Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

64. TOÑI ES UNA MUJER DE PUEBLO ¿QUÉ PASA? (Ana Tomás García)

Toñi tiene el transistor encendido, como cada mañana; está fregando los platos, pendiente del puchero. Aprovecha la ventana de la cocina para controlar al ganado que pasta en el prado, pero se pierde pensando en el bizcocho de naranja y en el frío que tendrá su Manolo sembrando en mitad del campo. En esas suena una canción por la radio, You can leave your hat on, aquella famosa canción que fue banda sonora de aquella famosa película que vio cuando tenía dieciocho años, y su cuerpo, sin darse cuenta, se deja llevar. Baila arremangándose la falda con las manos mojadas, salpica de gotas los azulejos y los cristales de la ventana, se suelta el pelo y se sumerge de manera espontánea en un éxtasis que la libera de modo inconsciente de su rol aburrido de ama de casa. Pero entonces, irrumpe una cuña de propaganda, las coles y las naranjas estarán de oferta toda la semana. Se recoge el pelo, pasa la bayeta para secar el agua y saca el bizcocho del horno para decorarlo con unas ricas pasas. Toñi es una mujer de pueblo, pero también le gusta la marcha ¿qué pasa?

63. La novedad (Susana Revuelta)

—¡Nunca había visto nada igual! —aullaba la muchacha señalando fuera de la gruta.

―Tranquilízate, Mika ―gruñó la madre alargándole un cuenco con un mejunje verde.

—¿No hay nada para picar?

—¡Deja eso, que es el aperitivo de tu padre! —exclamó arrebatándole una escudilla llena de lombrices—. Toma ―añadió ofreciéndole un trozo de carne sanguinolenta―: hígado. ¿Qué ha pasado?

—Pues que estaba haciéndome un collar de flores…

—En eso no has salido a mí —la cortó disgustada—. Siempre dispersándote con tonterías. ¿Cuándo sentarás la cabeza?

—¿Continúo —bostezó Mika— o me echo una siestecilla?

—¡No! Sigue…

—Fue un espectáculo. Comenzó a llover y cayó un dios del cielo, como decís papá y tú. Pero era un rayo; no, no pongas los ojos en blanco, mamá: era un rayo normal y corriente. Entonces partió el tejo donde estaba apoyada, menudo susto. Y ahí que aparece el Gori.

―¿Y qué hizo el mamarracho de tu marido?

―Agarró una rama encendida y corrió donde los otros cazadores. Fíjate si será memo que se le cayó encima del mamut descuartizado y se pusieron todos a comer ¡carne quemada!

—Por favor, ¡qué asco!

—Sí…

Mika se quedó pensativa, salivando, contemplando el humo a lo lejos.

 

 

 

62. Motes

«La Endrina» era antropóloga, por más que su analfabetismo le hubiese impedido siempre conocer dicho concepto. Iniciada por su abuela, tenía en sus convecinos un excelente material de trabajo. Podía catalogar a cualquiera con solo mirarlo. Pero era escarbando en los nombres de cada árbol genealógico, motes exclusivamente, donde hallaba su mayor fuente de información. Apenas tenía que retroceder dos generaciones para enriquecer el apelativo particular con varios de índole familiar e incluso racial, si bien estos últimos, tras siglos de incesante mezcla, no solían ser demasiado acertados.

«La Endrina» vivía con «El Belfo», un viudo más cristiano que judío, aunque menos que moro y gitano, y de abuelos «Lechuzos» y «Escuerzos». Aquella tarde, sin embargo, fue ella quien abrió la puerta a aquel forastero. Había llegado al pueblo preguntando por un tal Francisco Castillo López, con quien había hecho el servicio militar, y alguien lo había enviado hasta ella. Conocedora exhaustiva del «registro civil», le bastó escuchar aquel nombre para asegurar categóricamente que no era del pueblo. Pero el desconocido siguió insistiendo hasta que finalmente, como último recurso, sacó una foto de ambos. La antropóloga casi se desmaya al ver aquel muchacho de tez morena y prominente labio inferior.

61. DE VOTOS Y FORTALEZAS

Adalberto Ruipérez casose tiempo ha con Agapita Rebolledo, buena moza y mejor preparada para los deberes conyugales. Veíase en el pueblo, pero apenas decíase en voz baja en murmullos de mercado, lo desigual de su convivencia. Agapita, mujer fuerte, de anchos brazos y ánimo recalcitrante, pasábase el día cuidando los campos y la granja, de sol a sol como solía decirse, aunque fueran estas tierras más de cielo encapotado y lluvia persistente; mientras que, a Adalberto, podíase verle a casi toda hora frecuentando las tascas con el brillo opaco de la cerveza tras cada mirada. Los murmullos encontrábanse siempre con la fe cristiana como motivo de resignación pues lo sacramentado ante el Señor roto no podía ser. Y, en virtud a eso, pensaban que Agapita consentía.

Pero quiso la tentación que Adalberto, seguro de la docilidad de su esposa, quebrantara sus votos con una muchacha de cabello rizado y espigada figura. Y quiso la inevitabilidad de los pecados siempre transmitidos de boca en boca en pueblo pequeño, que Agapita se enterase. Adalberto descubrió aterrado, momentos antes de finar, que su mujer fuerte, de anchos brazos y ánimo recalcitrante sí podía molestarse y alzar hacha para algo distinto a cortar leña.

60. Ancestros

Cuando Emma nació heredó su mata de pelo amarillo y su mirada limpia de ojos pardos.

Una mirada curiosa que ahora observo saltar de letra en letra, mientras canta en voz alta sílabas recien aprendidas de su cuaderno infantil.

Esas mismas letras que antaño bailaban desordenadas en otra cabeza y que a unos  ojos como los suyos tanto les hubieran gustado unir, una tras otra, hasta crear palabras, frases, historias, mundos.

Esos ojos pardos en otro tiempo regados por lagrimas ante un privilegio solo reservado para su hermano, quien por ser varón y tener la obligación de escribir desde el servicio militar, había podido acceder a el. Su destino fueron otros menesteres que curtieron sus manos, tostaron su piel y  nunca consiguieron apagar aquella inquietud.

A ella quisieron enterrarla sin saber que era una semilla. Una semilla de las buenas, de las que tarde o temprano dan fruto.

59. Desenredando recuerdos

El ovillo cayó de su regazo y rodó por la cocina hasta las brasas. Su mirada ausente lo siguió y quedó atrapada en aquel fuego, donde parecía buscar sus recuerdos, tan enredados como la lana.

Felipe, que la observa, coge sus manos resecas  y empieza el relato de la bella Sabina, en el que ella renace cada día, desde  aquel otoño en que el olvido anidó para siempre en su cabeza.

Le cuenta que esas hermosas manos eran fuertes cuando segaban, delicadas preparando dulces y tiernas en su cama. Que sus ojos verdes ahora son cristalinos porque contienen muchas tormentas de verano. Ese cuerpo doblado por los cansancios, fue ágil y esbelto, moldeado por el  trabajo y curtido por las heladas.

Los surcos que ella labró en la tierra, ahora descansan en su rostro.  En su piel color de trigo, duermen los soles de muchas siegas. En su moño apretado, se enroscan los vientos que un día peinaron su melena, ahora cubierta por la última nevada.

Si, Sabina es más hermosa que nunca porque la lluvia, el sol y la tierra se quedaron a descansar en ella.  Así la ve Felipe… y así se lo cuenta cada día.

58. De buenas partidas y buenos partidos

Una pareja observa pastar a un rebaño de ovejas.
—¡Qué paz! Por mí estaría siempre así…
Ella lanza una mirada de espanto y musita: «¿Siempre? ¿Dejé a un cerdo para acabar con un borrego?»
—Isidoro, a mí me gusta esto, tus ovejas…
—Y te gustan otras cosas, mi borreguita, la reina de mi rebaño… —Isidoro la estrecha entre sus brazos.
—¿Reina? ¡Mejor viven tus ovejas! —intenta escurrirse del arrumaco.
—¿No te alegras de haber dejado a tu Nicolás? Yo no vuelvo más a ese maldito pueblo, con lo del Macario… —Isidoro hinca su cayado en la tierra.
—¿Qué es eso del Macario?—recuerda ella interesada.
—Lo perdió todo a las cartas.
—¿En una de vuestras partidas?—puntualiza.
—Sí.
Nicolasa respira con dificultad. Isidoro argumenta al compás del que pacen sus ovejas.
—¿Quién ganó la partida? —pregunta con indiferencia.
—Yo —responde Isidoro con una sonrisa que se refleja, como en un espejo, en ella. —Pero la siguiente mano la ganó el Faustino, y yo perdí lo del Macario y lo mío, ¡todo!
—No lo sabes tú bien —sentencia Nicolasa, se levanta como impulsada por un resorte, y con un brillo de codicia en su mirada, pone rumbo de vuelta al pueblo.

57. No more Heidis (Esperanza Tirado Jiménez)

Apoyada sobre la portilla de su granja medita sobre todo lo que la ha llevado hasta su nueva vida.

Vendió su coche porque era altamente contaminante, se hizo vegetariana y decidió vestir prendas de algodón.

Y vivir una vida sana y biosostenible.

En un sorteo ganó un fin de semana en una casa rural. Rodeada de verdes prados, cielo azul y amables moradores de aldeas que subsistían de lo que la tierra daba, cambió su chip urbanita.

Dando un contundente giro a su vida dejó su trabajo en una firma de abogados, olvidándose de stress, contaminación y atascos.

Para volver a la Tierra.

Transitar con calma.

Disfrutar de la Naturaleza.

 

Ahora, madruga casi más que el Sol, camina kilómetros buscando pastos frescos para sus ovejas, a las que ordeña a mano, cría a sus gallinas y recolecta sus propios alimentos. Luchando contra las inclemencias del tiempo, enfermedades desconocidas y plagas invasoras.

Y contra el Monstruo de la Burocracia, que extiende sus tentáculos hasta su verde montaña. Desde donde recibe cientos de notificaciones, exigiéndole DNIs biológicos, certificados de bienestar y registros de movimientos de todos sus animales y productos.

Respirar.

Ir paso a paso.

No rendirse.

La Naturaleza es Sabia.

56. PARTIENDO…

Caminaba con paso austero, templando el frío en los recuerdos más cálidos, los que ahogan el lagrimeo indiscreto… De pelo cano, otrora castaño, de fuerte carácter, otrora risueño… Sustentando la pena en su otrora ancha espalda, ahora corva… Su caminar se hizo un poco más pausado hasta casi cesar por la incipiente  tempestad, que no entiende de dolor.

Los funestos cielos grisáceos atraparon sus pensamientos hasta desvanecerlos, obligando a su  mente a dejar de pensar, así sus piernas parecieron ceder, y por un segundo doblaron hasta dar las rodillas con el suelo…

El viejo párroco le ayudó en el levantar, a proseguir el camino, con la diestra tendida… La siniestra indicando a los predecesores a continuar… El carro, tirado por dos mulas, tentando el camino a trozos nevado, se internó en la cuesta que llevaba al Campo Santo…

Y tras las bestias, la comitiva, de unas 50 almas, avanzó en procesión de duelo con un andar silencioso: sólo el golpear de las viejas albarcas al pisar, sólo el viento desgastado en las calles estrechas, sólo un par de plañideras, sólo el susurro de uno de los vecinos:

“No puede haber nada más terrible que volver a enterrar a un hijo”.

55. MI PUEBLO ERES TÚ

Querida Laura:

Hoy la lluvia me trae olores de tormentas escampadas contigo. De veranos con mis abuelos en el pueblo donde tú vivías. Había muchos niños, pero a mí me gustaba tu piel tostada y a ti mi palidez de ciudad. Compartimos tiritas, cromos y nocillas infantiles. Admiré a la adolescente intrépida, que lo mismo segaba que planchaba. Nadando en alguna poza descubrimos el escalofrío del deseo prohibido. En septiembre todo volvía a su lugar: yo al instituto, las hojas al suelo y tú quedabas allí, perenne. Mis inviernos se calentaban recordando momentos contigo apilados como troncos. Llegó agosto veinteañero, el calor y las tormentas, corríamos esquivando el chaparrón y tanto corrimos, que nuestros labios se encontraron. Al día siguiente, hui a la ciudad.

Te he evitado tanto como te he pensado, pero en la última visita al pueblo choqué con tu serena madurez, tu mirada y sonrisa sin maquillaje. Me dijiste que cuidas de tus padres, ya mayores, haces cerámica y conduces un tractor. Siempre tan práctica, Laura. Por favor, haz algo por ti. Rompe prejuicios. Porque quiero recuperar estaciones contigo, saber cómo besas en invierno. Compartir tus sueños e insomnios. Volver al pueblo.

Siempre tuya: Maribel.

54. ME LO CONTÓ MI MADRE (Beto Monte Ros)

Olvidado en una meseta de la cordillera septentrional, de República Dominicana, está el caserío donde la tía Inés atendía (detrás del mostrador) la pulpería de su padre. Durante las sequías y las malas cosechas los clientes eran escasos; pero sobraba el tiempo para otros menesteres, como el de espantar a las moscas que revoloteaban alrededor de la caja del bacalao. A veces tenía suerte y lograba derribar a algunas, las que recogía y colocaba en hileras dentro de un plato.

Los pocos compradores que entraban, la mayoría no cargaba un chele en el bolsillo, iban para pedir fiao y el negocio familiar podría confrontar problemas, si continuaba apuntando promesas de pago en un cuaderno. Para disuadir a los que pensaban que aquello era un lugar de beneficencia, ella le mostraba el plato con las moscas muertas y ponía como condición que para despacharles los viáticos debían comerse uno de aquellos bichos; pero para su sorpresa y como la crisis en la comarca provocaba hambre en las familias, ninguno decía: —no.

53. Surcos

Las piedras del camino restallaban entre el quejido de las ruedas. Por la pendiente del camino viejo de la cantera, madre conducía el carro, adormecida por las chicharras y la rutina severa de la guerra. Me entretenía nombrando los pájaros que sobrevolaban las arboledas, cuando se escucharon los gritos de un hombre pidiendo auxilio, un gemido lejano de sufrimiento y certeza.

– No has oído nada…¡nada!…¡mira hacia adelante…!- se enfadó madre sin moverse de su asiento, sin dejarme rechistar.

Una mirada última en la nuca me fusiló el alma. Ni mirlos ni grajos ni alondras. Tan solo me abrazaba el vuelo de la costumbre añeja, maternal, de mirar hacia otro lado. Las piedras del camino restallaban entre el quejido de las ruedas y dibujaban tras ellas surcos de silencios.

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