Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

LO INCORRECTO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en LO INCORRECTO

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el cuarto será LO INCORRECTO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 de JUNIO

Relatos

67. La chica que no habla con nadie

Marina no sonrie, casi nunca. Tampoco llora.

LLega al instituto con su mochila a la espalda, junto a los libros lleva sus frustraciones. Le pesan mucho, camina encorvada.

Se sienta , no saluda , nadie lo nota. Saca el libro, empieza la clase, pasan las horas.

Dibuja en su cuaderno,se le da muy bien, pero nunca nadie se lo ha dicho.

Marina no ha escuchado una palabra de lo que ha explicado la profesora. No puede, su mente está paralizada después de lo que le pasó ayer a su madre.

Marina siente, por eso sabe que no es un fantasma al que nadie puede ver… Siente miedo, siente rabia, siente ganas de devolver el daño.

A veces quisiera estar muerta para dejar de sentir… Pero no, no le va a dar a su padre ese gusto.

66. ATRACCIÓN FAT(AL)

Fidelio era un artista del alambre. Colocaba uno entre dos postes y sus hermanos, Alejandro y Tarsicio, lo tensaban tirando cada uno por un lado, ayudados por varios voluntarios de entre el público. Fidelio recorría los siete metros con la pértiga, a pasos lentos, mientras sus hermanos subrayaban lo difícil del trance. Lo hacía luego a cuerpo limpio. Después andando hacia atrás con los ojos vendados. Por fin intentaba dar una voltereta en el alambre y se caía, con gran alharaca de gritos entre la concurrencia. Quedaba malherido, pasaba unos meses de reposo y volvía a actuar. Unas veces se rompía las dos piernas, otras varias costillas o una vértebra; si había suerte era solo la muñeca o una mera luxación en el hombro. Siempre se caía. La gente no se hubiera conformado con menos, pues solo le divertía ver sufrir. Llegó un momento en que Fidelio apenas tenía tiempo de sanar, y se presentaba en el alambre con vendas aún o un brazo en cabestrillo. Era entonces cuando recibía los aplausos más fervientes. Sus hermanos le odiaban por ello.

65. Príncipe (Patricia Collazo)

Con la segunda pincelada, su vestido de organza blanca termina moteado de azul. El pincel vuela hasta caer sobre el sendero de los tulipanes. En su trayecto, tiñe de añil arbustos, piedras y hojarasca. Y derrama el  bote de pintura en un río que colorea de celeste el agua diáfana del estanque.

Vamos a ver, farfulla ella.

Primero: si conocieras el protocolo, te comportarías mientras te preparo.

Segundo: ven aquí y deja de espantar a las perdices. Debemos guardarlas para el final.

Tercero: evita saltar de nenúfar en nenúfar, que así no hay quien te pinte.

Cuarto: no pongas esa batracia y lujuriosa cara. Ya te he besado cuatro veces y nada.

Quinto: Croac no es una respuesta aceptable.

Sexto: si mi padre se entera de que estás dándome calabazas, no te lo perdonará.

Séptimo: no, no me refería a esas calabazas.

Octavo: el jardinero real empieza a sospechar algo. Si no nos apresuramos, desplegará su ejército de naipes.

Noveno: me está entrando un sueño como para dormirme una siesta de varios siglos. Décimo: la próxima vez que intentes arrebatarme el pincel, me encierro en la torre y suelto a los dragones.

A ver cómo te las apañas, listillo.

 

64. Una vida de fotos, Rosy Val

Ha desaparecido todo. Ya no están los trípodes, los focos, las Canon ni la Mamiya, la última que compraron a plazos. Qué ilusos pensar que Mario heredaría el gusto por las puestas de sol, las olas embravecidas, los tapices de flores en primavera, y con esa duda se fue; si su hijo seguiría con un negocio que tanto esfuerzo les costó levantar.

Las mira, lo hace siempre que le añora.
«Qué ricitos… aquí tenías tres años… en esta, aprendiendo a nadar… y aquí, en tu primer día de cole, qué guapo con tu uniforme…». Para en seco. Mario irrumpe en la salita. Encogida, cierra el álbum y se oculta tras su caja de costura. Sin tan siquiera mirarla abre el cajón. Después huye, dando un portazo, con la mirada roja, deshabitada, y la pensión de viudedad en su bolsillo.

Últimamente la cola es más larga. Mientras espera habla con su Ernesto. Le dice que se encuentran bien… y que el chico… en el estudio, entre flashes y zums. Ahora, el aroma, le llega más nítido, pega su boca a la foto y la guarda en el bolso, es la señal; el comedor social abre sus puertas.

63. El hombre perfecto

Solo dos colores en su paleta: rojo y negro; el lienzo, dispuesto y blanco; la luz de la tarde diáfana y perfecta. Y así, descalza, con el pelo agarrado, playera holgada y mezclillas gastados, comenzó.

No precisó de modelos previos porque cada pincelazo provenía de un lugar más allá de la memoria. Poco a poco, con arte y método, comenzaba a surgir una figura escarlata de ese fondo azabache, como si el pincel más que pintar liberara. Las proporciones eran exactas; la simetría inaudita. El amanecer coincidió con la conclusión de la obra, y al fin la artista pudo llorar.

A veces pasaba horas enteras sentada sobre un taburete contemplando el cuadro. En esos momentos una amalgama de sentimientos la sobrecogía: júbilo, angustia, mezcla de remordimiento y añoranza, tristeza por aquello que fue y dejó de ser.

Muchos años después, cuando la casa de la pintora iba a ser rematada, un miembro de la familia encontró la vieja pintura. En ella se podía ver una figura rojiza de hombre, difuminada casi por completo, y, a lo lejos, una silueta femenina que avanzaba hacia él.

62. NUNCA ES TARDE PARA «VER» CUMPLIDOS LOS SUEÑOS

Apenas unas pinceladas le apartaban del virtuosismo.
El pintor, abrumado al comprobar el espléndido resultado de su obra, cayó en un trance profundo del que ya nunca despertó.
Pero sus herederos, que siempre le habían considerado como un ser especial que vivía al margen de la realidad, quisieron compensarle por todos sus desvelos.
Pusieron todo su empeño para que por fin se cumplieran sus sueños, y apenas seis meses después de su muerte, lograron realizar una exposición antológica del artista.
Y fue entonces cuando la crítica, que en vida lo había tratado como a un advenedizo, lo alzó a la categoría de primera división, sin saber que él les observaba desde el más allá, con una irónica sonrisa.

61. TALENTO INCOMPRENDIDO (Belén Sáenz)

Me contaron que fui concebido —Un dos, chachachá. Un dos, chachachá— contra el chasis del autocar de la Orquesta Marimba allá por la virgen de agosto, en un año de cuyas cifras nadie quiere acordarse. Mamá volvió a hacer sus bolos por los pueblos apenas me echó al mundo y me dejó de herencia estos labios carnosos que veis y unas maracas. Nunca le tuve mala fe, porque siempre sentí el pulso de su arte en mis venas, su voz arrullándome con habaneras. Y yo deseaba cantar sobre todas las cosas. Padre hizo lo que buenamente pudo para sacarme adelante, pero un garrotillo mal curado me dejó sordo del oído izquierdo. Aun así, me empeñé en que me admitieran en el coro de la colegiata. Don Arcadio dijo que las estatuas de los mártires parecían multiplicar su suplicio nada más verme abrir la boca, me dio una peseta del cepillo y me mandó para casa. Tampoco es que desafinara tanto, pero desde entonces sólo canto para las vacas mientras ordeño. Todo lo de Tina Turner y algunas de Freddy Mercury. Dan la leche más blanca y cremosa de la comarca. O al menos a mí me lo parece.

60. Dos cervezas, seis chupitos

 

Me invitó a una cerveza. Yo lo invité a otra. Era muy alto. Me gustó su cuerpo. La longitud de sus brazos. La anchura de sus hombros. En cuanto lo vi, deseé pintarlo. Sacarle la ropa. Medir la distancia exacta de su cintura, sus caderas, su pecho. No era cuestión de musculatura, ni de belleza. Era la proporción. La de los dedos en relación con su mano. Su fémur comparado con su pierna.

Nos fuimos a otro pub. Un tequila. Otro. Limón. Otro tequila. Saliva. Su lengua y su aliento en mi cuello. “Preciosos ojos” dijo. Metió su mano bajo mi falda. Bajo mis bragas. Lo sentí dentro. Me colgué de su cuello. Nos movimos rítmicamente.  Gemí. Gimió. Gemimos. Intenté medir su pasión desmedida. Acaricié su pelo rubio. Tan rubio. Enterré mi rostro en su cuello. Memoricé el contorno de su cara con las yemas de mis dedos para poder pintarlo después.

No le di mi número. Ni lo volví a ver hasta hoy en la galería, ante su cuadro. Él me susurró al oído. “Hola, ojos de meiga”.

Yo medí mentalmente la distancia entre su nariz y sus labios.

Y sin emitir un solo sonido, gemí. Gimió. Gemimos.

59. Titanic

Las cuerdas del violín relucían en la noche cerrada. A pesar de tener el cuerpo entumecido por el frío, toqué para Suzanne por última vez. Mis dedos ardían, bordaban los trémolos, hilvanaban los arpegios.

Antes de que el inmenso navío se hundiera, ensarté suficientes estrellas con el arco como para hacerla un collar, dos pulseras y tres pares de pendientes. Después dejé de tocar.

Alcancé el fondo del mar por la inercia de mi peso. Estuve allí un tiempo dando vueltas, deambulando entre corales y crustáceos, esperándola. Mientras ella llegaba, recogí perlas enormes y algunos doblones de oro escondidos en viejos navíos de madera. Mientras ella llegaba, fui acumulando un tesoro que no pude guardar e invertí en un flamante barco.

Mientras ella llega, he vuelto a reunir a la vieja orquesta y cada noche cerrada desde la cubierta de mi barco interpretamos el mismo programa de nuestra despedida, esperando que la melodía la traiga de vuelta. Pero ninguno de los rostros desencajados de los pasajeros que viajaban en los transatlánticos que nos hemos cruzado hasta ahora ha resultado ser el suyo.

58. CUADRO INACABADO

Eulalia despierta con la vibración de la alarma del móvil. Son las cuatro de la madrugada y la cama está fría. De Juan sólo queda un hueco con la forma de su cabeza en la almohada, ocupado por la mascarilla de la máquina respiradora que sigue emitiendo aquel horrible pitido rítmico.
Se levanta con la dificultad de los largos años vividos y busca a tientas su bastón para no encender la luz.
El sonido de los pinceles sobre el lienzo la va guiando por el pasillo hasta el estudio, donde se adivina un resplandor plateado.
Allí, a la luz de la luna, Juan, paleta de colores en una mano y pincel en la otra se esmera sin atisbo de temblor en pintar su último cuadro.
Como cada noche, Eulalia espera pacientemente hasta que se ve reflejada a sí misma en el cuadro.
Una vez que el sonámbulo ha vuelto a la cama, con cuidado, le limpia las manos.
Finalmente, rasga con un cuchillo la obra de arriba abajo y lo tira en el contenedor de la calle.
En la última visita al oncólogo Juan le manifestó su firme propósito de no morir hasta tener el retrato de su amada terminado.


 

57. Mi vecina

Llega a fin de mes con su sueldo de limpiadora, a pesar de los tres niños, la hipoteca y su marido alcohólico.
Cuando se topó con infidelidades, puso la botella de ginebra de patitas en la calle.
Cuando expulsaron al pequeño del colegio, fregó suelos con ella.
Cuando el banco le denegó la tarjeta, lo demandó por cláusulas abusivas.
No sabe pintar. Ni escribir. Ni esculpir. Pero baila sobre mojado como la mejor de las artistas.

56. Óleo sobre lienzo, 1937 (Anna López Artiaga / Relatos de Arena)

Un día, el azul desapareció. Nos quedamos todos mirando al cielo, con cara de pasmados. Quietos. Alguien aventuró que se acercaba una tormenta, pero aquel gris acerado no tenía nada que ver con los nubarrones de abril. Después se borraron los amarillos y el atardecer perdió su luz. Los enamorados dejaron de citarse a la hora del crepúsculo y un frío penetrante se coló entre los pliegues de tu falda.

Al poco, nos faltó el verde y el roble milenario se convirtió en despojo de nuestra historia. Muy pocos se atrevieron a salir al campo y los que lo hicieron regresaron cubiertos de cenizas, como si un gran incendio hubiera devastado el valle. Pero fue cuando nos robaron el rojo que, incapaces de distinguir la sangre del barro, alzamos nuestras manos crispadas en puños y gritamos con las gargantas llenas de polvo. A esas alturas, el dolor asaetaba nuestros ojos y el cielo vomitaba hierro y fuego.

Y muerte.

Sobre un lienzo blanco, Pablo dibuja formas afiladas, lenguas enhiestas que apuntan al cielo. Pinta cuerpos retorcidos en ángulo obtuso, animales moribundos, madres que lloran. Y en tus ojos, nublados de tristeza, el recuerdo de una guerra en blanco y negro.

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