Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

75. La viajera

Dicen que camina silenciosa por senderos de tierra, que sube calles empedradas y baja avenidas de asfalto, y que sobre la piel lleva tatuados los mapas de mil paisajes recorridos. Nadie sabe de dónde partió ni hacia qué lugar se dirige, pero jamás se detiene.
Los niños juegan al borde de un camino que ella dibuja con sus pies y se aventuran tras su rastro, como ratoncillos bajo el encantamiento de una flauta. Solo las mujeres, con su instinto maternal, acuden prestas al rescate y le ruegan que marche pronto.
No conoce la soledad. Siempre encuentra algún joven temerario que decide tomar su mano en las rutas más escarpadas. Pero es ella la que  escoge a quien dormirá al abrigo de su cuerpo cuando llega el ocaso.
Hoy, cuando las agujas del reloj marcaban la hora más oscura, vimos su sombra cruzar la plaza del pueblo. Entonces supimos que padre nos dejaría esa noche para emprender, de su mano, un último viaje.

74. El viaje de Lucas

El Rey Dragón agachó las cabezas. Lucas bajó a través del cuello, usando las escamas del bicéfalo para decelerar la caída. Frente a ellos, el Mar de Niebla se perdía en el infinito. Acababan de llegar de la Tierra del Fuego. Gracias al chico, los dragones pudieron repeler el ataque de los gigantes de cristal. Su Majestad, como recompensa, prometió transportarle donde Lucas quisiera. Pero ambos sabían que el tétrico mar era impenetrable. Para alcanzar la Torre Etérea, se debía atravesar el inmenso azul con el único apoyo de unos remos. Si alguien intentaba hacerlo de otra forma, vagaría para siempre sobre el oleaje, sin encontrar jamás puerto.

Veinte minutos más tarde, Lucas estaba exhausto. El agua semejaba acero líquido. De repente, un sonido tintineante se escuchó en la lejanía. Parecía aproximarse a gran velocidad. Segundos después, una mano se apoyó en su hombro. El chico dio un respingo…

—Es hora de cerrar. Ya has escuchado la campana, chico —le dijo la bibliotecaria con una sonrisa.

Lucas cerró los ojos. Revisó las batallas vividas y las tierras conquistadas, y pensó en los imperios por descubrir. Sonrió. Mañana reemprendería el viaje.

73. El jinete

Subió al corcel de madrugada mientras la luz seguía prisionera de una niebla tenaz. Llevaba pañuelo mal anudado, con mal remedo de las trazas de un gaucho y un sombrero muy calado, refugio sobrado para una cabeza de bajo calibre. Galopó hasta una llanura, se apeó frente al abrevadero y el animal bebió. Él también mojó los labios en un beso furtivo dado a la cantimplora. En un alto divisó las siluetas de unos forajidos que no tardaron en bajar. Hubiera luchado, pero le faltaron agallas. Asustado, cabalgó veloz largo rato sin mirar atrás. Cuando se sintió seguro, resopló el caballo y soltó él un relincho de alivio. Asustado reconoció en uno de los rostros su adversario desde la guardería. Se durmió después sobre el jamelgo, que mostraba también signos de cansancio. La claridad matutina anegó el cuarto. El pequeño quijote, agarrado a las crines de madera, enzarzado en sueños en un combate feroz contra los secuaces de la clase de primero y los gigantes ciclópeos de la escuela, quedaba a la espera de las caricias de una dama. Se abrió entonces la puerta de la habitación y apareció su mamá. Venía a despertarlo para llevarlo al colegio.

72. Viaje geosentimental por los alrededores del corazón

Todo iba bien hasta que ella se fue a Sevilla. Cuando volvió, me hice el sueco. Bajito y moreno, me pilló enseguida y se armó la de San Quintín. Intenté irme por los Cerros de Úbeda y acabé durmiendo a la luna de Valencia. Pero París bien vale una misa y, después de pasar un tiempo entre Pinto y Valdemoro, lo volvimos a intentar. Fue salir de Málaga y meternos en Malagón. Al final ella puso pies en Polvorosa, provincia de Palencia, y yo, para intentar olvidarla, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, tomé las de Villadiego, dirección Burgos. Ancha es Castilla y, sin embargo, el mundo no deja de ser un pañuelo, porque no hemos tardado demasiado en volvernos a encontrar. Ahora los dos estamos en Babia. Y mañana… ¡que salga el sol por Antequera! Por algo dicen que todos los caminos conducen a Roma, que es amor pero al revés.

71. DISNEYLANDIA, O LA OBSESIÓN DE UNA MARIPOSA

Mientras hurga con desesperanza sobre un halo invisible e incapaz de franquear, la mariposa, acaricia con sus antenas la luna del escaparate. Turbada por el viento gélido del norte, llegado de repente, que resta coordinación a su aleteo estéril, logra que en sus ojos se proyecte la imagen del lugar mágico para poder sobrevivir.

En el interior, futuros viajeros hacen gala de la misma atracción irrefrenable, exigiéndoles a las vendedoras rutas a través de paraísos que no existan en la vida real, cruceros que surquen océanos donde habitan sirenas y narvales, u hoteles de todo incluido en los que consumir la frustración cotidiana durante el bufet pantagruélico.

Dos lágrimas de néctar resbalan adheridas al cristal, depositadas in extremis sobre el reflejo de una fotografía que promociona valles oníricos preñados de flores. Allí mismo, un niño arremete con su llanto de pataleta, en protesta porque resulta demasiado caro viajar a Disneylandia, y sofoca los estertores mudos de la mariposa que agoniza al pie del escaparate.

70. ATAJOS (MARÍA ORDÓÑEZ)

 

¿Supo lo que le esperaba al iniciar el viaje? Tal vez. O tal vez, su alma triste, hambrienta de cariño, no advirtió el vaho de hiel que hoy amenaza con ahogar sus días.

Y es que su naciente compañía era dulce como ninguna. Olía a vida nueva, como mañana de primavera.

Desde el instante que la tuvo, el mundo entero se postró a sus pies. No hubo cercos que temiese derribar, ni puentes que dudase atravesar. Un formidable aliento desempolvó sus veredas. Y caminó… Cuando la hiel bajo sus pies acechaba y la hacía resbalar, los ojitos que alumbraban sus pasos contenían sus caídas. Y por ellos y con ellos, continuó su andar.

Pronto les brotaron alas.

Alas que desplegaron fuertes, amplias, que vuelan alto; mientras que las suyas, que nacieron prisioneras entre los hilos dorados de aquella hiel eterna, no logran levantar y quizás, así quedarán por siempre.

No importa. Ella sigue andando, iluminada por aquellos ojos que reflejan los suyos, tratando de evitar el humor oscuro y cruel de la amargura. Va abriendo brechas entre las espinas, buscando arcoíris después de las lluvias, creando atajos de luz para iluminar su vida. Y no cejará. Nunca cejará.

 

 

 

69. El viaje de negocios

Te despertarás antes de que suene la alarma. Te levantarás con cuidado de no despertarla. Te darás una ducha rápida y te vestirás con la ropa que dejaste preparada anoche. Una camisa blanca, un traje cómodo y la última corbata que te regaló. Irás a la cocina y te harás un café con leche y un par de tostadas con mermelada de arándanos. Desayunarás allí mismo, de pie, con prisa. Volverás al dormitorio y le darás un beso de despedida en la mejilla que apenas percibirá. Comprobarás que llevas encima tu juego de llaves y las gafas. Cogerás el maletín y abrirás la puerta.

Nada diferenciará, en esencia, la mañana del accidente de otra cualquiera.

68. El último vuelo

El viejo, pitillo en mano, y con su gorra de capitán calada hasta los ojos, apenas presta atención al chiquillo. Con su otra mano, improvisa un nudo endeble en la muñeca del niño, mientras expulsa el humo del cigarro.

Cuando el nudo se deshace, el globo se eleva con ansia y urgencia. El viejo observa su ascenso fulgurante, entorna la mirada y persigue su vuelo hasta que no es más que un punto de sangre en el firmamento. Lo imagina meciéndose sobre otros cielos, mientras divisa puertos desde las alturas. Mil puertos. Esos que se visitan antes de llegar al mil uno. Puertos en los que huele a salitre, gasoil y desesperanza. En los que siempre hay mujeres de cuerpos ajados que se disfrazan de nuevos para un viejo marinero. El globo continuará su camino. Vislumbrará sobre las aguas coronas de espuma, argentinas como el pubis de sirenas ancianas. Finalmente descenderá con el sol, en el crepúsculo, para hundirse en las gélidas aguas de cualquier mar.

El niño rompe a llorar y tira de la manga del abuelo, sacándolo de su ensoñación.

El anciano tira el cigarro y pisa la colilla, mientras piensa que quisiera ser globo. Ser niño. Ser.

67. Fundas para un viaje (Gabriel Pérez)

Siempre he tenido como misión proteger a mi hija… Comencé siendo la funda de sus gafas: cuando eres niño, la vida entra por los ojos y va directa al corazón, y tenía que impedir que le llegase con arañazos o roturas.

Conforme fue creciendo, supe que no podía apartar todas las piedras de su camino, así que me transformé en funda para sus dientes. De esa forma pude ayudarla a masticar sus primeros sinsabores y, luego, a digerirlos…

Con los años, perfeccioné mi técnica… Cuando la veía cansada o nerviosa, me convertía en funda de colchón o sofá, dependiendo de su estado de ánimo… Y desde que se extendió el uso de las redes sociales -y sus peligros- he sido, en algunas ocasiones, la funda de su móvil.

Ahora, mi hija es una mujer. Yo soy funda de guitarra. Pronto se irá con sus acordes, pero no me quedaré vacía: tengo grabada su música.

66. RECURSOS TENGO (Edita)

No me arrastra la necesidad de conocer mundos exóticos, la emoción aventurera o el ansia obsesiva por desconectar de la rutina; ni siquiera me ilusiona la envidia que les produzca a los vecinos. Rotundamente, odio viajar. Semanas antes, mi sobrepeso se incrementa sin control posible, debido al estrés que los preparativos ocasionan. Solo una cosa satisfactoria hallo al ausentarme: volver.

Hasta ahora, me fui escabullendo siempre que pude: los niños pequeños, el marido enfermo, la estrechez económica… Pero desde que vivo sola y las ofertas del Imserso son tentadoras, no consigo zafarme del acoso social y familiar, tanto que me he visto obligada a engrasar las neuronas para idear un plan.

En el trastero, tengo siempre dispuesta una maleta llena de harapos. Dos o tres veces al año, navego por internet (los cursillos de informática dieron sus frutos) y adquiero todo lo necesario: información turística, fotografías y souvenirs. Luego comunico a los hijos que marcho, pero me encierro en casa a cal y canto. Días después, los aviso para que  vayan a recogerme a cualquier estación o aeropuerto, a donde, previamente, he llegado en taxi desde mi domicilio, siempre de noche. Reparto tantos besos como regalos y… hasta la próxima.

65. Errantes (Javier Ximens)

 

Con el fusil al hombro y vestido de derrota llegó a la aldea una noche de ventisca, niebla y confusión. En la primera casa pidió cobijo, le abrió una mujer desgreñada —con la tez morena curtida por el fuego del hogar— que le preparó una sopa y una cama caliente. Muchas vigilias de soledades desde que su marido partió a la guerra, la atracción de los cuerpos jóvenes, el ventarrón, el miedo y el deseo se apoderaron de ellos y yacieron unidos. En la amanecida, el joven soldado abandonó la morada y prosiguió el viaje por el sendero que asciende a la sierra. Cuando se le echa la oscuridad y la niebla blanquea el contorno llega a un pueblo en medio de la tristeza, golpea con la aldaba de hierro fundido la puerta de una casa y una mujer joven le abre la puerta, se aman con pasión y en el amanecer prosigue su camino, ese que le llevará de las tinieblas a otra noche con la misma mujer, la que había fallecido en el incendio de su hogar tras conocer la muerte de su marido en el frente.

 (Versión revisada)

 

64. DE AQUELLOS POLVOS… (Rafa Olivares)

El abuelo de Kim, de joven, se ganaba la vida viajando en una renqueante bicicleta por las aldeas del sur, en las que comerciaba con licor de arroz y aceite de soja que él mismo producía con sus propios y escasos medios. El traqueteo del viaje hacía rebosar el líquido de los cuencos y mezclarse con el polvo de los caminos, de modo que, cuando entregaba la mercancía a sus destinatarios, los dedos de estos quedaban manchados del pringue. Cuando se despedían, aunque él prefería el saludo tradicional de unir las palmas e inclinar ligeramente el torso, las costumbres occidentales iban imponiendo el apretón de manos en señal de acuerdo y buenos deseos. El abuelo notaba entonces, con cierta aprensión, el traspaso de la mezcolanza a su piel, no pudiendo ocultar un gesto de desagrado más áspero conforme aumentaba su repugnancia. Pues bien, ahí fue cuando empezó el distanciamiento entre las dos Coreas.

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