Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

119. Cosechando proyectos

Cuando Teresa se encerraba en su habitación los días desoladores, sostenía entre sus manos una cajita de madera, y cabizbaja susurraba: Ojalá estuvieras aquí, abuela.
En el interior de la caja guardaba la única cosa que había heredado de ella: un puñado de tierra rojiza. Recordaba aquellos veranos que pasó en el pueblo con los abuelos. Y la yaya siempre trabajando, dentro de casa o fuera en el campo. Cerraba los ojos para imaginar sus caricias de manos ajadas que la consolaban siempre.
Ahora sin embargo, no encontraba consuelo en ninguna parte. La vida urbana no le gustaba. Tanto ajetreo de ir de un lado a otro, con las horas tan estructuradas que casi no tenía tiempo de sentarse a tomar un café. El desprecio con que muchas veces le hablaba su exmarido, la indiferencia de sus hijos adolescentes, la pena y la impotencia al ver la caída en picado de sus padres. Quizá debería hacer un hatillo con todo y tirarlo al contenedor. Todo menos la caja con su contenido terrenal y regresar a aquel lugar donde tan feliz fue en su niñez y adolescencia, para comenzar una nueva vida sembrando sueños e ilusiones.

118. Santos Inocentes (montesinadas)

Madre quedó pronto viuda.  A mi padre lo arrasó un tractor sembrando el terror entre los bancales y  quedó semienterrado de tal forma-mágica dirían los vecinos- que no pudo extraerse el cuerpo.

El párroco decidió echar tierra sobre él y clavar una cruz. Dejó  mujer e hija y una deuda con el terrateniente que además era ministro de no sé qué.

De la noche a la mañana dedicó la finca a la caza. Madre quedó de guardesa y haciendo grandes peroles de migas para los de la capital, que venían a tirarle al corzo.

El ministro, siempre que aparecía, llevaba a Madre a su habitación, decían que para regañarle, pero le echaba el brazo sobre los  hombros por el pasillo. Madre mostraba en su rostro la belleza pulida que dejan las horas a merced de los caprichos de la naturaleza.

La acusaron de furtiva, por matar dos conejos y volarle el sombrero con pluma a uno, un domingo de montería. Como castigo  nos llevaron a su casa en la ciudad.

Madre va a traerme una hermanita, mantenemos  la casa, cocinamos y limpiamos la escopeta del ministro que por accidente, ayer le estalló en la cara en su último disparo.

117. SATURNO NO HA SIDO

Cuando el camión se llevó por delante la bicicleta, y a mi marido con ella, mi vida se fue al carajo. Me hundí en un pozo donde dormité durante meses.
Un requiebro hizo que prestara atención a mi amiga Dulceida: “Vente a mirar tu destino astral”.
Qué tontería.
Fui.
Técnicos expertos me analizaron en profundidad.
El informe llegó a los días con una conclusión irrefutable:
“Saturno mostraba una absoluta alineación de mi aura con un lugar cuyas coordenadas eran 41º16´57N 3º12´52O”.
Allí debía comprar una casona y terrenos, donde reharía mi maltrecha existencia.
Busqué en el mapa: Villa Cadima, pueblo deshabitado del norte de Guadalajara.
Vendí nuestro apartamento en la playa y compré unas ruinas, que rehabilité.
Y aquí vivo. Absolutamente feliz. Mis tres hijos siguen en la capital, estudiando y trabajando, viniendo siempre que pueden.
Comparto la vida con un hombre maravilloso, pastor, que me hace reir y me enseña todo cuando necesito. He sido madre por cuarta vez. Los astros tenían razón.

Ayer me llegó la carta: se disculpaban por el error. El estudio astral que me enviaron no era el mío. Se habían equivocado de cliente.
En definitiva: Saturno no ha sido.

116. La profundidad de la espera (Juanjo Montoliu)

María se mira en el espejo después de acostar a los niños. Ve en él las marcas del sol y del tiempo, todavía no tan hondas como para restarle belleza, demasiado profundas para no sentirse cansada.

No debe faltar mucho para que vuelvan los hombres de la mar y será el suyo quien le haga su propio examen. Hasta este momento, cada reencuentro ha conducido a traer otra criatura al mundo, no sabe muy bien si por la escasa huella de las arrugas o por el deseo comprimido del final de la abstinencia.

Quizá llegue un día en que a él le pese más la árida conciencia que provoca la hondura de los surcos y ella sienta entonces una angustia diferente. La de ahora se resume en contar las noches en vela a causa de los llantos infantiles y en descontar los días que faltan para escuchar la inconfundible sirena de los barcos.

 

114. REGOVERA LA LLAMAN (Nani Canovaca)

Empieza a amanecer y se despereza. Pronto comenzará las tareas en el campo aunque antes deberá dejar hecho el almuerzo y la casa recogida. Le parece escuchar como golpean las canales al estrellarse en el suelo y poniendo atención, confirma que llueve con intensidad, por lo tanto hoy al campo no se podrá salir. Se alegra porque viene bien un día distinto, aunque aprovechará para proveer la despensa y ver si consigue las mantas para las camas de los pequeños y los ovillos de lana, para por la noche mientras entra en calor a la vera de la chimenea, tejer los jerséis que llevarán para ir a la escuela.
Remoja en leche caliente el pan que sobró en la cena, se calza las botas de agua y prepara la mula. Acopla en el serón los pollos que le encargó el alcalde, los huevos que llevará al médico, los tarros de mermelada que cambiará por la lana, los melones de invierno que llevará a cambio de la primera manta, junto con la miel, los pimientos y las calabazas que recogió ayer, así como las conservas de hortalizas.
Coge el paraguas que fue del abuelo y emprende el camino hacia el pueblo.

113. La Mona

Venía los meses de frío y regresaba al pueblo en los meses de calor. Ese era su día a día. Decía que el invierno se le hacía muy largo y el otoño demasiado triste para estar allí sin nadie. Prefería estar acompañada esos meses en que todo es más corto y marcado. Estar con sus hijas e hijos, con sus nietos y nietas, con el pasado de cuando vinieron a intentar salir adelante y que dejaron atrás en el momento en el que cada semilla creció y se hizo fruto.

Al morir, al desaparecer su sombra, sólo restaron los recuerdos que había dejado, las sonrisas que se asentaron en la memoria y la tristeza por aquello que no recuperaría por la razón que todo y todos se había transformado.

Al arrojar la rosa sobre su ataúd, en ese silencio expectante, revivieron la anécdota de la vecina que llamó a la puerta una semana santa y preguntó si podía guardarle la mona hasta que regresara.

– Ay, perdóname, yo puedo guardarle una mascota, regarle las plantas o una carta pero ¿qué voy hacer yo con una mona en casa de mi hija? ¡Mejor quédesela que yo no puedo hacerme responsable de ella!

112. FLORENCIA

Florencia

Llegué al pueblo al atardecer. Había escuchado noticias y leyendas de un mundo desaparecido. Antaño los caminos eran un ligero rastro, las horas eran cantadas lánguidamente por el badajo de una campana colgada en el vetusto campanario de la aldea, y las vacas hendían sus pezuñas limando los senderos de los pastos.

El pueblo es ahora la frontera de un desierto. Me dijeron que San Román “caía” a dos horas cuesta arriba; sus casas derrumbadas, su iglesia sin campana, su callejuela inundada. Yo quería llegar a san Román. Sentía la añoranza por los lugares perdidos, la desazón de los sueños rotos.

Más tarde vi a una mujer sentada en un bancal; mataba el tiempo viendo pasar a la media docena de visitantes. Me detuve ante ella, y con inusitada naturalidad me preguntó: de dónde eres, a donde vas, a qué has venido. Fui una ventana de su presente.

También yo la interrogué. Ella era la única mujer de la única casa de aquel otro mundo que quedaba allí. A su espalda, una portezuela armada con tres tablones viejos rezaba con pintura de colores: el huerto de Florencia. Le compré calabacines.

111. Trueque

—Para mí que tornan de donde Samuel.

—Y deja a estas aquí, solas.

—A ver, mocosa, aparta un poco.

—¡Clavadita a la mayor!

—A saber si el padre es el mismo.

—Calla, calla, que asoma.

Y las figuras, sigilosas, se apartan de las niñas cuando su madre vuelve del corral al que se precipitó con nuevas nauseas. Alba recoge a la pequeña de los brazos de su hermana y Candela no tarda más de dos tropezones en preguntarle por su padre; seguro que también tiene pecas, fantasea. Alba siempre le responde con evasivas aunque hoy le retira suavemente los rizos dorados que se columpian alrededor de su frente y continúan de la mano, con el cierzo soplando sobre ellas.

Otras siluetas las ven transitar por las calles del pueblo, apostadas tras los visillos mientras sus hombres reúnen en la cantina los arrestos para escabullirse de madrugada. Alba lo sabe así que aprieta el paso y los dientes, con la noche y el invierno tan cerca. Presiente que esta vez será un niño, de pelo negro como el carbón que añorarán a partir de ahora.

Segundos después de que entren en casa, un perro asustado ahoga el chirrido del cerrojo.

110. La siega

En el campo, a mitad de la siega, empecé a buscar sus pechos. Los fui acariciando poco a poco. Los besé con ternura. Mordí sus pezones y empecé a chuparlos, a tomar de su leche. Me los bebí enteros y, allí, a pleno sol, me quedé dormida mientras ella me acunaba entre sus rudos brazos.

109. ESMERALDA (Carles Quílez)

Esmeralda tenía los ojos verdes y el rostro surcado por el sol de setenta siegas. Hablaba poco, como si incluso las palabras guardara; y de vez en cuando, se le hinchaba la pierna, allí donde un día la mordió un lobo.

Una noche, tan tarde ya que incluso las sombras moraban cerca del fuego, su hija Angustias llegó arrebolada a casa y, entre jadeos, pronunció un lamento:

– Ay, madre, mi María fue donde las berzas y todavía no ha vuelto.

Afuera, oyóse un aullido. Angustias, doblegados su ánimo y sus rodillas, cayó al suelo y se abrazó a los pies de su anciana madre. Enterró la cabeza en sus largas faldas y las llenó de sollozos.

Entonces fue que abrióse la puerta y entró una niña con un corderito en brazos y el gesto agitado.

– Ay, hija, que te daba ya por perdida –dijo Angustias, entre lágrimas–. Ven aquí y dame un beso.

A pesar de la hinchazón que arreciaba en su muslo, Esmeralda levantóse súbitamente, interponiéndose entre ambas, y le propinó una bofetada a su nieta. Al ver la desconcertada mirada que su hija le dedicaba, le susurró, mesurando las palabras:

– Algunas veces, hay que saber querer por dentro.

108. Amor platónico (Anna Lopez / Relatos de Arena)

Cuando él le habló del mar, no podía creerlo. La extensión de agua más grande que ella había visto nunca era la laguna, adónde iban a merendar el día de la Virgen. Luego él marchó para embarcarse rumbo a tierras lejanas, y la Narcisa lloró sin tregua hasta anegar el valle. Las casas y los huertos quedaron sumergidos, y las gentes del pueblo tuvieron que construir otras en lo alto del monte. La prensa habló de pantanos y energía eléctrica. Pero nosotros sabíamos que había sido aquel llanto desmesurado.

Sus primeras cartas, hablando de gentes de color, tuvieron una consecuencia insospechada: las calles se llenaron de emigrantes que trabajaban en el campo o abrían tiendas repletas de cachivaches y, aunque el alcalde lo llamó “efecto llamada”, todos creíamos que era el modo que tenía ella de sentirse más cerca de su amado

Pero ahora estamos muy preocupados en el pueblo. La última misiva que se  ha recibido habla de casas tan altas que se pierden en el cielo, autopistas llenas de coches y grandes centros comerciales. Ya han empezado a llegar excavadoras al pueblo y no sabemos cómo convencer a la  Narcisa de que todo eso son solo imaginaciones suyas.

107. Trabajo rural comunitario (Yashira)

Durante años no supe de dónde venían los tomates, jamás los había visto fuera de las fruterías, pero como el destino es caprichoso, aquí estoy, quedamos pocos aldeanos y aunando fuerzas mantenemos la producción suficiente para la subsistencia.
Cada mañana me levanto antes que el sol. Con el crepúsculo regreso a casa arrastrando fatiga de años. Así un día tras otro hasta el domingo, jornada de descanso. No, no voy a misa, he cambiado la mantilla por el delantal de faena. A la tierra no tengo que rezarle ni pedir perdón por mis pecados. Ese dios al que rogué para evitar las palizas, al que supliqué por mis hijos; aquel sacerdote que me decía, hija, tienes que tener paciencia, dios sabe lo que hace; nada hicieron cuando quedamos bajo un montón de escombros, cuando aquel al que debía obediencia destruyó lo más sagrado.
Viajé dejando allí la vida. Y muerta, aunque no enterrada con ellos, me instalé en un lugar casi despoblado que me ha devuelto la energía.

Es la historia de Manuela, que a sus setenta y tantos años continúa su labor incansable, y cada nueva temporada, da a luz vida que nace de las entrañas que la cobijaron.

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