Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
días
1
1
horas
0
3
minutos
4
7
Segundos
1
8
Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

134. EN MEMORIA DEL TÍO LEAL

Hoy se cumplen dos décadas de la muerte del tío Leal. Ocurrió unos días antes de Nochebuena. Yo tenía catorce años. Suficientes para comprender que el llanto de sus hermanos, incluido el de mi madre, era fingido. Contadas fueron las veces que alguien le visitó en el pueblo. Allí le dejaron morir abandonado y solo.
Durante el velatorio una frase se repitió en varias ocasiones.
“Pobre, mírale ahí, nada, no quiero nada, solo la radio que conservaba de madre, cuántas novelas escuchamos juntos en la cocina”
Así que tras su entierro, todos corrieron a su casa y se abalanzaron sobre la radio: pelea, lucha. ¡Menuda batalla! Hasta que mi madre se hizo con ella y como si se tratara de un marrano de matanza, con un cuchillo la destripó y sacó un sobre de su interior.
Aquella navidad cenamos opíparamente, bueno, ellos, yo no probé bocado. Hoy pienso con tristeza que la muerte de mi tío se tradujo solo en una gran mesa repleta de manjares, sin embargo recuerdo que esa noche, mis lágrimas se derramaron por lo duro que me resultó el hecho de que nadie respetara su memoria. Al tío Leal jamás le gustó el marisco.

133. AROMAS ENLATADOS

En mi cocina no se saborean los platos por el olfato. Eso sólo pasaba en la de la abuela, donde a mí me encantaba encerrar los aromas en viejos frascos de cristal y ponerles una gruesa etiqueta con el olor que iba cazando al vuelo, al remover ella los pucheros. Jamás me dijo que aquella afición era algo inútil, de eso se encargaban mis hermanas, mientras se reían, dando por sentado que algún tipo de locura me poseía.
La abuela se hartaba de reír viéndome correr por la cocina con el frasco en una mano y la tapa en la otra queriendo atrapar aromas, como quien caza mariposas. Le encantaba sentarse cerca de la radio, en mi habitación, y escuchar su novela preferida mientras limpiaba con mimo cada pieza de la estantería. ¡Los tenía todos!… aroma de cocido, de potaje de verduras, de sopa de ajo, de flan con nata y canela, de arroz con leche…..
Cuando murió, parte de mi infancia se fue con ella. Yo, nunca aprendí a cocinar… vivo de sus aromas enlatados.

132. Vae victis

Al primer aviso de la alocución inminente, la familia abandona el frescor del patio para congregarse alrededor del aparato. Hasta las tatas  Patro y Carmela acuden a escuchar al general retorciendo, aterrorizadas, las puntas de su delantales.

−Buenas noches, señores −saluda Queipo a través de Unión Radio Sevilla−, mañana vamos a tomar Peñaflor. Vayan las mujeres de los rojos preparando sus mantones de luto…− . Antes de que continúe el rosario de bravuconadas y amenazas, Pilar se levanta con el rostro desencajado. «Es muy joven para comprender ciertas cosas», piensa su madre viéndola marchar.

La muchacha sube al sobrao recalentado  que nadie visita en verano. Hace una semana lo encontró en la azotea.

−Yo no he jecho na malo, no me denuncie. Cuando dejen de buscarme, me iré pa Málaga  −suplicó enloquecido.

Cada noche, con la respiración agitada, Pilar levanta la tapa del arcón y le entrega deprisa lo que ha podido escamotear ese día: algo de gazpacho, pedazos de pan, los albérchigos del postre que guardó en un bolsillo; y,  cada noche, aquel hombre orgulloso que soñaba en los mítines con una sociedad sin amos ni religión besa su mano al tiempo que susurra:  −Dios se lo pague, señorita

131. All you need is love

Sería tedioso relatar como acabé aquella noche encerrado en el garaje, con el motor del coche en marcha, baste decir que en cada camino que emprendí en mi vida, tomé siempre la dirección equivocada, hasta llegar al final de un inmenso túnel, donde decidí que había llegado el momento de sumergirme en un misericorde olvido. Mientras los gases hacían efecto, busqué en el dial de la radio una canción memorable, un himno final que me acompañara en el trance, y de pronto, la voz de Lennon inundó mi alma, “all you need is love, love”. Repetí el estribillo como en trance, mientras las lágrimas me surcaban las mejillas. Todo lo que necesitas es amor, tan sencillo, tan complicado, tan olvidado… Por mi mente pasaron raudos miles de recuerdos, todo el amor que había recibido en mi vida, toda la gente que me quiso, todo lo que recibí sin devolver nada a cambio. Apagué el motor y lloré durante horas, y tras esa catarsis supe que estaba en deuda con la vida. Ahora deambulo por los caminos, equivocados o no, sin nada en los bolsillos, cargado con un único equipaje: “love, love, love”…y por fin he logrado ser feliz.

130. LA RADIO SIGUE SONANDO

Un resplandor repentino enciende la noche. El calor es abrasador, pero no consigue mitigar el frío glacial que encoje tu corazón, rebelde, joven, rebelándose ante lo inevitable.

Mientras tu vida se derrama en regueros púrpuras mezclándose con las aguas del arroyo sobre el que has aterrizado, piensas que te gustaría haberle dado un último  beso antes de despediros.

— ¡Maldito orgullo!  —gritas mirando al cielo estrellado.

Evocas en tu mente lo ocurrido: Te ves a ti mismo conduciendo por la carretera del barranco  con una sola mano y con un cigarrillo en la otra. La música suena a todo volumen,  pero la canción no termina de gustarte. Bajas la mirada un momento para cambiar la emisora  y al levantar los ojos de nuevo, ahí está la curva.

¡Demasiado rápido!

**

Por fin, las llamas del fuego iniciado por el cigarrillo han alcanzado el depósito de gasolina. Piensas esperanzado que ha terminando tu lenta agonía.

Al son de tu emisora favorita, tu carne calcinada se desprende de tus huesos, y dejas de ver, pero aún así no pierdes la conciencia.

En tus últimos pensamientos, maldices estar todavía vivo.

La radio sigue sonando hasta que los altavoces, al igual que tú, se derriten.

129. La radioepopeya de las cinco

–¿Qué es esto, H?

–Los tres últimos capítulos, señor director: Aquiles mata a Héctor, se celebra el funeral de Patroclo, Príamo rescata el cuerpo de su hijo y fin de la historia.

–Los radioyentes están enganchados, H. No podemos acabar ahora.

–Podría continuar hasta la muerte de Aquiles y la caída de Troya…

–¿Y eso para cuánto nos daría, para cinco o seis capítulos más? ¿Tiene que morir Aquiles?

–La radioepopeya se basa en la mitología.

–Bueno. Bueno… Estoy pensando. ¿Qué hacen los griegos cuando acaba la guerra?

–Regresan a casa.

–¿Helena se va con Menelao?

–Sí. Viven felices.

–La felicidad espanta a los radioyentes.

–Agamenón es asesinado al poco de llegar a Micenas.

–No nos sirve.

–Odiseo tarda diez años en regresar a Ítaca.

–Interesante… Siempre me gustó Odiseo. ¿Qué le sucede durante el viaje?

–No recuerdo bien. Creo que se encuentra con un cíclope, burla a las sirenas, es secuestrado por Circe, visita el Hades, vive con Calipso…

–¡Magnífico! ¡Grandioso! H, quiero que se ponga a trabajar en el nuevo libreto.

–Bien, señor director.

–Tenga listo el primer capítulo para la semana que viene. Saldrá en antena a finales de mes.

128. Déjame

Corría el 82 cuando yo me encaminaba despacio al temible vestíbulo de los 40. Era el año de Naranjito, del Totus Tuus, de la muerte de Chanquete, de Felipe González, pero sin duda, no era mi año.

Había vivido con 3 hombres y me había desvivido por otros tantos.  El último me dejó sus preservativos en la mesilla de noche, su sonrisa en el felpudo y como últimos regalos, un embarazo de tan sólo una falta y una canción de Los Secretos, en la radio que me servía de despertador.

DEJAME, cantaba la emisora y el capullo del locutor ensalzaba las letras de aquel grupo mientras la lluvia caía intensa por el espejo ante el que me prometí, tiempo atrás, no volverme a enamorar.

De un manotazo, acallé la radio y me di la vuelta en la cama. El hueco de su ausencia, de la de los otros, de todos ellos, se cubrió de seda y un pellizco en el vientre, me recordó que tenía más de mil razones que valían la pena.

127. CEREMONIA IMPERFECTA

Erguido lo mismo que un árbol altísimo, apoyado de espaldas contra la pared, prietas las esposas, demasiado prietas, le limpiaron los oídos meticulosamente y depositaron en sus ojos abundantes gotas de colirio. Le introdujeron también una bola con pinchos en la boca y sellaron sus labios con esparadrapo. Labraban los perros. Algún culetazo se perdió contra su estómago como disecado, proveniente de una mano fácil. Se dio la orden adicional de cargar con parsimonia los fusiles y de tomarse su tiempo, a la hora de abrir fuego, a la docena de hombres situados a escasos palmos de tan larga y ganchuda nariz. Faltaba sintonizar, en el dial del aparato de radio, la frecuencia donde tendrían que aparecer sus versos. Sonaron, y aun en voz cargada de inarmónicas tonalidades, como declamados por un tartamudo, fueron saludados por la brisa. Eran, sin paliativos, estrofas redondas, bellas y revolucionarias elevándose muy por encima del humo gris de las chimeneas. Contra todo pronóstico, calentaba el sol mientras les dirigía la mirada… como si no los viera a ninguno. Tras el tiro de gracia, un reguero de sangre dejó escrito en el suelo: «Menos mal, parece que el tiempo no acompaña».

126. La guerra de dos mundos (La Marca Amarilla)

Un extraño aire que venía de la ciudad me acompañó a casa, la tarde en que me revelaron el secreto. Oscuros nubarrones amenazaban, y la niebla apenas dejaba ver la hierba teñida de rojo en las colinas.

¿Por qué adoptar un hijo que no quieres? Siempre me habían mostrado desprecio, gritado y golpeado, incluso dejándome sordo de un oído.

Encontré a mamá (¿mi madre?) escuchando alarmada la radio, dijo que emitían en directo la invasión de unos extraterrestres que habían destruido la ciudad, y que venían hacía nosotros.

Papá (¿mi padre?) entró, y al conocer la situación comenzó a reír con sorna. Dijo que se trataba de una ficción radiofónica que ya se había emitido con anterioridad. Yo sonreí, no se por qué, y aquello provocó de me castigaran de nuevo con bajar al lúgubre sótano.

Acostumbrado, me tumbé, y en la duermevela escuché como la tormenta descargaba violenta, con gran estruendo de rayos y truenos.

De golpe, se abrió la puerta. Y subí.

No me alteró la imagen desoladora… Ni rastro de la casa, los cadáveres de mis padres (¿padres?) yacían sobre una insólita hierba roja que todo lo invadía. Y las naves, salvadoras, ya marchaban hacía nuevos objetivos.

125. El final de una historia de la radio

Kumaglak y Qamut eran amigos y, por lo tanto, rivales. Durante años compitieron por el amor de Availuk, que harta de ellos se acabó marchando con un inuit que trabajaba con los qallunaat. El día en que alguien les habló de aquel extraño certamen, se propusieron ganarlo.

Consiguieron un mapa y buscaron la ciudad a la que tenían que llegar. Les pareció lejana. Qamut dijo que iría por el este, la ruta más corta. Kumaglak decidió tomar el camino del oeste.

Tuvo que dejar el trineo y casi todos sus perros –sólo necesitaba llevar uno– cuando llegó a regiones donde no caía casi nunca la nieve. A Kumaglak le asombraba la cantidad de fronteras que había. Se hizo todo un experto en cruzarlas de noche.

Mucho tiempo después de haber partido, Kumaglak alcanzó por fin la ciudad. Comenzó a preguntar en la lengua de los qallunaat por el edificio en el que tenía que presentarse. La gente le miraba asombrada. Alguien le dio la dirección. Se dirigió allí. Cuando se acercaba, vio a Qamut. Casi se había olvidado de él. Corrió para llegar antes que su rival. Corrió. Corrió.

124. La Última Emisión

Cuando desperté de la siesta, sólo escuche el sonido inquietante del silencio.
Salí de la sala de rayos, donde pasaba las tardes de aquel caluroso verano, entre paredes de plomo y aire acondicionado.
Mis amigos decían que era curioso que fuera radiólogo llamándome Marciano. «Marciano X» me decían en el hospital. Aquello siempre me hacía sentir especial.
Ahora tenía miedo.
Montoncitos de polvo apilados sobre los asientos de la sala de espera, me hicieron presagiar que alguien había presionado el maldito botón.
Los televisores solo emitían niebla. Recorrí los pasillos del hospital. Sólo encontré polvo y silencio.
En una sala de descanso vi una radio y la encendi.Nada.

Maneje el dial. Busqué desesperadamente esa voz amiga que en cualquier emisora escuchaba en el coche de camino al trabajo en la mañana. Nada.
Silencio.
Pensativo, me dirigí hacia la última esperanza a la que tuve el coraje de asirme. Junto a la sala de ambulancias estaba el puesto de radio.
Cuando llegue estaba encendida. Sólo tuve que presionar el micrófono y hablar. No hubo respuesta.
Lo último que recuerdo antes de caer dormido en un mar de lágrimas, fue el pensamiento de ser el último locutor de radio del mundo.

123. RUIDO BLANCO

Ruido blanco

Como partículas en suspensión, el ruido blanco flota, se acurruca, absorbe, mimetiza y espera. Espera agazapado para convertir en algo neutro las palabras, los sonidos, la música, las risas, los llantos. Todas las frecuencias y modulaciones acaban engullidas en esa línea espectral que transita el espacio-tiempo, infinita y eterna. La radio retransmitía, con voz monocorde, los últimos momentos del planeta. Éramos pocos los que permanecíamos escondidos, guarecidos en subterráneos como las últimas ratas que, al final, sin remisión, acabarían por abandonar el barco. La comida escaseaba y el agua estaba tan racionada que apenas disponíamos de un sorbo para refrescar los agrietados labios. El día en que la radio enmudeció y nuestras palabras se confundieron con ese ruido –porque el silencio es ruido, ruido blanco–, abrí la puerta y emergí hacía la luz que también, como el ruido, es blanca.

Nuestras publicaciones