Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

84. FOBIAS (Nani Canovaca)

No me gustaba coger el álbum de fotos de los abuelos. Siempre me dio un cierto calambre o escalofrío tocarlo y mucho más, mirar las fotos de color sepia y humedecidas por las esquinas. Olían a naftalina y a moho. Si las rozaba dejaban ese olor nauseabundo en mis manos que por mucho que las lavara, allí seguía. A veces no quedaba otra que alargárselas a la abuela. Ella se empecinaba en que mirara aquellos recuerdos que a mí me producían miedo y espanto. Un día de pequeño escuché escondido detrás del sofá que el hijo de la abuela, mi tío, había raptado a los hijos del vecino del pueblo para pedir un rescate y la niña se le había ido de las manos. A partir de ahí, a la abuela se le fue el hijo al penal para toda la vida y con él, todo su juicio. Por eso no soportaba el álbum, ni aquella niña que se veía en la esquina de la foto más vieja. Esa niña que parecía huir no he sabido nunca, si hacía arriba o hacia abajo y que mis padres decían que no estaba en el viejo retrato.

83. MIS AMIGAS LA INJUSTICIA Y LA IMPOTENCIA

Caminar hacia delante mirando hacia atrás nunca fue tarea fácil, pero se acostumbró. Se acostumbró a que la mala suerte se cerniera sobre su cabeza como el sirimiri, y se fue empapando. Cada vez su cuerpo pesaba más y su mente se ralentizaba. Hubo momentos en que intentó cambiar, aferrarse a los días de sol. Pero nunca supo protegerse y los rayos ultravioleta la quemaban. Hace mucho tiempo creo que sabía cuidarse, pero esos días ya no volverán. Entonces tenía una vida, una casa, un marido, unos amigos. Ahora tan sólo tiene su vida destartalada, su cuerpo malogrado, su mente desaprovechada, y una familia que no sabe que hacer con ella.

Ella cuidó de mí cuando yo era pequeña, de todos nosotros, incluso el nombre que llevo se lo debo a ella. Cada vez que la dejo, mis pies marchan hacia delante y mi corazón hacia atrás. Una pena inmensa me acongoja. Una rabia profunda se marca en mi interior. A menudo me siento culpable porque toda la suerte que yo tengo en la vida parece que se la quitan a ella. Y encima, nos da las gracias. No deberías dárnolas, es lo menos que podemos hacer.

82. EL PRIMER BESO (José Ángel Gozalo)

Las primeras gotas de la tormenta salpican la cara de Juan y este abre su paraguas.
No lo sabe, pero se dirige hacia una cita ineludible.
Al cruzar la esquina, un aliento cálido sobre su nuca le hace detener sus pasos de golpe y girar la cabeza para descubrir sólo aire tras de sí.
Es entonces cuando le sobreviene el doloroso recuerdo de una tarde parecida, esperando solo y empapado bajo la lluvia a Claudia con la esperanza de robarle su primer beso.
Unos metros más adelante, exactamente en el lugar que debería ocupar él si hubiese continuando su camino, la grúa de un camión de mudanzas balanceada como junco por el viento deja caer su carga: Un piano de cola que se estrella con gran estruendo contra el suelo.
Claudia conoce bien a la cita de Juan, tan antigua como el mundo, aquella a quien acaba de arrebatárselo de entre sus fríos brazos cuando ya lo creía suyo.
Acudió a su encuentro en un coche sin frenos una tarde de lluvia.
Mientras se aleja convertida en sombra, su corazón la obliga a girar la cabeza para recibir el beso que nunca se dieron.

81. AUSENCIAS

Esta mañana me he asustado cuando la he creído ver caminando sigilosa por la esquina donde nos besamos por primera vez. Lloviznaba, y el paraguas que me había regalado el último día del padre impedía mojarme.

Se parece tanto a ti, ¿por qué me dejasteis?

80. LA INQUIETA PRESENCIA

Una sensación extraña invadió mi cuerpo aquella mañana, sentía como si me observaran. Primero fue en el baño, tras darme la ducha como cada día, entre el vapor del agua quise intuir una pequeña figura negra que me miraba fijamente. – Hoy no he dormido bien, tiene que ser eso. – Pensé.

Luego fue en mitad de la carretera cuando me dirigía a mi puesto de trabajo. Allí estaba, bajo la lluvia, con su mirada fija en mi coche. No quise prestarle atención. Los que me conocéis, sabéis que no creo en estas cosas paranormales y por ello, volví a culpar a mi falta de sueño de esas visiones.

Tras aparcar en el parking de la empresa, caminé hasta la entrada principal del edificio, giré en la esquina, volteé la cabeza para mirar y sí, pensáis bien, allí estaba otra vez esa figura negra. Esta vez la veía perfectamente, era una niña. No lo pensé, le eche huevos y fui hasta ella, cuando de pronto inesperadamente agote el límite de palabras y no pude continuar detallando aquella experiencia por lo que tendréis que usar vuestra imaginación para darle un final y sacarme de esta fotografía para poder continuar con mi vida.

79. LA POSGUERRA DE LOS SEXOS (Belén Sáenz)

No me acuerdo cuánto tiempo llevan confinadas «las necesarias» en las parideras. A quién le importa. De esas ni hablamos, y a las malditas Evas hace mucho que las eliminamos de nuestras emociones y nuestro vivir cotidiano. Las calles están mansas y los patios han dejado de chistar silencio. Sé que representar la figura femenina está sancionado, que se considera arte ilegal. Diré en mi defensa que me movió el aguijón de lo prohibido, pero me asqueaba imaginar el trazado de sus volúmenes, sus humedades. Así que pinté una cría. Con el espray la tuve lista en un santiamén, luego me quedé un rato mirándola. Sentí una punzada en la última costilla y no pude evitar seguir su contorno con los dedos. El dibujo se desprendió como el ala de una mosca reseca y una cortina de llovizna repentina se lo llevó como ceniza muerta por regueras y alcantarillas. Desde entonces han estado brotando por toda la ciudad, como la mala hierba, alentadas por los orines de los perros. Se dice que a veces chillan, o se giran para buscarte la mirada. Quieren volver, las pequeñas zorras. En estas situaciones, las autoridades recomiendan huir. Doblar la esquina, no mirar atrás.

78. Ellos

Te despiertas con una sensación extraña, pero no es hasta mirarte en el espejo cuando adviertes que algo raro ocurre. Tu rostro tiene un insólito color cenicienta. ¿Qué te sucede? Desde luego, estás cansado, exhausto. En los últimos tiempos no has parado de trabajar. Te lavas y vas a la cocina para tomarte un café. Te sabe a achicoria. Para animarte el día, decides ponerte el traje azul. Lo buscas en el armario. ¿Dónde está? Llegas tarde, así que te acabas decidiendo por uno gris. La corbata de rayas rojas te irá bien. Nada. No es tu día. No das con ella. Te ajustas la estrecha de rayas negras. Estás listo. Sales a la calle. Todo tiene un aspecto extraño. La gente parece sombras. Ves a dos policías de uniforme en la esquina. No, no pueden ser policías. Su uniforme es gris. ¿Qué sucede? Adviertes que te miran. Caminas apresurado. Llegas tarde a la parada. El autobús viene con retraso. Te resulta curioso que ya no sea verde, sino plateado. Subes. Alguien lee el periódico. Ayer se celebraron elecciones. Claro. Tú no fuiste a votar. ¿Y quién ganó? Sí, han ganado ellos. Y tú no fuiste a votar.

77. EL PASEANTE (Sergi Cambrils)

Salgo a la calle y observo la acera, su dibujo geométrico. Me pierdo en ese laberinto de líneas y surcos que componen el suelo que piso. En las ciudades estaría bien plantearse un asfaltado en diferentes colores para diferenciar las clases sociales; todo está pintado en blanco y negro. Levanto la vista del pavimento y miro las calles, los escaparates, los letreros de los establecimientos, las señales… Lo escaneo todo. Al final ya no necesito ver, me lo sé todo de memoria y me atrevo a cerrar los ojos durante un rato para guiarme a través del oído. Percibo la voz de los perros y la de los gatos; sus voces cambian dependiendo de la calle o el barrio. De las que cuchichean no me fío, suelen hacer daño. Aunque la peor de todas está en mi cabeza; es la que me habla. Insiste en que abra los ojos; que vuelva a mirar el pavimento, las paredes; que observe las manchas y que las organice en un atlas humano. «¿No ves nada?», me dice. Entonces la veo, perfilada en una sombra extraña.

76. Conciencia.

Últimamente siempre tengo la misma extraña sensación. A cada paso, allí donde voy , en todo lo que hago pareciera que me observan. Una paranoia mía, seguro, pero caminando por la calle, en alguna ocasión, me he girado asustado. Es tan intensa la sensación de presencia que un escalofrío me recorre entero y me pone la piel de gallina. Es más, me crea tal angustia y ansiedad que tengo que parar y respirar profundamente varias veces antes de continuar. Me da vergüenza comentarlo pero hasta una sombra, pequeña y retorcida, me ha parecido ver en alguna esquina, una locura.

Ahora estoy más nervioso, es verdad. No lo sé. Demasiado irascible, me dijo Nina entre lágrimas. Joder, se me hace nudo pensar en aquel momento, nunca volverá a ocurrir, lo juro. Antes me corto las manos.

74. LOS ÚLTIMOS

Desde que los niños desaparecieron, la ciudad se ha llenado de un silencio denso y casi masticable. Todos hacemos como que es normal. Pero no lo es. Como tampoco es normal ese olor a adulto que lo impregna todo. Ya no huele a caramelos de cereza ni a goma de borrar de nata. Huele a desinfectante y a coche nuevo. A laca de uñas y a consulta de dentista. Aun así, a veces, puede sentirse su presencia. A mí me ha pasado. Cuando eso sucede, me giro, incrédulo, para tropezar con su sombra tatuada en una pared. No son más que eso. Sombras. Nos esforzamos por seguir con nuestras vidas, aparentando normalidad. Por eso del qué dirán. Y nos levantamos, nos vestimos, salimos a las calles, ignoramos su ausencia, comemos, bebemos, bailamos, reímos e incluso hacemos el amor. Eso sí, a desgana, porque sabemos que nuestro semen se derrama ahora sobre vientres estériles. En unos años, los habremos olvidado. Nos habremos acostumbrado a esas sombras, a esos olores y a ese silencio que sustituyó a sus gritos de socorro, y que ignoramos con cobardía. Ese silencio que se desparramará sobre nuestras tumbas. Esas sobre las que nadie llorará.

 

 

72. Apego (Yashira)

Las tardes de invierno me gusta salir a pasear sin importar las inclemencias del tiempo, y tras regresar a casa, disfrutar, junto a mi mujer, de un chocolate bien caliente mientras planificamos nuestro próximo viaje, que nunca es tan próximo, no antes del verano.

¿Te ha sucedido alguna vez, al callejear, que por el rabillo del ojo entrevés algo o alguien que corre? Vuelves sobre tus pasos, pero claro, la situación es irrepetible. Mentalmente la proyectas una y otra vez hasta que empieza a tomar forma: «Tenía pies, sí, y cabeza; por su tamaño sería un niño de no más de 10 años, pero no, lo que revoloteaba alrededor era una falda, era niña ¿Una niña que se esconde? O ¿Qué?»

No conocíamos Asturias y un folleto turístico que, por azar, cayó en mis manos, nos sedujo:
«Adentrándonos en la famosa ruta del Beyu Pen encontraremos un puñado de aldeas con duende».

El pasado agosto viajamos a Amieva.

Lo que no ponía el folleto, ni podíamos sospechar, es que el duende existía y me seguiría por siempre. Según he escuchado, España está llena de pueblos con duende, aconsejo precaución.

71. Amigos para siempre (Anna López Artiaga / Relatos de arena)

Decían de mí que era un niño raro. Desenterraba los huesos que escondía el perro en el jardín y se los regalaba a mi amigo, el único que tuve. Él  se los guardaba en los bolsillos y, por un momento, el pozo sin fondo de sus ojos parecía menos oscuro. Éramos inseparables. Se sentaba en el pupitre vacío que había junto al mío y en el recreo esperaba, apoyado en la pared, a que le ofreciese la mitad de mi bocadillo.

Mis padres me llevaron al psicólogo. No era grave —dictaminó—, porque a mi edad muchos niños tienen amigos imaginarios. Los problemas llegaron más tarde, en la universidad, cuando empezó a acompañarme a clase de anatomía forense y sustrajo el cadáver de una muchacha. Era un regalo, dijo.

Me expulsaron. Volví a terapia.

Años de diván no han servido para nada. Él sigue dejando pájaros muertos en mi buzón y yo finjo que no lo veo cuando cruzo frente a la escuela. Pero ahí está, con la bata de rayas azules, el dobladillo descosido. Igual que el día que lo empujé al salir de clase y quedó retorcido, de aquel modo imposible, al pie de la escalera.

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