Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

28. Respeto

«… y que nunca te falten al respeto»
Como una losa sobre las espaldas. Hija. Madre. Esposa. Con la dignidad recogida debajo de la rebeca negra o bajo el delantal o el camisón abotonado.
Anda mirando los adoquines del camino, con paso lento pero decidido. Claro que sabe porqué le duele la cabeza y cada vez tiene menos fuerza en las extremidades. Se hace vieja, se hace vieja desde el día en que nació. Lo sabe pero le gusta ir al dispensario al menos una vez al mes. Es muy correcta y muy amable la doctora que viene y trae revistas para que los pacientes aplaquen la impaciencia de la espera. Revistas con mujeres que anuncian vestidos de gasa, medias rojas o negras, con ligueros, perfumes que prometen pasiones… Sonríen como si no supieran del respeto. Hojea la revista hasta casi saberla de memoria. Siempre que piensa en la ciudad piensa en colores. Recuerda, sin venir a cuento, que su Manuel ha de bajar mañana a la ciudad, como todos los viernes. A comprobar los precios del Mercado Mayor.

27. CARACORTADA (towanda)

En un deslucido arcón, Mariola rebusca el lienzo blanco donde entregó su niñez al amo. Amarillea de llantos. Lo baldea en el río, restregándolo con limón. Luego, dejará que se oree al sol sobre la hierba mientras enjuga sus ojos y escapa del espejo del agua.

Revive las dilatadas horas del parto: sangre contra sangre. A madre, sorbiéndole los gritos y maldiciendo a aquellos que arrancaban al infante de su vientre, para acomodarlo en el seno de la señora. Después, aquellas fiebres y el enfermar de madre y el dejarse morir y las puertas mudas cuando imploró auxilio…

Recuerda al muchacho creciendo caprichoso y pendenciero al cobijo del ama. Los desplantes, sus desaires, sus ultrajes. El orgullo ebrio de su rostro bajo el estandarte de nuevas honras mancilladas. Aún le escuece ese primer latigazo que le cortó la cara cuando le afeó su conducta. Y sus burlas.

Tocan a muerto. Una faca le rebanó el pescuezo.

Mañana enterrarán al único hijo de los amos, amortajado con el sudario de la niña madre. Quizá entonces pueda besarlo y pedirle perdón a su dios. Después, con el mismo cuchillo caliente que esconde en su faltriquera, se quitará la vida. Sangre contra sangre.

26. VIDA DE SOBRA (Edita)

Su señorito le hizo un hijo. Al sentirse encinta, huyó sin dejar rastro. A nuestra aldea llegó cuando el pequeño tenía varios años. Mis padres le proporcionaron cobijo y pan hasta que ella pudo apañarse. Primero, recogiendo leche por las cuadras, de madrugada; luego, vendiendo quesos en las ferias. Y siempre, ayudándonos en el campo o en el cuidado de los retoños según fuimos naciendo. A cambio, llevábamos sus cuentas o le escribíamos las cartas.

Su casa humilde nos cautivaba: el agua del balde, el candil… Pero nunca nos dejaban pernoctar allí. Un día mamá nos sugirió a las dos mayores que fuéramos a dormir con ella. ¡Nos costó creerlo! La encontramos sola, desconsolada. Su Ramón había emigrado.

Jamás la vimos quejarse. Ni sonreír. Incluso cuando regresó el hijo, con nuera y nietos de regalo. La llevaron con ellos a una vivienda confortable y lejana; pero, a veces, escapaba caminando hasta nuestro hogar. Avisada la familia, se la devolvíamos días después, medio convencida por mi madre de que Ramón no la defendía de su mujer porque bebía demasiado.

Acabó ciega y al cuidado de la nuera. No pudo reencontrarse con su hijo, fallecido décadas antes, hasta los ciento dos cumplidos.

 

25. ESCENA DE CAMPO

Madre de  cinco hijos, abuela de veinte nietos, bisabuela de seis. Hoy es un día muy especial, es su cumpleaños. Por eso la reunión y la fiesta en este domingo de abril colmado de árboles en flor, de una primavera que llega repleta de olores suaves a yerbabuena y azahar. Ahí está.

Con la figura encogida por el peso del tiempo y los ojos cansados de tanto mirar por las ventanas de la vida -parecen pequeños bailarines en un escenario lleno de experiencias- después de una larga gira de acentuado recorrido sentimental. Aquí continúa con esa placida y venturosa longevidad.

No tuvieron tanta suerte los de su generación. Hoy, sigue disfrutando, aunque a veces se pierda en los recuerdos. Otras, callada sólo mira. Todos la quieren y la veneran por su fuerza, por su serenidad, por su alegría y sobre todo por las historias que cuenta del campo y sus labores: la siembra de cereales, la siega, la trilla, la recogida de la almendra y la aceituna. Aquellos árboles que rodean todavía la casa. Hoy cumple cien años. Todos se arremolinan con ella cuando con gracia narra las faenas del campo, como si fuera ayer. Sin las fatigas de entonces.

24. Problemas diminutos (Juan Antonio Vázquez)

La lógica de la vida se les escurrió de entre los dedos cuando el médico sentenció a su hijo a una enfermedad de nombre impronunciable que le impediría crecer demasiado. Abandonó la ciudad y escapó a las montañas: a una masía solitaria y destartalada anegada de árboles y campo. Con el dinero que sacó de la venta de su vieja casa compró dos vacas y un arado. Bien temprano lo trajinaba, incansable, y todas las noches con unas tijeras de podar desmochaba ─solo un poco─ frutales y jaramagos. En septiembre tras la vendimia empezó, mientras su retoño dormía, a recortar serrucho en mano y de consuetudinario la infinitesimal parte de un suspiro de las patas de las sillas y los armarios. Con el mismo tesón que manejaba la azada remetió furtiva una y otra vez los bajos de su pantaloncito estampado de patos y se encargó de lavar hasta hacerlos menguar unos zapatos que el pequeño no se ponía porque siempre corría felizmente descalzo. Y los días que la recolección no le dejaba fuerzas para seguir empequeñeciendo aquel mundo y aparte que había creado, sonreía al ver cuánto había estirado su hijo mientras le cantaba nanas tañendo un clavicordio enano.

23. LA MALETA (Salvador Esteve)

La moza, de mirada siempre cabizbaja, acabó de limpiar los hierbajos de la huerta y aviar el ganado; sería la última vez.

Abrió la vieja maleta y, lentamente, la fue llenando de pedazos de vida, de fragmentos de su envejecida alma.

 

 

Un visillo bordado por su abuela; un ajuar de cariño que nunca terminó.

Una muñeca de rostro triste.

Un libro, que algún día se juró podría leer.

Una cuerda deshilachada, rota por el peso de una huida hacia la muerte.

Una faca. ¡Nadie! ¡Nunca más…!

Un marco de foto, sin foto.

El fuego empezaba a devorar los pilares de madera de la vieja casa y el humo arropaba con indiferencia los tres cuerpos que yacían muertos, su padre y sus dos hermanos.  El vino había adormecido sus mentes, la Amanita phalloides sentenció sus pecados, expió sus almas.  La madre, testigo mudo, levantó su mano temblorosa pidiendo ayuda, implorando perdón.  Pero su corazón ya no albergaba sentimientos, huyeron a lomos del miedo.

 

Empezó a caminar sin volver la cabeza, el camino pedregoso hería sus pies.  Aferró con fuerza la maleta y con decisión levantó la mirada; sus ojos eran verdes.

22. La mujer invisible (Manoli VF)

 Cuando Juan llegó a casa le extrañó el profundo silencio. Buscó a Dolores por todas partes, llamándola a gritos. «¿Dónde se habrá metido, la loca esa?» bramó en voz alta.  «¡Sabe que quiero comer a las dos!». Se dirigió a la cocina y le sorprendió no ver sobre los fogones nada dispuesto. «¿Y qué como yo ahora? ¡Se habrá dormido entre las lechugas y los pimientos!».

Bajó las escaleras y se dirigió a la huerta «¡No sea que le haya pasado algo y ya tenemos el día arreglado!» farfullaba. Pero en la huerta no había ni rastro de Lola. Furibundo, regresó a la hacienda dispuesto a comer lo que encontrara, chorizos o queso, que siempre había. Cuando entró de nuevo en la cocina le llamó la atención un sobre que estaba sobre el mesado y en el que no había reparado antes.

«Querido Juan:

He decidido marcharme, ahora que ya no me necesitas. He cumplido como madre criando a nuestros hijos, y como hija cuidando de tus padres y de los míos, como esposa estoy harta, puesto que siempre he sido invisible salvo para atender tus necesidades. Por una vez voy a darte la razón desapareciendo».

 

21. LA FRUTILLERA (Mariángeles Abelli Bonardi)

Nadie, en toda la granja, las cosechaba así: sin machucarlas, sin aplastarlas, sin hacerles perder el color que vibraba en la cesta.

Su legendaria delicadeza le había ganado el apodo que tanto la enorgullecía. Trabajaba cantando: «Para que mis niñas lleguen con toda su dulzura al frasco» explicaba, secándose el sudor con un pañuelo que yo juraba que olía a frutilla.

Fue muy raro que ese martes no viniera a visitarnos – mermelada en mano, como siempre hacía. Pensamos que estaba enferma; que había ido al pueblo a vender los dulces. Encontramos su pañuelo, rojo como nunca. Estaba en el suelo, a su lado, y olía a sangre.

20. Arraigo letal (La Marca Amarilla)

Hoy, como ayer y otros muchos días, amanece achacosa.
No se queja. Cuando abre los ojos siempre piensa aliviada: “me he despertado”, antes de levantarse para vivir su rutina diaria.
Después de desayunar sin apetito da de comer a los gatos, sobre todo al tuerto y al que le falta una pata.
Acto seguido recoge los pocos huevos que ponen las gallinas y, acompañada por sus tres perros, remienda cómo puede el pequeño y destartalado corral, donde los conejos entran y salen a su libre albedrío.
Más tarde, un ataque de tos le obliga a dejar los pesados aperos en el suelo para recoger los esputos en un pañuelo.
Una vez recuperada se dirige al huerto rodeado de frutales que hay detrás de la casa.
El perezoso sol de esta húmeda mañana, que apenas ilumina al pueblecito abandonado y a su solitaria anciana, se refleja en el individuo con uniforme de plástico amarillo y escafandra que se acerca:
– Mamá, por favor, sal de la zona radioactiva.
– Ni hablar, nunca me iré de mi casa.- Y hastiada por la insistencia, se gira y respira profundamente un aire que para ella es el más puro.

18. Despojos (Cristina Requejo)

Recorre con los dedos las iniciales de su lápida, acariciándolas, intentando comprender, a través de sus fechas, también su vida. Cuando la recuerda, una imagen la asalta antes que ninguna otra, como si fuera un código indispensable para acceder  al resto de recuerdos: la ve  en la cocina, frente al fregadero de piedra, con una gallina muerta entre sus manos. Llora. Otra vez el zorro había entrado en la aldea por la noche.

Sus ojos  observan asombrados cómo Carmela extrae del interior del animal una yema rodeada de una fina membrana, mientras un lamento agoniza en su garganta. “Ha matado dos gallinas”-dice la mujer-. Después, empieza a desplumarla.

Se ve a sí misma tumbada en una cama, años después, vestida de miedo, con un óvulo fecundado en su interior. “Te dolerá un poco”-decía entonces Carmela, que en sus manos ya no sostenía a una gallina, sino una aguja de calcetar, y que, con gesto duro, se disponía a destejer su vientre.

Todo salió bien, aunque ya nunca podría tener hijos.

Sólo con los años logró comprender aquel lamento agonizando en la garganta de Carmela, y sus lágrimas, y el peligro de los zorros que aparecen por la noche.

17. Trigo limpio (Lorenzo Rubio)

Micaela se enamoró de Jenaro a milésima vista, una de esas mañanas que él, montado en su tractor, labraba los terrenos de padre. La desvirgó en la cuadra una tarde que padre salió a capar unos puercos a la posesión del tío Ambrosio. Dos años después, cuando ella cumplió la mayoría de edad, se casaron y se instalaron en la finca de Jenaro.

Pronto Micaela comenzó a sentirse sola en casa; lo observaba por la ventana, feliz alimentando a las gallinas, pasturando con las cabras, regando, ordeñando las vacas (las únicas ubres que no tocaba eran las de ella)… pero donde más gozaba era montado en su tractor descapotable.

Micaela llegó a ponerse celosa del vehículo y, para tenerlo vigilado, salía al bancal y disimulaba cambiándole el mono al espantapájaros, le llenaba de paja, le contaba sus problemas conyugales… incluso acabó trasplantándole en la cabeza un cerebro de gorrino.

Un día Jenaro y su tractor desaparecieron. Ella, despechada, contrajo segundas nupcias con el espantapájaros. Nunca supo de Jenaro, ya se había encargado el hombre de paja de llevar el tractor al desguace y de enterrar el cuerpo en el bancal. Allí, con el tiempo, brotó un sauce llorón.

16. La falta de memoria

Extrañada miró la habitación, no le sonaba de nada. Aquella estancia era muy bonita, tenía una mesita, una cómoda y al fondo una mullida cama con un cabecero de forja, pero lo que más le gustaba de aquella habitación, que apenas recordaba, era un enorme ventanal desde el que veía el campo. Y entonces le volvía a la memoria una pequeña casa de ladrillo, con cuatro pequeñas estancias y una pequeña cocina de leña; se acordaba cuando se levantaba antes de que cantara el gallo y salía a ordeñar a las vacas, a repartir la comida a los diferentes animales que allí moraban, y a volver feliz, para preparar el desayuno a su marido y a sus cuatro hijos. Les despertaba y les preparaba para ir al colegio, y que lo hicieran con ilusión y con todo el material que precisaran; sus molidas manos ya lo pagarían.
Pero eso ya pasó, ellos crecieron y se marcharon a la gran ciudad; donde el estrés y los mil trabajos para llegar a final del mes les quitaban tiempo para cuidar a una anciana; y entonces recordaba, que aquel lugar era su nuevo hogar, que aquel asilo era el premio por su esfuerzo.

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