Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

33. ESTOY DESTROZADA

-Estoy destrozada, todo el día trabajando en casa como una negra, sin una santa alegría, sin unas palabras de agradecimiento ¡Si llego a saber que esto era el matrimonio…….no me caso!

-No lo mires así. Asómate al dormitorio y mira las caritas de paz de tus hijos mientras duermen. Escucha el ronquido agradecido de tu marido. Tú eres el sostén de los tuyos. Sin ti fracasarían en su lucha diaria. Querida amiga, lo que haces no tiene precio.

-Sí, todo está muy bien, pero ¿quién me cuida a mí? ¡Soy una mártir!

-Te equivocas amiga, tú no eres una mártir, eres la heroína silenciosa. Tú cubres sus necesidades, eres la almohada de tu esposo. Otras, como tú, lo hicieron antes. Es para lo que estamos hechas las mujeres. Esto es una cadena que también sufrieron nuestras madres.

-No sé, si usted lo dice……….Visto así habrá que resignarse.

-Espero te haya servido de algo, descansa en espíritu y no desesperes. Queridas madres de España seguid al pie del cañón en vuestras casas, la felicidad del clan depende de vosotras. Un saludo de vuestra fiel locutora.

Tras esta conversación sonaba una musiquilla adormecedora en la radio de mi madre.

 

32. INMORTAL

Cuando abuelo apagó la radio todos aparcamos nuestro quehacer.

La noche era gélida, y abuela atizaba con gana los rescoldos bajo la mesa camilla. Él, desde su silencio, reclamó nuestra atención alrededor del aparato.

─Antes de irme debéis conocer todo sobre mí ─expuso tajante, mientras su tic le obligaba a repiquetear con el pie contra el parquet─. Tal vez no lo creáis, pero este será el resumen de mis vidas.

Pasmados, sin asimilar aquel plural inconcebible, escuchamos cómo se había reencarnado en tres ocasiones. En dos de ellas lo había hecho como hombre: la vivida junto a nosotros, y otra, algunos siglos atrás, como sirviente de un caballero teutón. La tercera, por insólita, recreaba al gato de una aristócrata francesa amante de Luis XV.

Durante la velada sospechamos que había perdido el sentido. Poco después nos dejó.

Hace solo algunos días Amelia, mi hermana pequeña, halló un cachorrito de pastor alemán. Desde entonces dudo de su mentira, observando al can acurrucarse junto al brasero, para palmear terco, con su patita, contra el suelo. Pero sobre todo desconfío cuando, entrada la noche, araña la puerta del dormitorio de la abuela y tengo la impresión de que, en vez de ladrar, maúlla.

 

31. Rara atmósfera

Circunspecto, atusando el bigote, con la oreja pegada a la radio, el señor de la tienda de sombreros parecía de cera; para nada había escuchado los vítores que en la calle ancha se prodigaban al hombre, que altivo enarbolaba la mano desde una tarima ridícula. La oreja había permanecido atada a la radio, como si fuese la prolongación de la misma, y es que hay veces que las personas se mimetizan de tal forma que una no sabría distinguir una cosa de la otra.

De modo que toda una amalgama de  sonidos y voces se podían escuchar. Era fácil poder intuir que él se encontraría ahí dentro, junto a ese mundo tan misterioso y real, por el modo en que reaccionaba cada vez que la oreja se fundía junto al aparato, como una loncha de queso  cuando viaja en el microondas.

Voces con noticias de esto y aquello, sonidos relevantes que hacían trotar hasta los caballos, y el caballero de cera envuelto en ese humo misterioso, en ese otro lado.

30. LUCES Y SOMBRAS DE LA MEMORIA (Elena Casero)

Franco, que era un señor con bigote que tenía un doble en mi calle, aunque él no lo sabía porque cuando venía a Valencia no se mezclaba con los pobres por si acaso le contagiaban alguna penalidad o un retortijón de hambre, siempre hablaba por la radio. Lo escuchábamos en la Telefunken que tenía luces intermitentes de colores y botones redondos.

Pero de todo eso, de lo del doble de mi calle, de escuchar la radio y de que teníamos goteras en casa, nunca se enteró porque mi padre y él no eran amigos. Cuando tuvimos televisión Franco llevaba el mismo bigotillo que en las fotografías, aunque tan ralo que parecía un batallón de hormigas viejas. Pero seguía yendo bajo palio, construyendo casas mal hechas para los pobres o firmando sentencias de muerte. Y salía en el NO-DO junto a la señora sarmentosa que lucía collares que le estrangulaban los sentimientos.

Por las mañanas el sol, la música clásica y la voz canora de mi madre llenaban los resquicios de las paredes, las costuras de su delantal o las hojas de los libros de cuentas de mi padre. Y, por unas horas, olvidábamos que Franco seguía inaugurando pantanos.

29. PRIMA VOLTA (LA PILA)

Habíamos quedado los dos en el lugar más recóndito del hospicio. No queríamos ser molestados, ¡iba a ser nuestra primera vez! Los dos habíamos leído que escucharíamos como música celestial, voces como de ultratumba, que sentiríamos un escalofrío a la vez que una desazón en parte de nuestros cuerpos y perderíamos casi la consciencia, de la emoción. «¿Cómo sería?» Algo nos embargaba el ser y mariposas ruidosas e inquietas nacían, volaban y se reproducían con algarabía en el interior de nuestros estómagos. Éramos bastante críos aún, y sabíamos que chicos mayores que nosotros, y gente adulta, hacían lo mismo con regularidad. «¡Qué nervios!», nos decíamos mutuamente, «En unos minutos estaremos haciéndolo». Llegamos ambos al lugar, solitario y recoleto, que habíamos elegido, nos pusimos todo lo cómodos que supimos y pudimos, y, después de dejar todo al descubierto, conectamos lo conectable, juntamos todos los extremos y metimos aquella joya en el pequeño y  apropiado, estrecho lugar. Algo de energía y… ¡Eureka! Era verdad, la experiencia fue como un gran y mantenido orgasmo. La primera vez que escuchábamos algo recibido en nuestra radio de Galena.

28. ODIO LA RADIO (Purificación Rodríguez)

Odio la radio. Pero no los aparatos de madera antigua, de nacarados botones, cálido altavoz  y elegante dial. Odio el invento en sí.

Todo viene porque cuando mis amiguitos tenían en sus confortables casas, además de calefacción y buenos alimentos, una tele en el salón, yo andaba contando las monedicas guardadas en una botella secreta que me había costado mucho esfuerzo llenar. El día que entregué a mis padres aquellos ahorros que irían a cambiar por billetes en el banco supe que, por fin, yo también tendría la tele de la que no paraban de contar maravillas mis amigos.

Y llegó aquella tarde mágica en la que mi padre apareció con una enorme caja en la que ponía ‘Telefunken’. En apenas segundos la pelé de adhesivos y papeles, abrí la tapa de cartón del embalaje y…..allí estaba, con su brillante superficie negra esperando a que la sacaran de aquel cofre del tesoro.

Mi padre la extrajo entonces de su encierro y la depositó amorosamente en la mesita camilla preparada en el rincón del enchufe. Se volvió hacia nosotros y dijo, con una orgullosa sonrisa:

­­—“Es la mejor radio que han podido venderme en la tienda por el dinero que llevaba”.

 

27. INVOLUCIÓN

Estaba estudiando para los exámenes de febrero, con la compañía inseparable de la radio. Pero esta tarde-noche iba a ser diferente.
La muchacha, que había tenido un accidente, estudiaba con su pierna enyesada en alto, mientras escuchaba la votación a la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno.
De repente empezaron a escucharse gritos y disparos. El locutor, que continuó emitiendo en tono quedo, afirmó que estaban entrando en el Congreso, guardias civiles armados.
Incrédula, y arrastrando su pierna lesionada, salió al pasillo acompañada de sus asustadas compañeras. En el Colegio Mayor, cercano a La Moncloa, convertido en un hervidero de idas y venidas, las estudiantes intentaron conseguir información sintonizando emisoras y la televisión, con la esperanza de averiguar lo que pasaba, mientras oían de fondo el ulular de sirenas.
Aquella larga noche, en la que se temió la instauración de un Gobierno Militar y la pérdida de libertades, la joven tenía otro miedo añadido.
Su madre llegaba desde La Coruña, ajena a aquellos acontecimientos, en un expreso casi vacío, ocupado por miembros de la Seguridad del Estado. Estos le ordenaron que se instalase en el Colegio Mayor a la espera de que se clarificara la situación política.

26. EL COLECCIONISTA (Petra Acero)

¡Hace un año que soy viejo! No a causa del lumbago —que ha logrado encorvarme con sus malas artes—, sino por mis sesiones de radio-terapia. En nuestra familia, la palabra ”radio” es sinónimo de viejo y achacoso: mi padre y mi abuelo envejecieron entre sesiones de radio.

No sabría precisar cuándo sentí el primer mordisco de este gusano emocional… Tal vez anidara en mí desde la infancia —larva latente esperando eclosionar por empatía hacia mis antepasados—. No sé, tal vez. El caso es que tras mi jubilación, algo raro revolvió mis tripas.

Pero, desde que realizo mis sesiones de radio-terapia, he vuelto a disfrutar de vida activa. Además, a estas alturas de mi “enfermedad hereditaria” —como la ha bautizado mi mujer—, estoy familiarizado con cada modelo: sus peculiaridades, posibilidades, deficiencias, extravagancias, avances técnicos… Incluso me siento capacitado para tasar algún que otro aparato —como si mis antecedentes familiares me avalaran—.

Solo hay un pequeño inconveniente que me entristece: no poder compartir estas sesiones con mi mujer o mis hijas. Pues, en nuestra familia, ninguna mujer ha coleccionado radios.

25. A todo volumen

—Apaga la radio, por favor —le pido a mi marido.

Acabo de llegar de la calle, cargada con la compra de la semana, y desde la entrada le veo tumbado en el sofá. Suspira y le oigo decir que soy una pesada, que ya está harto de tanta gilipollez.

—¿No crees que ya eres mayorcita para seguir jodiéndome la vida, con aquella historia de tu padre poniendo la radio a toda leche para zurrar a gusto a tu madre y que no les oyera nadie? ¡Chorradas!… Seguro que se lo estaban pasando de miedo y que tu madre era una escandalosa.

Ahora se ríe a carcajadas y no me oye ni me ve llegar porque estoy descalza, y que el sofá está de espalda a la entrada.

En la mano llevo un candelabro de plata, un regalo de cuando nos casamos; por fin va a ser útil, solo me queda subir el volumen de la radio.

24. La contraseña (María José Escudero)

Para llenar los huecos vacíos de sus vidas, él abrió una mercería en la avenida Principal y, en la trastienda, ella dispuso un pequeño taller de costura donde tres jóvenes aprendizas hilvanaban cortinas, alzaban dobladillos y bordaban sueños secretos sobre las esponjosas toallas llegadas de Portugal.
En el centro de la sala, acomodado entre bobinas de colores, un aparato de radio animaba las mañanas húmedas y ahuyentaba las tardes melancólicas. Y mientras la sintonía del parte triunfal de noticias se diluía con el monótono pedaleo de la máquina de coser, un murmullo vivaz de muchachas encubría suspiros y miradas furtivas.
Todos los jueves, después del Ángelus, un silencio cómplice invadía la tienda. Desde hacía algún tiempo, la más dulce y esmerada de las costureras recibía un mensaje a través de las ondas que le inflamaba el cuerpo y ruborizaba su conciencia: “Para Paquita, con adoración, de quien ella sabe”. Seguidamente sonaba una copla. Y, tras el mostrador, la yerma patrona arrullaba lencería y cavilaba recelosa porque todos los jueves, desde hacía algún tiempo, su formal esposo desaparecía. Luego regresaba despeinado y a deshora con hilos de pasión en la camisa y un beso de amor ribeteado en la boca.

23. Pelo natural

“Es un timo el crecepelo que anuncian por la radio. Ni siquiera brota pelusilla”, se dice mientras se pasa los dedos por la cabeza. Decepcionado, regresa a la farmacia.
—Este producto no funciona. Mire, continúo calvo como una canica —reprende a la farmacéutica y se lo devuelve.
La dependienta le propone cambiárselo por una nueva loción.
—Tome, llévese este crecepelo, es ecológico y totalmente efectivo.
El calvo, a regañadientes, coge la loción y vuelve a su casa. Tras la cena, se frota la crema por la cabeza y se acuesta.
Al alba, el canto de los pájaros y el zumbido de unas abejas lo despierta. Se despereza y nota como si respirase aire puro de la sierra. Entonces se mira en el espejo. Una sonrisa de oreja a oreja se dibuja en su rostro. Le ha brotado en la calva todo un frondoso vergel: hierba, bonsáis, flores de colores… Encantado con sus efectos, baja a la ferretería, compra unas tijeras podadoras y acude a la farmacia. Allí se corta el nomeolvides más bello de su cabeza y, eternamente agradecido, clava su rodilla en el suelo y le pide compromiso a la farmacéutica de las hermosas cataratas en sus ojos.

22. SU CANCIÓN (Yolanda Nava)

Un camión repta por la lengua de asfalto rendido al peso de su carga camino del sur mientras su conductor rumia añoranza pensando en su mujer. El familiar rostro, pegado al salpicadero, le sonríe desde su encierro circular.

“Es el último viaje” –se anima-, le espera la jubilación. Harán ese crucero que de tan soñado se ha convertido en quimera. El que planearon para las bodas de plata y harán realidad antes de llegar a las de oro.

A más de ochocientos kilómetros una mujer mira una foto de boda y suspira al escuchar en la radio anunciar una canción: “de un marinero enamorado, para una peluquera diez” -informa el locutor-  (al parecer no tienen la exclusiva), y se lamenta: ay Paquiño qué cosas tiene la vida… Se apresura a cambiar de emisora y a cerrar la maleta, dejando el esqueleto de  lágrimas huecas en la nota que coloca sobre la mesita de la izquierda, la  de él. En la calle, el claxon de un coche la reclama.

Paquiño detiene la ruleta del dial al escuchar una canción que llena sus ojos de unas lágrimas grandes y espesas, preñadas de nostalgia.

 

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