de fumar, las de la biblioteca, las del comedor de los señores, las más pequeñas, y las sacudía, una a una, colgadas del barandal de forja del balcón de calle. Subía y bajaba el sacudidor de mimbre con un aleteo armónico, cada vez más rápido. Primero con la derecha; luego con la izquierda. Batía los brazos con la cadencia del oleaje contra la rocalla, con la fuerza que desata la tempestad, con la rabia que provoca la ausencia. Y se elevaba. Por encima de pueblos y ciudades, de bosques y selvas, de picos y cordilleras. Por encima del mar. Hasta alcanzar lugares comunes de otro tiempo, calles que corría cuando niña, no hacía tanto. La casa de su madre, la habitación del fondo en la que durmió un día; en la que esperaba el pequeño Néstor, cada noche, el aliento cálido que terminara de arroparle. Con la última mota de polvo plegaba sus alas y devolvía las alfombras a su sitio, mientras velaba el sueño de su niño.

106. La paloma, la sirena y el topito (Mel)

A la señora del quinto le llaman Paloma. Dicen que solo compra alpiste y que siempre está en su balcón espiando. Se entera de todo, y eso que es vieja y no oirá ni verá mucho desde tan arriba. Después esparce su mierda de cotilleos entre los vecinos.

A la chica del cuarto unos le llaman sirena aunque no sé por qué, yo he visto que tiene unas piernas muy largas. Otros, y otras, le dicen puta. Creo que es por envidia, porque es guapa y eso.

Es raro pero se han hecho amigas. Se han ido a vivir juntas al quinto y alquilan el otro por horas, será para que la gente eche la siesta. Mamá dice que eso se llama pobreza. Pero no creo porque me pagan un euro por repartir  propaganda del alquiler ese, y cinco eurazos cuando me mandan a casa de algún vecino con un sobre de fotos. Igual están intentando montar una tienda de fotos, ya he dicho que ella es muy guapa y la vieja muy lista. Mamá dice que a nosotros también nos viene bien que yo trabaje.

105. Lucas: Capítulo 15, versículos 11 al 32.

Lucaaaaaas, a cenar”. Casi puede oírla. Le gusta recordar su voz así. La voz de cuando ella era su madre y él un niño de ocho años que jugaba en ese jardín. ¿Qué le dirá? Quizá un “¿Por qué, Lucas?” Quiere pensar que abrirá la puerta y le dejará entrar. Aunque hayan pasado treinta años. Mira hacia arriba, esperando verla salir por esa ventana por la que siempre asomaba para despedirlo, cuando iba al colegio. La ventana de la foto. El cristal de la puerta le devuelve su reflejo. El tipo que lo mira es un fantasma que nunca tuvo ocho años. Timbra. En cuanto se abre la puerta, la boca se le llena de silencio. Solo se miran unos segundos. Es ella. Y no lo es. Es lo que su ausencia ha hecho de ella. Y no lo reconoce. Porque él ya no es Lucas. Es un reflejo en el cristal. Le dice eso de “No damos limosnas”. Así que él da media vuelta y deja atrás todo. El Lucas que fue. La ventana. La foto sobre la chimenea. Su madre. Esa que, sin llorar, aprieta los puños y murmura con voz inaudible “tu padre murió en 2006”

104. Se nos va la chica (Jerónimo Hernández de Castro)

Está muy rarita. No tengo ninguna queja de su trabajo aunque cada vez la entiendo menos. Sigue limpiando de manera implecable pero su vestidos elegantes bajo la bata de trabajo, su pelo arreglado y el collar de perlas, de bisutería barata pero de perlas, que exhibe de un tiempo a esta parte me dan qué pensar.

Y hacia nosotros… Solo puede tener aprecio y agradecimiento. Es una más de la familia, pieza indispensable de esta casa, nos tutea, jamás le ha faltado un regalo el día de su cumpleaños y yo misma he comido cientos de veces con ella en la cocina.

Ahora cuando sale al balcón parece una reina que saluda a la multitud, majestuosa detrás de un repostero, con la escoba apoyada en la barandilla.

103. Para no olvidarla.

Con el estómago vacío y cansado me senté en un banco. Como distracción juego siempre a mirar por el objetivo de la cámara. Una tontería, lo sé, pero nunca se sabe dónde y cuándo puede aparecer ese instante único a inmortalizar. Y ocurrió, vi el tapiz y me detuve en él. Eran hermosos y brillantes sus colores. Plateados, turquesas y verdes-azulados viraban al antojo de la luz, deslumbraban. De repente, se abrió aquel ventanal y del oscuro abismo emergió ella, sofocada. Ensombreció el tapiz. Boquiabierto, y ya sin mirar siquiera por el objetivo, se me disparó la cámara, todo. Ella me miró y sonrió, no hizo falta más, ni que cantara.

Torpemente guardo la fotografía en el bolsillo de la americana. En aquel banco, como todas las tardes, se lo cuento nuevamente. Ya mi sirena no sabe llegar sola a puerto, sus recuerdos se ahogaron hace tiempo. La levanto cuidadosamente, tampoco ando yo ágil, y nos vamos a casa. La foto es vieja, en blanco y negro, pero sus vivos colores los tengo grabados en la retina y en mi memoria. Es nuestra historia y por eso todos los días se la cuento, para no olvidarla me la cuento.

102. Sin ataduras (Esther Cuesta)

Me despedí en el rellano y al llegar al portal, ya la añoraba. Apenas había caminado unos pasos cuando giré la vista hacia su ventana y allí estaba, maravillosa sorpresa, cual ninfa seductora, despidiéndome con un pañuelo. Por un instante, deseé colocar el lienzo en mis ojos y evitar así que la locura de su bello rostro me hiciera regresar a ella de inmediato. Hasta mí llegaron la brisa marina y el olor salobre de las olas. Lancé un beso al aire y retorné resignado a mi camino, la cabeza gacha, las manos en los bolsillos. De repente, unos pies marchando alegres me llamaron la atención; pertenecían a un hombre bien parecido que, con una sonrisa franca y sus dos brazos extendidos, saludaba en la dirección que yo acababa de dejar.

El corazón me dio un vuelco y la angustia de la duda me abrumó; fue entonces cuando escuché la maravillosa tonadilla que siempre me atraía hacia ella.

101. EL COLECCIONISTA (Sara Lew)

Se quebró la noche y no fue el trueno el que dio el aviso. Un chillido agudo traspasó las paredes y la densa lluvia. Bajo el cartel de neón del burdel, las gotas formaban remolinos iridiscentes en los charcos y diluían la sangre que se escapaba del cuerpo amputado de la víctima.

Al llegar la policía, dos testigos admitían haber visto a un hombre alto huir por una de las calles aledañas, aunque nada dirían sobre la agresión que habían presenciado. Ante lo inexplicable, la gente calla. Eso lo sabía bien el inspector García, que no tardó en relacionar este caso con otros recientes, como el del anciano con aspecto de elfo al que habían arrancado las orejas.

Por la mañana las nubes se habían replegado cuando García se acercó a la casa de la joven asesinada. Una cola de sirena se secaba al sol. Ante una taza de té, la madre admitió que llevaba tiempo detrás de aquel desalmado que mutilaba a miembros de su comunidad, pero que ya no habría que preocuparse por él. Fue entonces cuando el inspector reparó en los pantalones largos de mezclilla que colgaban del tendedero. De ellos sobresalía un pie.

Nuestras publicaciones