Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

73. TODO ES…

“TODO”
A pesar de la enfermedad sus manos agarraban firmemente el cincel y el martillo.
Había comenzado a escribirlo.
El epitafio.
Su epitafio.
“LO QUE ME”
Labraba la piedra.
Lo había hecho cientos de veces. Miles de veces.
Epitafios para otros seres que habían traspasado la línea del no retorno.
Epitafios tristes, alegres, enigmáticos; algunos llenos de esperanza.
Esta vez era el suyo.
“HA DADO”
Agotado, pero decidido, el martillo golpeaba suavemente el cincel.
Su larga enfermedad lo había consumido.
Una paz profunda lo inundaba.
“LA VIDA”
Ella, que lo había acompañado durante sus últimos años, lo observaba con infinito cariño.
Sentada, oía el rítmico sonido metálico, un adagio que le transportaba al camino recorrido junto a él.
“ES”
Le costó tallar estas dos letras.
Un cansancio astral le hizo dejar cincel y martillo sobre el blanco mármol.
Apoyó la cara en la palma de la mano.
Cerró los ojos.
Para siempre.
Ella se levantó despacio.
Dulcemente le bajó la cabeza hasta depositarla con dulzura en la piedra tallada.
Le cogió la mano. Se la besó.
El mármol decía: “TODO LO QUE ME HA DADO LA VIDA ES”
Ella susurró el final no escrito.
Con una sonrisa, mirándolo, pronunció:
“BELLO”

72. MIRANDO AL MAR

Esperaba ser el primero que un día inaugurase el Cementerio que años atrás, en su amada Fisterra, había inaugurado el insigne arquitecto, César Portela.
No entendía como sus paisanos se negaban a ser sepultados en tan hermoso lugar, a la vera del mar, rodeados de una frondosa vegetación.
Quizás su inusual forma, unos cubos desperdigados entre la vegetación de pinos y retamas, les hiciera descartar la idea.
O quién sabe, quizás el hecho de que estuviera más lejano y apartado de la Iglesia románica donde se situaba el cementerio habitual en el que reposaban sus antepasados. O tal vez el miedo a que sus allegados no acudieran con la suficiente frecuencia a depositar flores sobre sus tumbas.
Todo ello no me impedía desear, que alguno de mis hijos ordenara que sepultaran allí mi maltrecho cuerpo, cubierto por una lápida donde se leyera: «Quiso ser feliz e intentó ser siempre honesto».

71. Mía, solo mía

Nunca te diste cuenta de cómo te miraban, de cómo te adoraban.

Repartías sonrisas ajena al efecto que causabas. Sin proponértelo hacías feliz a cualquiera a tu alrededor. Era tu don.

Cómo aquel primer día de colegio. Peinada con dos coletas sonreías en el patio con tu mochila al hombro. Al ver mis lágrimas te acercaste y sin decir ni una palabra cogiste mi mano y entramos juntas.

Desde entonces mi nube gris se esfumaba cada vez que tú aparecías.

Durante años iluminaste mis días, más tarde mis solitarias noches. Cómo dolía tu ausencia entonces, pero más dolía verte crecer e iluminar al resto.

Nunca te diste cuenta de cómo te miraba, de cómo te adoraba.

¿Sabes? Después de lo que hice no conseguí que fueras solo mía ni por un instante, por más que lo intenté. Ni tan siquiera cuando tu confusa mirada descubrió lo que durante años no supo ver, antes de apagarse lentamente.

Y ahora ya sé que nunca lo serás. Porque ellos siguen adorándote, aun cuando bonitas palabras coronan tu tumba.

70. LAS VIUDAS DE DON PABLO (Inés Z.)

Clemencia Torres regentaba un pequeño negocio de lápidas del que se hizo cargo al morir su abuelo. Era una mujer extraña, a la que muchos consideraban bella y que nunca tuvo un hombre a su lado. Siempre sola, su nombre corrió de boca en boca, intentando en vano desentrañar el misterio.

Cuando una mañana de abril una mujer vestida de negro traspasó el umbral de su establecimiento a Clemencia se le encogió el estómago. Aquella clienta a la que conocía tan bien quería un epitafio sencillo y escueto.

-No hubo palabras de amor en vida, tampoco las habrá en la muerte- manifestó la viuda. Y tras dar unas cuantas indicaciones abandonó el local, dejando a Clemencia junto al mostrador, inmovil, hasta que el viejo reloj de cuco le recordó que debía cerrar su negocio.

Una semana después el comportamiento de Magdalena Torres, la viuda de Pablo de la Vega, conmocionó al pueblo. Nadie entendió que se dejara las uñas intentando arrancar la lápida de la tumba de su marido. En su inútil intento destrozó sus dedos, manchando de sangre las palabras de amor que allí había escritas. Palabras que, interceptadas por los oídos de otra mujer, jamás llegaron a los suyos.

69. Genio y figura…

Todos tenemos una zona yerma en el corazón, que ni siente ni padece. Lo que nos diferencia es su dimensión y la calidad sensible del resto.

A Juancar, en la autopsia, ni siquiera se la encontraron a simple vista, era tan diminuta que no pudo ni llegar a utilizarla.

Sufría, sufría mucho por todo y por todos, pero no se permitía a si mismo que los demás lo percibiéramos, y por eso siempre lo recordaremos sonriente y optimista ante los desfalcos de alegrías que la vida acumula.

Bueno, hasta aquí, humildemente y sin permiso expreso, ha sido cosa mía. Ahora lo que Juancar me encargó para este momento.

Según él, y en cuanto a mi se refiere no le faltaba razón, mientras caminamos por un cementerio tenemos una tendencia innata, morbosa o curiosa, a ir leyendo las lápidas de seres que nunca conocimos, así que me pidió encarecidamente, que en la suya como epitafio, o vete a saber qué, pusiéramos simple y llanamente, por si podía arrancar una sonrisa a tantos que pasarán ante la suya, “Tonto el que lo lea”, sin más.

68. Aquel silencio (Calamanda Nevado)

Allá en ese sitio, mayor  que el  patio del colegio  y el parque juntos, caminaba mordiéndome las uñas y sin fuerzas, mi madre levantó las cejas y me  cogió de una mano.  Los otros dedos  los guardé entre el ramo de flores blancas.  Me habría gustado contarle a papá como molaba rozarlos con los de Laura,  pero se marchó sin decirme ni adiós, y donde nos paramos a dejar el florero mirando su foto me daba vergüenza hablar de eso.

Intenté leer en aquellas  paredes y piedras sin  entender nada, había  mayúsculas,  minúsculas, algunos números,  y nombres de la familia. Parecido  me ocurrió aquel día en el hospital cuando mamá contaba como la salvó su sino,   y que el horóscopo  de papá  hablaba de muerte. Le besé la cara entre las sábanas y  le brillaba una lágrima en el ojo izquierdo,   no la interrumpí, se me agolpó toda la sangre en la cara y pensé: Otro día le pregunto por qué dice la abuela que   dio ella ese volantazo hacia el precipicio,  si papá conducía muy bien.

Al despedirmos le dije:

-Papá pásalo aquí tan bien como nosotros en la casa nueva, ahora nos reímos mucho.

67. Como estar en el cielo

“Tu cielo no era lo que parecía, ahora serás el que no fuiste, en otro cielo distinto” Leímos labrado en la lápida de la pulcra tumba que intentaban abrazar las ramas de la engañosa adelfa. La anciana, perfumada y vestida con suma elegancia, nos contó. La tumba ni estaba hundida ni la cubría el musgo. Tampoco flotaba la bruma en el jardín exultante ni el cementerio era un lugar sombrío. El día sugería alegría y, cegados por el intenso sol, pensamos que aquello no parecía Galicia. Todo funcionaba a contrapelo, con retorcida avidez el mundo nos engañaba. De hecho, la mujer nos previno como un ángel: “De engaño y fracaso se puede deshilar una vida titilante. Una luz celestial lo confundió y le hizo volar adonde no creía volar. Fue un cándido entusiasmo el que lo nublaba, en la fosa de su infancia, un juego de amigos, una plenitud que nosotros no comprendíamos, que lo consumió extraño y feliz durante una década y que terminó buscando como un casto anacoreta, despojado y ascético, lejos de sí mismo, bebedor sibarita de la muerte. La heroína fue su paradoja, su triste y gozoso cielo”.

Marcos Santos Gómez

66. El último consejo (Juana Mª Igarreta)

Entró en el cementerio en actitud vigilante, disparando con sus inquietos ojos miradas por doquier, como temiendo ser reconocido por alguno de los escasos vivos que en esos momentos se hallaban en el lugar.
Mientras se dirigía al panteón familiar, los pensamientos bullían en su cabeza preguntándose el verdadero motivo que le había llevado hasta allí. Recordó el carácter despótico de su padre y su especial habilidad para hacer de los consejos órdenes: “No hagas Bellas Artes, no tiene salida”, “no salgas con esa chica, no te conviene…”. Así había dirigido su vida, haciendo anidar en él la frustración y el miedo a tomar decisiones. La aversión a su progenitor fue creciendo en su interior como una mancha de petróleo en el mar. No asistió a su funeral y tampoco hizo nada por verlo durante los tres años que estuvo ingresado en un geriátrico. ¿Hasta qué punto fue injusto con él?
Sin apenas darse cuenta se encontró ante la lápida marmórea rotulada con el nombre de su padre. Al leer el epitafio, no pudo evitar escuchar de nuevo su voz, diciendo:
“Si en vida no quisiste honrarme con tu presencia, vanos serán tus intentos de hacerlo en mi ausencia”.

65. Epitafio

¡Cuánta fuerza y qué poca puntería!

El cantero arquea las cejas cuando le tiendo la nota.

—Pues la señora quería que pusiéramos: “Aquí yace un apasionado de la caza; que persiguió la vida como a una presa; que se esforzó, se sacrificó, tuvo paciencia; que nunca se rindió por más empinada que fuera la pendiente, por más densa que fuera la maleza, por más profundo que fuera el bosque, por más dientes que tuviera el desafío. Uno al que sólo la más desafortunada de las desgracias fue capaz de arrebatárnoslo”… ¡Cómo se ha puesto cuando le he dicho que todo eso no cabría!

64. Amor dormido

Su relación se remontaba a una alejada y divertida infancia en la que ambos se buscaban para poder estar juntos. Aquella época se manifestaba en su mente en forma de una imagen nítida, el recuerdo imborrable de una perfecta conexión entre risas, juegos y afecto. Después de aquellos tiernos e inocentes años, apareció la oscuridad en su memoria, una difusa memoria que permanecía inerte, paralizada por el dolor de la distancia y obligaba por la razón a no recordar su partida. Un cómplice lamento que le acompañaría en los pasos de su vida, pues no supo decirle cuánto le quería.

Ahora, según le habían contado, él había vuelto al pueblo de forma definitiva, y decidió olvidar tantas oportunidades perdidas en su estático ayer, llevándole un ramo de delicadas flores.

Confundido y arrastrado por su impávido corazón, llegó ante él, protegido por inocuas margaritas que se iban impregnando poco a poco del pesar de cada una de sus afligidas lágrimas. Le miró fijamente a los ojos, y repasando con la yema de su índice las iniciales grabadas le dijo- Nunca te olvidaré, Amor Dormido-.

63. Movidas en una noche sin luna (María Rojas)

Dicen los amigos que salieron con ella, el pasado lunes, a eso de las nueve de la noche, de una reunión de amantes de la ornitología; que Turpialita Bala se quedó rezagada y con el móvil pegado a la oreja. Como ella era así, misteriosa, reservada, íntima, los demás siguieron calle abajo esa noche oscura.
Versiones de los testigos indican que la mujer fue morida por un sujeto alado que voló desde una azotea, del barrio Arenales. Cuentan, también, que Turpialita Bala lo había instado a bajar mediante silbos. En cuanto el alado tocó suelo, picó con arrebato a Turpialita Bala y le propinó la herida asesina, dándose luego a la fuga con un ave canora de colorido plumaje.
Turpialita Bala murió en el lugar de los hechos, con el corazón sangrante entre las alas. Un vecino, que afirmó ser de oficio corazonero, trató de encajar el órgano en su sitio, pero este, desengañado, se resistió con tenacidad.
El levantamiento del cadáver fue realizado a las 22.00 p.m. Pese al plan candado que realizó la policía, no ha sido posible dar con el asesino.
En su lapida se lee:
“No hay pájaro en esta vida
que cumpla lo que promete”

62. Prometo volver.

Puede que no llegues a saber de estas líneas que casi no recuerdo haber escrito, pero da igual, ya que lo importante es el propósito que encierran.

Cometí fallos, te descuidé, nos descuidamos, lo confieso; cada uno a su manera, cada uno en su mundo, y poco a poco, a años luz del otro.
Entiendo tu desconcierto, tu resignación, e incluso puedo entender tu enfado durante nuestro distanciamiento, pero no entiendo la forma tan macabra con la que decidiste un día que ya no me necesitabas, que sobraba en tu vida, y que por lo tanto sobraba la mía.

Apenas reparé en tus malas artes, y cuando al final lo supe, ya no tenía fuerzas para luchar contra tal castigo a tan poco pecado, y no pude más que dejarme ir, con la esperanza de poder volver, aun sin saber cómo.

Quizá me encuentres de vuelta en forma etérea, entre el frio que te abrasará la piel en tu peor noche de pesadillas. O quizá en un reflejo perdido en el espejo, o en esa voz lejana que no podrás sacar de tu conciencia.

Prometo volver, sea como sea, y ese día, si la muerte me lo permite, haré justicia.

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