Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

126. La guerra de dos mundos (La Marca Amarilla)

Un extraño aire que venía de la ciudad me acompañó a casa, la tarde en que me revelaron el secreto. Oscuros nubarrones amenazaban, y la niebla apenas dejaba ver la hierba teñida de rojo en las colinas.

¿Por qué adoptar un hijo que no quieres? Siempre me habían mostrado desprecio, gritado y golpeado, incluso dejándome sordo de un oído.

Encontré a mamá (¿mi madre?) escuchando alarmada la radio, dijo que emitían en directo la invasión de unos extraterrestres que habían destruido la ciudad, y que venían hacía nosotros.

Papá (¿mi padre?) entró, y al conocer la situación comenzó a reír con sorna. Dijo que se trataba de una ficción radiofónica que ya se había emitido con anterioridad. Yo sonreí, no se por qué, y aquello provocó de me castigaran de nuevo con bajar al lúgubre sótano.

Acostumbrado, me tumbé, y en la duermevela escuché como la tormenta descargaba violenta, con gran estruendo de rayos y truenos.

De golpe, se abrió la puerta. Y subí.

No me alteró la imagen desoladora… Ni rastro de la casa, los cadáveres de mis padres (¿padres?) yacían sobre una insólita hierba roja que todo lo invadía. Y las naves, salvadoras, ya marchaban hacía nuevos objetivos.

125. El final de una historia de la radio

Kumaglak y Qamut eran amigos y, por lo tanto, rivales. Durante años compitieron por el amor de Availuk, que harta de ellos se acabó marchando con un inuit que trabajaba con los qallunaat. El día en que alguien les habló de aquel extraño certamen, se propusieron ganarlo.

Consiguieron un mapa y buscaron la ciudad a la que tenían que llegar. Les pareció lejana. Qamut dijo que iría por el este, la ruta más corta. Kumaglak decidió tomar el camino del oeste.

Tuvo que dejar el trineo y casi todos sus perros –sólo necesitaba llevar uno– cuando llegó a regiones donde no caía casi nunca la nieve. A Kumaglak le asombraba la cantidad de fronteras que había. Se hizo todo un experto en cruzarlas de noche.

Mucho tiempo después de haber partido, Kumaglak alcanzó por fin la ciudad. Comenzó a preguntar en la lengua de los qallunaat por el edificio en el que tenía que presentarse. La gente le miraba asombrada. Alguien le dio la dirección. Se dirigió allí. Cuando se acercaba, vio a Qamut. Casi se había olvidado de él. Corrió para llegar antes que su rival. Corrió. Corrió.

124. La Última Emisión

Cuando desperté de la siesta, sólo escuche el sonido inquietante del silencio.
Salí de la sala de rayos, donde pasaba las tardes de aquel caluroso verano, entre paredes de plomo y aire acondicionado.
Mis amigos decían que era curioso que fuera radiólogo llamándome Marciano. «Marciano X» me decían en el hospital. Aquello siempre me hacía sentir especial.
Ahora tenía miedo.
Montoncitos de polvo apilados sobre los asientos de la sala de espera, me hicieron presagiar que alguien había presionado el maldito botón.
Los televisores solo emitían niebla. Recorrí los pasillos del hospital. Sólo encontré polvo y silencio.
En una sala de descanso vi una radio y la encendi.Nada.

Maneje el dial. Busqué desesperadamente esa voz amiga que en cualquier emisora escuchaba en el coche de camino al trabajo en la mañana. Nada.
Silencio.
Pensativo, me dirigí hacia la última esperanza a la que tuve el coraje de asirme. Junto a la sala de ambulancias estaba el puesto de radio.
Cuando llegue estaba encendida. Sólo tuve que presionar el micrófono y hablar. No hubo respuesta.
Lo último que recuerdo antes de caer dormido en un mar de lágrimas, fue el pensamiento de ser el último locutor de radio del mundo.

123. RUIDO BLANCO

Ruido blanco

Como partículas en suspensión, el ruido blanco flota, se acurruca, absorbe, mimetiza y espera. Espera agazapado para convertir en algo neutro las palabras, los sonidos, la música, las risas, los llantos. Todas las frecuencias y modulaciones acaban engullidas en esa línea espectral que transita el espacio-tiempo, infinita y eterna. La radio retransmitía, con voz monocorde, los últimos momentos del planeta. Éramos pocos los que permanecíamos escondidos, guarecidos en subterráneos como las últimas ratas que, al final, sin remisión, acabarían por abandonar el barco. La comida escaseaba y el agua estaba tan racionada que apenas disponíamos de un sorbo para refrescar los agrietados labios. El día en que la radio enmudeció y nuestras palabras se confundieron con ese ruido –porque el silencio es ruido, ruido blanco–, abrí la puerta y emergí hacía la luz que también, como el ruido, es blanca.

122. Melodía

La encontró el mismo día que ella se marchó para siempre.

Estaba entre sus cosas, al fondo del armario, justo detrás de una caja de cartón repleta de cartas de amor. Era increíble que las hubiese conservado durante tantos años.

Tras deshacerse de aquella corbata negra que jamás hubiera  querido vestir, se calzó las zapatillas y arrastró sus pies cansados hasta el salón.  Allí, la colocó en la repisa de la chimenea junto al marco de plata que guardaba en su interior el rostro sonriente de una joven pareja de enamorados.

Desde entonces cada tarde sentado en el sillón , cerraba los ojos y se dejaba llevar por la melodía que surgía de aquella vieja radio donde sonaban, como caídos del cielo, esos temas que tanto bailaron juntos.

Nunca falló a su cita con la música , esperando el día en se reunieran de nuevo.

Hasta que la muerte le sorprendió tarareando en su sillón , con su mejor traje y una sonrisa en los labios, junto a la antigua radio que dejó de funcionar un par de décadas atrás.

121. SU VOZ (Concha García Ros)

Su voz, un poco triste, un tanto descarada, me gusta cada vez más. Poco me  importa quién sea el entrevistado esa tarde, si van a hablar sobre los desahucios o debatir sobre los beneficios de la mantequilla. Sólo quiero escucharle.

Sentada en mi sillón con la copa en la mano, dejándome arrastrar por su melodía. Esos graves cavernosos, aquellos altos sutiles.

Cuando vuelve a casa no le digo nada. Espero que las horas vuelen hasta el próximo programa.

120. Servicio técnico (Anna López Artiaga / Relatos de Arena)

Hoy ha desmontado la radio. No me importa porque no funcionaba, pero me fastidia esa manía de abrirle las tripas a todo electrodoméstico que se cruza en su camino. La semana pasada fue la tostadora y la otra de más allá, el microondas. Un día de estos le meterá mano a la nevera o al lavavajillas y entonces sí que me va a doler, porque sin tostadora puedo vivir, pero sin lavavajillas…

Y lo peor de todo es que no puedo enfadarme con él. No desde que me dijo que había sido don Ramiro, el encargado, quien le había dado orden de arreglar la batidora y, a pesar de que lleva ocho años jubilado, se había puesto manos a la obra —a las cuatro de la madrugada—; no desde que me confesó que de cada electrodoméstico que repara, roba una resistencia, un transistor o un circuito impreso con los que está construyendo una máquina que le recuerde las cosas importantes y así, ya nunca más me enfadaré con él por olvidarse de ir a recogerme al colegio.

119. CONTINUARÁ

Está sentado cómodamente en el sofá de tres plazas en el salón de su casa, con música ambiental sonando desde un viejo aparato de radio. El cuerpo ya le pide echarse sobre la cama, pero su mente no quiere todavía reposar durante la larga noche.

Lo está frente al cuaderno de notas, donde a menudo se pierde en pensamientos mundanos a modo de reflexión, quedando no siempre reflejados en palabras, que se van haciendo frases y párrafos enteros llenando un contenido cualquiera, por veces oscuro, otras abierto para dejar escapar la realidad.

Después de un buen rato, todavía sentado en el sofá y con la música hipnotizando el tiempo, no ha logrado otro contenido que el de dejarlo para mañana, para otra sesión de encontrarse a sí mismo.

118. Las voces de la radio

Vivían en un pueblo del Alto Aragón, en el cuartel de la Guardia Civil. Los inviernos, por las grandes nevadas, se quedaban aislados, la única distracción de las mujeres era reunirse en la casa del Cabo donde cosían y cotilleaban a costa de la mujer del Alcalde y poco más. Los hijos escuchaban en la radio “Matilde, Perico y Periquín» donde reprendían o elogiaban a los niños en vísperas de los Reyes Magos.
─Elvira, debes ayudar más a tu mamá.
─Manolo, eres muy aplicado.
─Conchita, trasto, te están viendo Sus Majestades y…
Así pasaban los años, los niños, ya mozos, seguían los pasos de sus padres, las niñas, ya en edad casadera, oían los seriales narrados por Matilde Conesa, Matilde Vilariño y Pedro Pablo Ayuso, mientras cosían sus propios ajuares.
Conchita soñaba con esas historias románticas de amores y desamores haciéndolas suyas, pero claro, vivía  bajo un régimen militar de  ordeno y mando, exageradamente estricto, exageradamente católico.
Ella sabía que su amor era imposible, a pesar que vivía a un sólo kilómetro de distancia, pero ¿cómo le diría a su padre que era el Prior del Monasterio?

117. Urge vender radio en buen estado (Rosy Val)

Me despierto con un peso molesto en la tripa. Me retiro el pie de mi hermana la pequeña. A punto de quedarme dormida, se me clava en la espalda una rodilla; la de mi hermana la mediana. Habrá que comprar otra cama, mañana hablaré con mamá, dormir así es una lata.

Al entrar en la cocina encuentro a papá con la mirada abatida… (se me hace raro verle en casa por las mañanas) intentando rellenar el sobrante de mis zapatillas que, desde hoy pasarán a mi hermano. El abuelo contempla la radio. Me habla de cuando él y la abuela la compraron a plazos y de cómo llenaba sus días. Se rasca la boina y mira hacia arriba… como pidiendo su consentimiento. Se le humedecen los ojos, pero lo achaca al vaho de la olla, donde cuecen patatas y berza… una, bien hermosa, que le regalaron ayer en el mercado. Me acerco a mamá y le doy un beso. Decido no molestarla con tonterías. Salgo deprisa con mis libros bajo el brazo, y ahí la dejo, sentada en su silla de enea, peleándose con el cuello y los puños de mi bata del año pasado.

116. MIS RADIOS, MIS PAISAJES

La música del diario hablado de Radio Nacional  difumina mis recuerdos de la niñez. Mecía las tardes frías del comedor con la radio prendida  , al fondo los cantares de mi madre tendiendo la ropa.

En los años 70 la radiofórmula crecía como la gaseosa. Los 40 eran los que mandaban. Tantos locutores entregados. El pop, el rock, la canción del verano estallaban como burbujas de la misma gaseosa.

«El loco de la colina», al que le gustaba  Pink Floyd,  emitía una radio distinta para las noches ochenteras. La nueva radio me mantenía atento a las nuevas miradas sobre las realidades que asomaban .

En los últimos años el dial de ROCK FM inundó de buen rock and roll las noches y a ratos danzaba con Máxima FM -la electrónica siempre, desde Krafwerk y su «radioactividad»-

Los informativos y las tertulias cargaban mucho con la dura crisis, perdieron  credibilidad.

 

La radio envejece con mucha dignidad. No tiene la crueldad de la imagen que nos devuelve el inevitable paso del tiempo, del que no eramos tan conscientes  años atrás. En las emisoras las voces suenan limpias, siguen evocando mil paisajes. Ni el omniperesente internet mató al niño que todos escondemos dentro de nuestra radio.

115. Sé de un lugar

En otro tiempo Juan pasaba las horas en su habitación escuchando la radio. Solía hacerlo con sus tres mejores amigos. Allí se escondían del mundo. Los versos de Triana y de Medina Azahara volaban por una estancia llena del humo de los primeros cigarros.
Por eso la nostalgia le golpeó cuando vio oculto entre el polvo y los cachivaches el viejo aparato abandonado en un rincòn del garaje de sus padres. Había ido a recoger sus cosas antes de vender la casa en la que se crió.
No le fue fácil cuadrar las agendas, pero reunió a sus colegas de entonces una última vez . Todo el mobiliario eran una mesita y cuatro sillas rotas que pidió a los operarios que no se llevaran . De la radio no salía ningún sonido, pero su silencio era testigo de la efímera vuelta de una época que se quedaría allí para siempre.
Fue una velada perfecta, las risas, la camaradería, las cervezas y las anécdotas comunes le trajeron sentimientos que pensaba olvidados. Más aún cuando tumbado hacia atrás en su silla contempló, con una mezcla de pena y cariño, a sus fieles compañeros de la niñez, tan alegres como siempre. Tan imaginarios…

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