Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

62. Ovidio frente a los clásicos (Alberto BF)

Ovidio Camuñas partía con ventaja: la naturaleza le susurraba. Él robaba sus atributos y los plasmaba en un lienzo en forma de hoja, a través de su pincel transformado en pluma. Era un Sorolla en esencia, interpretando en certeros trazos el profundo azul, pero en versión literaria.

Describía frescas aguas como líquidos cristales, aplicando el ejemplar estilo de Cervantes; jugaba con hielo abrasador o fuego helado, de manera indistinta, como si se tratara del magistral Quevedo… y no eran estos recursos la única virtud que hacía de su obra un placer para los sentidos.

Sabía envolver su arte en una delicada capa de poesía, dotando a su verbo de matices que superaban los límites de la sensibilidad, haciendo llegar a una suerte de éxtasis a todo aquél que tenía la oportunidad de acariciar con la mirada sus versos cargados de belleza sin par.

Todas estas bondades le hicieron destacar en un país de incuestionable inquietud cultural, como era aquél que le vio nacer. El año que publicó su “Naturaleza viva” consiguió ser el segundo autor más leído, sólo superado por una tal Belén Esteban.

Ovidio comprendió que frente a los clásicos no se puede competir. Ni aliándose con las musas.

61. QUERIDO WATSON

-Llore, llore, querido Watson, no se avergüence

-Ya van dos veces que enviudo. ¿Qué maldición es ésta? ¿Qué clase de designio funesto me persigue? –el doctor gimoteaba sobre el hombro de su compañero de apartamento- Esta misma tarde he enterrado a mi segunda mujer. Cenizas a las cenizas, polvo al polvo. ¡Váyase lejos, Sherlock! Abandone Baker Street para siempre y no vuelva a hablarme.

-¿Por qué dice eso?

-Mi querido amigo, ¿acaso no lo ve? Las personas a las que amo siempre mueren.

-Mi querido Watson, ¿usted me ama? –los ojos del detective chisporrotearon con un destello equívoco.

-Sí, claro, que le amo… –titubeó Watson-, de una manera fraternal.

-¡Por supuesto! –dijo Holmes, incrédulo de que su querido doctor todavía no se hubiese percatado que bebía los vientos por él.

Holmes se levantó del diván y dando la espalda a su amigo comenzó a lavar los tubos de ensayo en los que había preparado su mejor veneno, ese que era indetectable en cualquier autopsia. “¡Malditos celos!” -renegó por entre dientes- Espero que Watson no se case otra vez. Cometer un tercer asesinato sería demasiado”.

 

-¿Qué dice Holmes?

-Pregunto que si le preparo un té.

60. La Gloria no está en el cielo (Homenaje a la más grande)

Phyllis Turnbull, escucha el motor de la Vespa doblando la esquina de la castellana. Presumida, se pinta por última vez los labios ante el espejo y desabrocha un botón más su camisa, como si mostrar la vertiente de su escote fuera una casualidad no estudiada.

Se asoma a la ventana y ve a su poeta de guardia descabalgarse de la moto. Se sonríen ante la atenta mirada de las vecinas. Su amor, además de incomprendido, es un secreto a voces.

Una vez en su apartamento, se besan como si en sus bocas no pudieran nacer ya más versos, se acarician y son poema, se miran y sus ojos, pecado, el roce de su piel, la Gloria.

¡’Ya sé, ya sé!, dice la poeta interrumpiendo ese momento y encaminándose hacia la Olivetti. Ya tengo el título “Pecábamos como ángeles”. Enciende un pitillo y el humo se funde con la velocidad de sus dedos.

Phyllis suspira y se encamina a la cocina convencida de que nuevamente la comida y su piel, se quedarán frías.

No es fácil ser musa

59. INTERRUPTUS (CRISTINA REQUEJO)

Comenzó a imaginarme con mucho entusiasmo; llegaba a casa, se sentaba delante de su cuaderno, e iba hilvanando mi historia.

Recuerdo bien cómo acariciaba la inicial de mi nombre, la definitiva, porque he de contar que tardó en decidirse, y dejé de ser Alberto para llamarme Luis, hasta llegar a ser Ramón. A veces pasaba su lengua por mis minúsculas, dejándolas húmedas y ávidas de deseo. Otras, rozaba mi tilde con la yema de sus dedos. Conforme iba escribiendo, movía la pelvis y, con la mano izquierda, acariciaba su pubis.

Nunca  llegué a saber qué hacía cada vez que cerraba la libreta.

Desde que ganó aquel premio de novela, me tiene encerrado en su cuaderno, excitado entre el margen izquierdo y el gusanillo, junto al cuerpo desnudo de una voluptuosa mujer, a la que aún no ha puesto nombre, contoneándose delante de mí.

No pierdo la esperanza de que algún día se decida a concluir este capítulo, aunque conociéndola, es capaz de terminarlo haciéndome vivir un gatillazo.

58. PAUSE (A. TORIBIOS)

Se sentó a escribir y nada. La hoja en blanco como la pantalla de un cine abandonado, como un cielo sin pájaros, como un espejo sin azogue. Su parpadeo le pareció irónico, ofensivo. ¿Te ríes de mí?, pensó, y le dieron ganas de cerrar la tapa de golpe y tirar el ordenador por la ventana. ¿Qué sentiría Cervantes, o Dostoievski, o Hemingway? Ellos tendrían papel del de verdad y pluma de mojar, o estilográfica. Quizás era eso. Cogió un cuaderno y su pluma favorita, pero nada, su mano se negaba a trazar signo alguno. Oyó el timbre y tuvo la fantasía de que llamaba el personaje de su historia, esa que no acababa de empezar. Pero no, era el de la publicidad del Mercadona. Vaya… un repartidor, un barrio obrero, algo a lo Marsé… No, para qué reescribir lo escrito. No quería convertirse en otro Pierre Menard. Quiso recordar su último libro, pero nada vino a su mente. Tampoco se acordaba de relato ni poema alguno firmado con su nombre. Cielos, quién soy, pensó, y un sudor frío le recorrió la espalda.

57. Cadena perpetua (Luisa R. Novelúa)

Qué fácil es empuñar la pluma y perpetrar con ella crímenes, humillaciones, heridas purulentas provocadas por amores no correspondidos. Y todo, para alcanzar la gloria literaria. Pudiste crearme apuesto y, sin embargo, me engendraste deforme; no te hubiese costado nada describir a una madre cariñosa y a una familia protectora que me guiara hasta convertirme en un hombre amado y de provecho, pero te ensañaste con mi desgracia para denunciar las injusticias de la misma sociedad que te admira y acudirá en masa a tu funeral. A ti te espera el Panteón de franceses ilustres. Yo estoy condenado a trepar por las torres de esta catedral mientras quede un solo lector dispuesto a leer tu historia. Mi historia.

56. Gracias Sr Balzac, mi gato lleva su nombre

Había sido una mujer alegre e incluso guapa hasta que los duros trabajos del campo habían conseguido mermar la lozanía de su espíritu y la esbeltez de su cuerpo.

Pero el destino quiso que un día cayera en sus manos el libro “Balzac y la joven costurera china”. Se pasó la noche leyéndolo de un tirón.

Y cuando un día, porque las lentejas sabían un poco a resquemadas, él empezó a gritar: ¡Inútil! ¡No vales ni……….! Ella, levantándose tranquilamente, dijo:
– Me voy.

– Mujer, ¿A dónde vas a ir con casi 50 años?

Todavía resonando los gritos en sus oídos, emprendió el camino hacia la libertad.

Con una media sonrisa, él la vio marchar.Pensaba que como en ocasiones anteriores, al cabo de poco tiempo, iba a regresar..

Se equivocaba.

55. LA HOJA EN BLANCO (JM)

En media hora recibiré el premio Nobel ante un público convencido de que todo ha sido fácil, un sendero de éxitos y gloria, pero no, no ha sido siempre así, y por eso estoy aquí dándole vueltas…

Al acabar mi primera novela, en casa valoraron el esfuerzo, pero como si hubiera terminado un puzle de quinientas piezas, y no tardaron en recordarme que estaba en deuda con los quehaceres pospuestos:

—A ver quién recoge el garaje —escuché decir.

Luego vinieron los primeros reconocimientos visibles cuando mis nuevos libros se exponían en los escaparates, pero la respuesta fue tibia también:

—Ah, muy bien. Pues ya que estás ahí, sube naranjas.

Cuando ya era incuestionable el éxito, aún hubo tiempo de percibir que dejar mi trabajo anterior para dedicarme a escribir suponía un riesgo doméstico:

—Bueno, con lo que gana tu mujercita hay para los dos—me dijeron.

Hoy me he vestido de gala, mi familia me acompaña —orgullosa—, pero he vuelto a sentir esa desconfianza antes de entrar al salón:

—¿Has ido al baño?

Y aquí estoy ahora, cuestionándolo todo y dándole vueltas al rollo de hojas en blanco.

54. A Pepi, guía en Moguer. (J.A.Redondo Lavín)

De la mano de tu recuerdo, Juan Ramón Jiménez Mantecón, sí, de los pasiegos Mantecón,  he paseado por tu pueblo. Ha sido a finales de este invierno, en un día de golondrinas nuevas en el que la luz de Moguer reflejaba el cielo limpio en las aldabas de latón pulido de los viejos caserones. Por todas las plazas estabais, erectos en bronce o en láminas de hierro, tú, Platero y tus coetáneos de las páginas del Nobel andaluz. En el museo, pasó revista Pepi, la de los Gallinato, a los barcos de papel de tus escritos; aquellos folios de letra difícil, en clave, que solo Zenobia, su Gala amada, sabía descifrar.

Hasta que nació aquel burro de algodón, conocíamos tu puerto como el de las tres carabelas; hoy parece tener más renombre la armada de veleros de poesía y galeones de prosa que tu mente hipocondríaca lanzó a la mar. Se diría que aquel pueblo, que no te comprendía y que te repudiaba, hoy es solo tuyo.

Ayer arranqué una hoja de aquellas adelfas que Juan Ramón plantó en la Residencia de Estudiantes madrileña. Como marcapáginas ha quedado junto a la golondrina: “Ahí la tienes ya, Platero, negrita y vivaracha…”

53. Invitación al viaje

Sentado en un duro banco de madera, una sombra de melancolía cruza la frente de Liev. Recuerda el día en que, en otra estación, vio recibir el cadáver de Antón Chéjov y cómo lo sacaron del vagón en una caja de madera con el rótulo: «Ostras». Una banda de música había acometido el inicio de unos acordes patrios, que cesaron en cuanto el director comprendió que no era ése el tren en que el cónsul regresaba de Alemania.
Ahora, en la estación de Astápovo, Liev quiere partir. A sus ochenta y dos años, desea seguir marchando. «No importa dónde, mientras sea fuera de este mundo», ha escrito un joven poeta francés del que se siente más cerca que de su familia. Ni su esposa ni sus hijos conciben que un conde cree escuelas para sus siervos, que escoja como propio el atuendo tradicional de los campesinos, que reniegue de la Iglesia y arremeta contra el absolutismo de sus zares. No entienden su amor por Anna Karenina ni su devoción por Iván Ilich. Nunca le han perdonado que sea escritor.

52. Segunda oportunidad (Patricia Collazo)

Nos citamos en el pasillo de los Clásicos. Como entonces. Aquel sitio poco transitado, ha sido siempre nuestro rincón preferido de la biblioteca. El escenario de tantos tórridos encuentros.

Me excita que ella no haya olvidado los buenos ratos compartidos. Y que se las haya ingeniado para hacérmelo saber con la complicidad del bibliotecario nuevo de las gafas de pasta.

La espero acodado entre la Ilíada y la Odisea, donde tantas veces. Deseando que se aparezca vistiendo, como en los viejos tiempos,  solo su collar de perlas.

Ella ha sido mi primera novela de intriga, y yo he tenido el privilegio de ser su primer cuento largo. Después, nuestras vidas de viajes constantes terminaron separándonos. A ella se la llevó un irresponsable que la devolvió con un año de retraso. Mientras tanto, yo había hallado consuelo en aquella antología poética, cautivado por la variedad. A su regreso, no lo entendió y rompimos.

Tenemos ahora una segunda oportunidad. O no.

Mis páginas tiemblan al verla aparecer luciendo sensual su escueto atuendo: un afilado estilete. Los años la han convertido en una guapísima novela negra.

51. No mires a los ojos de las musas.

No había planeado enamorarme de ella. Sucedió sin más. De la misma manera que uno no planea que llueva en los funerales o que amanezca después de anochecer.

Solía llegar al alba. Se colocaba detrás de mí y me susurraba al oído mil historias. Esas que hicieron de mí un escritor de éxito. Debí conformarme con su voz de plastilina acariciando mi cuello. Pero rompí las normas y me giré. ¡Dios, qué hermosa era! Tenía el cabello azul y los ojos amarillo limón. Besarla fue como beber una primavera. Olía a madre, a puchero de domingo y a hierbabuena. Me volví loco. Dejé de escribir bajo sus dictados, para amarla según los míos. Y cuando me di cuenta de que llevaba meses sin escribir, le mentí. Le dije que no la amaba. Pensé que así recuperaría a mi musa. Menudo gilipollas.

No he vuelto a verla. Desde que se fue, la busco sin éxito en libros ajenos.  Solo sé que no puedo olvidar su mirada ácida y dorada. De la misma manera que nadie puede hacer que salga el sol en este funeral que es mi vida ahora.

O que después de esta noche, llegue el alba una vez más.

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