Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

120. De ida y vuelta

La cubierta está dura y helada. La raída manta casi no les cubre. La humedad cala hasta los huesos. Qué mala suerte: toda la travesía lloviendo. No pueden pagar un camarote, pero no importa. Bienvenido sea el mes y pico de frío, lluvia, viento, hambre, mocos y tos con tal de dejar atrás la miseria de su Andalucía natal. Desde que cerraron la mina, el mísero jornal de recoger aceitunas no da para todo el año. No les queda otra que lanzarse a hacer las Américas.

 

Al bajar del avión María aspira hondo el aroma de azahar. Por fin regresan a casa. Han comprado el cortijo donde sus padres se deslomaban atendiendo al señorito. Está deseando sentarse frente a la chimenea del salón, esa que de niña solo podía fisgar a través de la ventana, ya que a los hijos de los jornaleros no se les permitía entrar en la casa.

 

A su lado, el pequeño Juan contempla emocionado a su padre, quien apenas puede contener las lágrimas, y agarra fuerte la mano de su madre. Allá en Argentina ha dejado muchos amigos, pero están cerquita, a ocho horas de vuelo. Parecen menos; es lo que tiene viajar en business.

119. N O S E ( de MEL)

Sus ciento cincuenta años nunca le habían pesado pero cuando la última mota de polvo toca el asfalto y el coche de la única familia que quedaba en el pueblo se pierde en el horizonte, en ese preciso instante, se sabe viejo y por primera vez en su vida  le duelen los rayos de sol sobre su piel. El viento le azota, como cada día,  y se estremece, y no es solo por la tramontana.  Algo se resquebraja dentro de sí, y ve la letra N rebotando por la tejas del cimborrio. Ha perdido el norte, en toda su extensión. Y comprende que a la mezcla de herrumbre y rocío que resbala por su cuerpo otros lo llamarían lágrimas.  Pierde el equilibrio y  todo él cae desde lo más alto de la iglesia, rompiéndose a cada golpe, para ir a clavarse de pie, con su única patita en el centro de la plaza, ahora y por siempre vacía, preguntándose a donde ha ido la gente, mientras las cuatro letras de los confines del mundo lo rodean en un círculo.

118. Graceland

Despedirse de los viejos fue duro. Obligados por las circunstancias a quedarse, sabíamos que aquel abrazo sería el último. Se movían inquietos entre nosotros sin saber qué hacer. Su mayor preocupación parecía haberse reducido a que pudiéramos olvidar algo, de manera que sus frases de recordatorio, repetidas nerviosamente hasta el absurdo, sustituían con frecuencia a las de la despedida.

Salimos al alba en silencio, cargando en brazos con los más pequeños, aún dormidos, y arrastrando únicamente los enseres necesarios. El barro helado del camino, marcado de huellas de carros, dificultaba nuestro avance, obligándonos a parar más de lo deseado en espera de los rezagados; nada que hiciera flaquear nuestra determinación de seguir, de alejarnos como fuera del hambre y la guerra, del frío extremo…

El grupo iba creciendo al paso por los pueblos. Los nuevos hablaban con entusiasmo del Continente Milagro, La Tierra de la Gracia, donde ahora la vida florecía por todas partes en una abundancia sin límites. Sabíamos que, tras llegar a la costa, cruzar el mar exigiría una interminable y tortuosa espera a la que muchos no sobrevivirían. Afortunadamente, al menos, ya no quedaba nada de aquella barrera hiriente que una vez nosotros mismos levantamos.

117. El recordatorio

Gracias a la picardía del conductor, con el largo desvío pudo ver las calles llenas de edificios nuevos, negocios en otros idiomas y aquella iglesia que se mantenía como un faro para reconocer el barrio. Caminaba por la acera, añorando el olor a serrín de las carpinterías, la grasa, el humo flotante de las gallinejas, zarajos y casquería, desterrados ahora por pizzas, kétchup, curry y otras especias que embriagaban las aceras entre una manzana y la siguiente.

Preguntó por Pedro, el dueño de la cafetería. La camarera indicó que se encontraba en el salón del fondo. El anciano se asomó por la cortina y lo vio, acompañado de su mujer, los hijos y algunos amigos. Después se acercó a la barra y encargó una botella del mejor champán para que se lo entregara con un sobre. La camarera descorchó el espumoso y se lo sirvió a los invitados al cumpleaños, mientras Pedro observó la tarjeta que contenía con la fecha de su nacimiento y esa nota con una escueta frase:

– ¡Felicidades, hijo!

La camarera le devolvió al viejo los papeles hechos pedazos. El hombre, resignado, consultó la hora, salió fuera y llamó  un taxi para regresar al aeropuerto.

116. Nosotros bien, a Dios gracias (Pablo Núñez) (Fuera de concurso)

Después de unos años, al fin nos hemos acomodado en este país. Desde que dejamos apartados los sentimientos, todo ha sido más fácil. A veces nos miran con recelo, pero ya estamos acostumbrados; lo mismo hacían en el pueblo cuando su hija Margarita se quedó preñada antes de la boda y poco nos importaba. Por cierto, que al niño lo verá pronto: no aguantó este clima y se lo hemos enviado.

Nos hemos enterado de que al final se perdió la guerra. Aquí llegaron noticias confusas, pero el Padre Genaro nos escribió y, además de contarnos lo suyo, nos lo confirmó. Lo que no nos ha quedado claro es quién la ganó; si es que alguna vez las gana alguien.

Paquito lleva en el bolsillo derecho del pantalón, junto a esta carta, el dinero que nos pide el cura para que no acabéis en la fosa común. Esperamos que sea suficiente y os metan en un nicho acogedor. Sentimos que no pueda ser la tumba que deseaba con su lápida de mármol, pero no contábamos con los gastos que nos iba a suponer el traslado de su nieto, aunque seguro que le compensa su compañía. Cuídese. Cuídelo.

115. El negro del AhorraMas (Juancho Plaza)

Su nombre es Mbaye. Cuando está solo deja que golpee las paredes de su cabeza: «Mbaye, Mbaye, Mbaye…».  Ya nadie le llama así, ni siquiera en la casa ocupada en la que vive con otros que, como él, tuvieron que abandonar su tierra. Se ha acostumbrado a mentir, a cambiar de nombre y de nacionalidad, a inventar parientes y profesiones, a decir que está bien mientras la pena avanza despacio y en silencio dentro de sus tripas. «Mbaye, Mbaye, Mbaye…», rebota de la sien a la nuca, de la frente a la coronilla, igual que aquel balón, repleto de cicatrices de bramante, que chutaba con sus amigos contra la cerca del protectorado. Después la guerra. Muchos cambiaron el balón por un machete, los juegos por pistolas. A los más grandes les armaron con fusiles y tacharon la palabra amigo de su vocabulario. No quedaron más salidas que el ultraje, el éxodo o la muerte.

Mbaye ofrece la palma de su mano y su sonrisa a quien se acerca al súper.  Contrasta su blancura con lo negro de su piel, con la sombría gravedad de su añoranza, con el incierto futuro que en forma de calderilla alcanza sus bolsillos.

114. Los últimos emigrantes.

En la más elevada montaña de la Tierra algunos hombres se afanan controlando los últimos detalles en la estructura de las arcas, asegurándose que no existe ninguna grieta. Las bodegas de los navíos acogen en orden a todos los animales, los congeladores están repletos de alimentos y en los fardos, asegurados con firmeza, viaja todo lo necesario para comenzar la andadura en la nueva morada.
Mientras tanto en las ciudades de todo el orbe sus habitantes viven, los más afortunados, a cubierto de la lluvia letal que no deja de caer; cada gota que toca la piel supone una ulcera lacerante difícil de curar. Los terremotos y tsunamis se suceden sin parar. La Tierra, agotada y enferma se rebela contra su virus.
Los ocupantes de las arcas imploran para hallar un claro entre las nubes y enfilar las proas con decisión hacia el espacio. Un halo de ilusión planea sobre todos, es tan potente como la pena que albergan sus corazones. Saben que son emigrantes sin retorno, que nunca dejaran de añorar su hogar. Evocaran durante generaciones el planeta azul desperdiciado y maldecirán eternamente la ceguera de los avariciosos.

113. Llueve (relato fuera de concurso) Anna Lopez Artiaga / Relatos de Arena

El cielo y el mar parecen querer unirse y devorarnos a todos. La mujer del fondo ha dejado de llorar. Sigue aferrada al cuerpecillo inerte y lo acuna, pero ya no llora. La primera claridad del alba nos muestra un horizonte nómada. Ni rastro del continente.

Llueve.

En la cocina, Juana remueve el guiso. Los choclos ya están asados. A la señora no le gusta que prepare comida guaraní, pero una cazuela de carne es una cazuela de carne en todas partes, ¿no? ¿Qué mal hay en acompañarla con unas deliciosas mazorcas?

Llueve.

No ha vendido  nada. En cuanto puso la manta en el suelo se derramó el cielo entero y tuvo que correr hasta la boca del metro. El vestíbulo bulle de gente apresurada que cruza entre los africanos, sin verlos. Parecen deportistas  esperando en el túnel de vestuarios para saltar al campo. Él sueña con ser jugador de fútbol. Ganar mucho dinero. Comprarle una casa a su madre.

Llueve.

Hoy no podrá salir a pasear con el viejo. Pobre hombre. Ya no reconoce a la hija, ni a nadie. Solo a ella le sonríe. Y, de cuando en cuando, se le empañan los ojos y llueve.

112. Aquí, allí

Aquí no le arrojan bombas, sino que le lanzan insultos. Aquí no pasa hambre, aunque debe rebuscar comida entre la basura. Aquí no existe el peligro de que la violen, de que la azoten, de que la lapiden, pero la tratan peor que a un animal. Aquí no tiene que dormir bajo las estrellas, aunque debe compartir habitación con otros dos mil refugiados que, como ella, quieren regresar allí.

111. Picaresca a la rumana, (Rosy Val)

Me lo encuentro cada mañana en el barrio donde vivo, con su balanceo, su gorra deslucida y esa mirada asilada en sus atribulados ojos. “El chico extranjero me entristece”, le comento a veces a mi marido. Pero él sabe que no escucharé sus cansinas reticencias ni el manido proverbio chino de la caña y el pescado; seguiré dándole diariamente su euro. Al menos que, los actuales gerifaltes decidan ocuparse de las cotidianas estampas que agarrotan mi ánimo. Y mientras sigo a la espera, descubro por una calle del centro —gracias a un semáforo encendido que detiene mi coche en el paso de cebra— a un joven malabarista que lanza y recoge clavas con pericia. Al término de su lucimiento se aproxima al coche que encabeza la fila. Tras neutralizar su cara de asombro con una sardónica risa compruebo que la tristeza ha migrado de sus ojos. También, que su gorra ha rejuvenecido varias puestas; me la presenta… Al momento, el semáforo se abre. Me alejo, despacio, mirándolo a través del retrovisor… ¡milagro!, le vuelve la cojera.

110. Traductor de espumas

Tras las miserias y desiertos humanos, a cuatrocientos kilómetros de la costa, he aprendido a mirar, a ver más allá, a sentir a la familia próxima sin importar las distancias; a intuir en mi compañero de embarcación a mí mismo, a traducir las formas de la espuma que llegan salpicando a nuestros rostros. Nos anuncian un frescor de esperanza, o impregnan con sal caliente nuestros labios; nos alivian la agonía de la sed o nos advierten de la fuerza de las olas como muros de alambradas. En la noche brillan destellos hermosos que son testigos de historias de naufragios y oraciones, y que parecen levantarse con la marea, desafiantes, mientras las gaviotas juguetean y parecen reírse de nuestro sueño azul infinito.

La ilusión es una paradoja que contradice la realidad, una simulación de sí misma en la que todos los tripulantes de la barcaza creen.

Rozando las olas de la playa, camino con una única intención al llegar: regresar.

109. INÉS (M.Carme Marí)

Se casó, muy joven, con el muchacho más gallito del barrio que las tenía a todas encandiladas y con él tuvo un hijo, Pablo. Fue lo mejor que le dio su marido. El resto llegó de la mano del alcohol. Hasta que el exceso de bebida se lo llevó. Desesperada por dar una educación a su hijo siguió los pasos de una amiga hacia España, y se puso a limpiar escaleras. Pasaba los días apretando la foto del pequeño contra su pecho y prohibiendo en vano a las lágrimas asomar a sus ojos. Ese dolor en el alma era peor que el dolor físico de los años anteriores, aunque hallaba consuelo a final de mes cuando podía enviar dinero a su madre que cuidaba del niño.

Cruzar el océano era muy caro, sólo pudo permitirse tres viajes en doce años. Por eso Inés desbordaba de felicidad cuando por fin pudo traer a Pablo a España para que estudiara en la universidad. Esos fueron los mejores años de su vida.

Ahora ha sido Pablo quien ha tenido que emigrar al norte de Europa, pues aquí no había trabajo para él. Maldita crisis. Inés vuelve a estar sola.

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