Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

85. TRISTEZA CIEGA (Sara Lew)

El que está sentado a mi derecha lleva tiempo mirándome. Lo sé porque me arde la mejilla y me palpita la oreja. Los cuchicheos de la gente indican que llama mucho la atención. Antes, cuando me acerqué a la barra para pedir este imbebible café pastoso, me choqué con él. Me extrañó el tejido áspero y acartonado de sus ropas, que desprendían ese olor a alcanfor tan característico de lo largamente guardado. Quizás lleva puesto un traje antiguo, o uno de esos atuendos estrafalarios que usan en la ópera. O tal vez un disfraz, como el que guardaba el tío Bill en el arcón de la buhardilla desde su época de clown, y que el bellaco de Jimmy se ponía las noches que me quedaba a dormir en su casa. Sabía de mi terror por los payasos. Recuerdo la última vez que lo vi: la tela larga de rombos, los volantes almidonados del cuello y ese sombrerito ridículo que le caía sobre la cara blanqueada, que ya no era la de mi primo, sino una máscara con las cuencas vacías, que venía hacia mí exigiendo llenarlas.

Mientras remuevo el café, me siento observado por mis propios ojos.

84. IT (Manuel Menéndez)

La vida parece haberse detenido en Derry. Sentado en la barra del Black Spot apuro mi enésimo café del día, recordando con añoranza los tiempos en que forjé mi leyenda.
Sí, por increíble que parezca hoy al verme, hubo una época en que la sola mención del nombre de Pennywise helaba los corazones de las gentes del condado de Maine. Desde mi lóbrego reino subterráneo, mis dientes afilados y mis ojos inyectados en sangre colmaron de pesadillas la infancia de varias generaciones. Pese a las advertencias de sus aterrorizados padres siempre había un incauto cuyo barquito de papel acababa en mi alcantarilla, algún ingenuo que se dejaba atrapar por la magia de mis globos.
Los niños desaparecidos hicieron que Derry acaparara las portadas de los diarios en los años ochenta. Como una sangrienta paradoja, con las muertes yo proporcionaba vida a este pueblo. Hoy todo se ha perdido. La ciudad y yo hemos desteñido juntos. Ya ni aparezco por mi alcantarilla. Los chicos llevan años sin levantar la vista del móvil, nadie sabe construir barquitos de papel y solo los globos con forma de Bob Esponja seducen a los pequeños. Y yo puedo ser un asesino pero tengo mi dignidad.

83. Magia visceral

Las tripas de los gatos se van de vacaciones si se pegan a las ruedas de tu coche mientras conduces hasta la playa. Es triste, ¿no? Ahora estás aquí, y de pronto ¡plaf! Las patillas de tus gafas se desprenden de su montura y ensangrentadas se clavan en la alfombrilla del baño. En la radio suena “Do you believe in Magic?”, de The Loovin Spoonful. A ti te encanta esa canción. Pero ya no es lo mismo. Tu perspectiva cambia radicalmente.
Desde pequeño fui como la sonrisa que esbozas sin ganas cuando un bebé te toca una pierna en el autobús, una mueca que desde el inicio está condenada a apagarse. Ya se ha ido cuando los músculos de tu cara están todavía tensos, tratando de mantenerse el tiempo que exige la cortesía.
Probé con todo para huir de la sombra. Fui misionero, organista, vendedor de seguros, trapecista y ahora payaso, sin resultado. La abominable certeza de que el mundo se desangra sobre mi cabeza explota ante mis ojos en los más pequeños detalles, mientras cruzo la autopista sin mirar a los lados.

82. MORIR (PURIFICACIÓN RODRÍGUEZ DÍAZ)

—«Ya no eres rentable, porque ni tu aspecto ni tu humor venden entradas»—.

Con esas trece fatídicas palabras acaban de despedirme, tras toda una vida de duro trabajo. Las lágrimas me han obligado a salir de allí sin quitarme el maquillaje ni el maldito disfraz y hoy, por primera vez desde que tengo memoria, empiezo a ser el payaso triste que añora risas y aplausos en la carpa de un bar.

Al que nadie admira. Al que ni siquiera ven y del que pronto acabarán burlándose cuando quizá, entre mis manos, vean una copa en lugar de un café.

Y todo irá desapareciendo en mi cabeza. El fresco olor de la arena recién removida, los alegres colores de las grandes lonas, las tramoyas, las cuerdas, los murmullos de admiración del público entrando en la pista, los potentes focos resaltando los brillantes trajes pero, sobre todo, la vibrante música convirtiendo el más humilde espectáculo en algo inolvidable.

Aunque lentamente, el circo se muere, y yo siento por dentro que empiezo a morir con él.

Y pronto se restablecerá el orden natural de las cosas porque desaparecerá ese tipo raro que no encaja en la barra del bar.

 

 

 

81. INSPIRACIONES FORTUITAS (Natalia T)

La boutique facturaba 10.000 dólares mensuales y el nombre de la marca empapelaba el costado derecho del autobús que atravesaba cada día Rivers Road. Hasta Rose, la antipática vecina de enfrente, vestía sus jerseys, horriblemente combinados, con faldas de cuero y pantalones de algodón; lo que quería decir que incluso las personas de dudoso gusto estético se rendían ante sus diseños. Cada tres días pensaba en aquel payaso que ahora debería estar llevándose una comisión por haber estado en la cafetería adecuada, la tarde adecuada, luciendo aquel traje de rombos tan adecuado, mientras ella dibujaba los primeros bocetos en la mesa de la ventana.

80. Levantando las horas (Calamanda Nevado)

La  Cumbre Mundial por la Paz, ofrecida en directo por los medios audiovisuales,  precipitaba las desmoronadas raíces de las democracias embestidas por crisis y corrupción. Después de innumerables amenazas, lanzadas entre sí por principales líderes de la política,  nadie continúa como si tal cosa. En calles, universidades, fábricas, casas y bares,  piensan qué el destino deparará oscuras esperanzas, fusiles y banderas manchadas de sangre.

Tras escuchar esas iracundas  y negras acusaciones  en la TV del Turkey Dinner,  sentado    ante su barra, un hombre con abrigo negro le niega la mirada a los parpados estrellados de un  payaso por el que   galopan agonizantes  lágrimas envueltas en polvo de maquillaje,  entremezcladas con su  tila lánguidamente saboreada;  a su lado su novia se  sumerge en  los  volcanes de sus recientes confesiones de infidelidad. Delante de ella, una mujer sentenciada  a muerte enfría con lentitud su veneno;   sin mirarla, una anciana se dispone a marcharse    para desafiar la nieve pidiendo limosna.  En  asientos  contiguos, sacerdotes  de paisano, de distintas edades y etnias, vuelven del convento donde encomendaron difíciles misiones a jóvenes novicias.

Sara, camarera del Turkey Dinner, lucha en el baño contra los indomables tambores del pánico con aguja, jeringa y una goma amarilla.

79. DESPIDO (Esperanza Temprano)

¿Qué quieres ahora? Estoy despedido, ¿no? Pues eso, me tomo el café y me voy, que para circos el que tengo yo montado en casa, con la Loli otra vez preñada y el casero todo el día merodeando con el desahucio en la boca. No, no sé lo que voy a hacer. No tengo dinero para comer así que como para contratar a un abogado. Yo no lo hice, pregunta a Elsa, la trapecista, si sabe quién se llevó la recaudación de ayer, o mejor aún, por qué no le preguntas a todos estos que están aquí sentados quien se quedó con la pasta de la función, parece que eres tú el único que no se ha enterado. Yo que tú, vigilaría muy de cerca a ese lanzador de cuchillos que acabas de contratar, no sea que te dé una puñalada trapera y tampoco te enteres.

78. Café para llevar

El día que el viento derribó los castillos de naipes, todo voló. El polvo escondido debajo de las alfombras nos hizo estornudar y los mocos se llevaron con ellos los disfraces, los remordimientos y las persianas. El vendaval nos asoló en un segundo, la duración de la vibración de la campanita de la puerta, el tiempo que tardamos en dejar de mirarnos de reojo.

A nuestro alrededor nadie alteró su rutina. Como todas las mañanas, el tipo del sombrero negro se comió dos churros sin azúcar, la señora del moño impecable pidió lecha fría en su café y el hombre melancólico siguió pareciendo el payaso triste al que acaban de pincharle los globos.

Yo no llegué a probar la tarta de manzana. La dejé en el plato, humeante aún, con los cubiertos encima formando una cruz. Camino erróneo, no pasar. Me metí tu sonrisa en el bolsillo y salimos juntos a desayunar al sol.

77. 10,00% (Carles Quílez)

Apenas quedaba ya una exigua décima parte del antiguo Juan. Sesión a sesión, complemento a complemento, la innovadora disfrazoterapia a la que se estaba sometiendo iba eliminando su depresión. La angustia que le impedía levantarse por las mañanas había desaparecido por completo, oculta tras el maquillaje blanco con el que el psicólogo había pintado su cara; de igual modo, las ganas de llorar que solían asaltarle de repente yacían ahora, amortiguadas, bajo los rombos estampados de su holgado traje de payaso, convertidas en unos minúsculos e inofensivos arrebatos de tristeza; y, gracias a sus nuevos zapatones, podía volver a caminar de nuevo con paso firme por la calle.

Muy pronto ­­-no cesaba de repetirle el terapeuta-, el proceso habría finalizado por completo y podría darle el alta definitiva. Juan asentía, y aunque sabía que debería estar contento por sus avances, aquel diez por ciento de su antiguo yo que todavía permanecía dentro de él, le impedía volver a sonreír.

76. La tristeza del payaso

Abren la puerta. Olor mezclado de cafés, hamburguesas y soledad.

Me ciega el inmortal flash de una cámara.

Ruidos de máquinas trabajando, palabras enredadas entre conversaciones y el tiempo hundiéndose en cada baldosa del suelo.

Me bebo el café que empieza a apagarse como mi sonrisa y la de ellos.

Todos miran a la nada, al vacío, al hastío de lo cotidiano.

Nadie se fija en un triste arlequín de calle. ¿Importamos a alguien?

Las cafeterías son oasis, paréntesis de nuestro día a día. Descansos a los que solemos acudir para desconectar de las realidades externas.

Un instante y el mundo cambiará para ellos y para mí.

Lugares de preguntas y reflexiones de vida. Lugares dónde se inician historias y se acaban amores.

Dejo el precio del café en la barra y me levanto. Una señora me observa disgustada. Mi hedor.

La puerta se cierra y miradas externas dudan sobre la conveniencia de entrar, recuentan monedas o siguen su curso.

Nadie desconfía de un payaso, salvo un niño asustado y sensible.

Camareros, camareras, siervos de nuestro afortunado descanso recorren el local con sonrisas comunitarias y globales.

Presiono el detonador oculto en mi traje. Todo desaparece engullido por la explosión.

Sonrío.

75. Cabo de vara (Javier Ximens)

Entiéndelo hijo, si no lo hubiese hecho yo, lo hubiese realizado otro. Fue mi manera de sobrevivir. Cuando se llenaba la capacidad del campo, debíamos purgarlos, había que hacer sitio para los nuevos. Los colocábamos cara a la pared, así, como ves a esos en la barra de la cafetería, de espaldas, serios, preocupados, sin hablarse los unos a los otros, lo mismo que allí. Si hablaban les podía costar la vida. Lo llamaban diezmar, pero yo no siempre contaba de diez en diez, así evitaba que ellos se pelearan por las posiciones, no quería problemas. Unos días era cada ocho, otros cada doce. No se me olvidan las expresiones de aquellos rostros, las que ponían cuando posaba la mano sobre el hombro del elegido, se volvían espantados, con la cara blanca, como la que ponía el payaso listo asombrado de la idiotez del tonto, ¿te acuerdas? Ese era uno de mis trabajos, alguien tenía que hacerlo, y me proporcionaba la seguridad de que ninguna mano se posara en mi hombro. Los fusilamientos casi siempre corrían a cargo de los soldados. Yo tengo la conciencia tranquila, ¿sabes?, salvaba a nueve de cada diez. Además, gracias a eso, tú vives.

74. LO DE SIEMPRE, POR FAVOR.

No sé qué pasa hoy. No reconozco a casi nadie. Todos los días, a la sacrosanta hora del café, nos reunimos en este bar unos cien parroquianos agitados como el oleaje que se estrella contra la barra. Es un bullicio cacofónico: Los de la escuela universitaria, los del banco de la esquina, mi compañero del Price que habitualmente exige su sol y sombra. Siempre ha sido uno de los mejores momentos del día.

En el fondo alguien se fija en mí y sonríe. Es Miguel, el de la farmacia. Está raro. Se acerca.

-¡Hombre Juan, cuánto tiempo! ¡Me alegra verte de nuevo! ¡Y vienes con el uniforme! ¿Vuelves al Price? ¡Qué espíritu! Mira que hace años…

Una sonrisa, dos palmadas en la espalda y un hasta luego. Y mi chaqueta queda sin color. Veo que las coderas están gastadas y el forro cuelga de un lado. Desde el espejo, al otro lado del mostrador, un hombre mayor y pasmado con la cara pintada de blanco como el gran Charlie me observa.

«¡Maldita cabeza! No debería estar aquí –pienso- Hace años que no trabajo, tantos que no recuerdo cuándo fue la última vez. Debo volver, en la residencia estarán preocupados».

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