Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

ANIMALES

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en ANIMALES

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el 5º de este año serán LOS ANIMALES. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de AGOSTO

Relatos

125. Melpómene

– Quiero la máscara de oro

– Es para tu hermano

– ¿ Y yo?

– Te he creado para siervo.

– No es justo, madre

– Los dos  interpretaréis  la tragedia que yo escribí para vosotros.

Al término de la función , un ramo de pensamientos malva , lanzados desde la platea,  cae  sobre los cuerpos yertos de los personajes.

 

124. Disfrazados de María.

Me encontré de repente con la casa llena de gente. No los oí llegar. La fiesta de disfraces que había organizado María pintaba bien. Yo no había preparado ningún disfraz; tan solo llevaba un triste antifaz. Mi ceguera me había convertido en una persona bastante huraña. La música sonaba demasiado alta para mi gusto. Quise buscar a María, pero todos llevaban su perfumen, su caro perfumen. ¿Acaso habían entrado al baño y se lo habían arrebatado? Percibí también el tintineo de sus ostentosas joyas. Era como si se las hubieran repartido entre todos. Seguro que la habían maniatado en el sótano y se las habían quitado también. Abrí la puerta que daba acceso a las escaleras del sótano y grité su nombre. Pero nada, María no estaba allí abajo, o por lo menos no estaba allí viva. Me pareció escuchar tras de mí el sonido de sus inconfundibles  zapatos de tacón de metal. Pronto me percaté de que era un hombre. Cansado de todo me fui a la cama. Allí había alguien. Estaba inmóvil. ¿Sería María? Llevaba un camisón que no era suyo. ¿Estaría muerta? Por si acaso me di la vuelta e intenté dormir.

123. EL BAILE DE LA MÁSCARA

El crisol bullía. Latía vomitando metal líquido. Danza mineral. Sangre que daba sin descanso vida al acero más deseado.

Millones de toneladas de escoria dibujaban el horizonte.

Los tubos fabricados, soldados uno a uno servían para construir el andamio en el que el mecánico trabajaba. Sin plano ni instrucciones iba uniendo el metal formando una estructura en apariencia anárquica. En cada soldadura nacía una estrella entre sus manos.

El magnífico esqueleto crecía día a día.

En una ocasión se levantó la careta y miró a su derecha. Conoció a quien con cuidado amontonaba los hierros a su lado.

-Dicen que esta semana subirá un supervisor.

-¡Uf! ¡Sólo vendrá a tocar los cojones!

El mecánico contrariado se bajó la careta y siguió trabajando.

Nunca subió.

Pasaron los años y sintió que su pulso ya no era firme. Ahora sus soldaduras no tenían aquella perfección. El sudor había erosionado su rostro dejando surcos profundos y comprobó que el mono de trabajo le quedaba grande.

Suspiró.

De un manotazo se arrancó la careta y los guantes. A tientas, en un rincón de la plataforma acomodó un jergón y allí se acostó.

El crisol iluminaba la noche.

122. Aquella máscara

Al verla, sentía miedo. Esa cara de cuencas vacías me hacía temblar. Desde ahí, colgada, parecía observarme, parecía seguir mis movimientos cuando yo pasaba por delante de la puerta entreabierta. Y yo nunca entraba sola en aquella habitación.

Pero un día, mi madre me llamó desde la habitación y acudí. Una luz tenue me recibió. Y vi que ya no estaba colgada. Yo podía oir la voz de mi madre desde sus entrañas, pero había algo distinto que me tranquilizaba: los ojos no estaban vacíos; un familiar brillo verde los llenaba.

Y entonces, lo comprendí. Aquella máscara jamás me haría daño. Y dejé de temerla. Y la llevé en el baile de Carnaval del año siguiente. Y aún la conservo, allí colgada, como recuerdo de mi niñez.

121. Final de fiesta

Ingresé en la fiesta del baile de máscaras,justo en el preciso momento en que se elegía en el escenario al mejor disfrazado de la noche,el premio recayó en el hombre pelota pero no podía recibir su premio porque no tenía las manos fuera del disfráz y cuando lo pateaban para el lado del escenario rebotaba y vuelta otra vez a empezar de tratar de acercarlo a las patadas para sacarse las fotos de rigor al lado del trofeo.Al final el hombre disfrazado de aguja hipodérmica tuvo la genial idea de pincharlo y asi detener su alocado e incierto itinerario. La noche se transformó en un planeta bizarro,la chica con la máscara de sachet de leche, bebía tequila como una descosida,el diablo estaba abrazado con el Papa y fumaban y compartían un porro, la máscara del zorro pulseaba con el disfrazado de Jim Carrey y Messi se daba un beso con Cristiano 7, mientras tanto alguién cantaba ¨la gente está muy loca¨…

120. Lo que se esconde tras la máscara

Camina rápido por las calles, todo es una algarabía de colores y ruidos que lo están desquiciando. Cada pocos pasos se tropieza con alguien o le empujan. La gente a su alrededor, escondidos bajos sus disfraces, celebran el carnaval. Odia estos días, los vive con tensión y ni siquiera el pensamiento de que es algo pasajero lo libra del malestar. Todos los años solicita las vacaciones en estas fechas, así puede refugiarse en su hogar. Que le pregunten cómo se va a disfrazar lo llena de ansiedad y nota como su cara suda y amenaza con desprenderse. Apenas quedan unos pasos para alcanzar el portal, cuando siente la mano que le agarra del brazo y una voz aguardentosa le pregunta: «Amigo, es carnaval ¿no te disfrazas?». Se suelta con violencia y entra en su edificio. No espera al ascensor, sube las escaleras y sin apenas aliento irrumpe en casa. Asegura el cerrojo y de espalda a la puerta se va dejando caer hasta sentarse en el suelo. Un sollozo resuena en su interior al despegar con lentitud la máscara que esconde su semblante vacío.

119. Onegai Shimasu, quitarse la máscara

En Saitama, no lejos de Tokio, se considera de muy mala educación acceder a las estancias de la casa a la que uno ha sido invitado sin desprenderse antes del rostro y dejarlo cuidadosamente en el vestíbulo, respetuosamente colocado junto a las caras de quienes ya se encuentren en el interior. De ese modo, una vez dentro, puede procederse a llevar a cabo el propósito que haya traído al visitante hasta allí, conversar, interesarse por ciertos asuntos, comunicar acontecimientos o demandar cualquier información o solicitud de ayuda, sin que quepa preocuparse por los eventuales efectos inesperados que en el gesto de los anfitriones pudieran producirse en cualquier momento de la visita. Si acaso, conviene estar vigilantes y escudriñar el tamborileo de los dedos o los cruces impacientes de piernas, pero la ausencia de caras rara vez convierte  estos gestos en descarados.

Mientras tanto, en el vestíbulo, los rostros, que se han quedado con las cosas que se suelen llevar escritas en la cara,  suelen vivir romances no correspondidos, mostrar odios inveterados o lanzarse miradas furtivas llenas de desprecio, pero tales gestos acaban igualmente sofocados ante la homogénea esperanza de unirse de nuevo al cuerpo para salir a fumar un cigarrillo.

118. El vértigo no superado

El riesgo hizo acto de presencia en aquella fiesta.

Una marea de gente me separaba de aquella hermosísima gata negra que había conseguido hipnotizarme desde que fuera arrastrado por mi amigo-Popeye a aquel cumpleaños de disfraces en el que no conocía a nadie. En más de una ocasión el oleaje humano  me llevó cerca de su costa, pero:

a)    “voy a rellenarme la copa”, pronuncia ella con mágica voz, o

b)    un grupo de brujas susurra alguna estupidez que ella condescendiente devolvía con una sonrisa o

c)     tal vez mi natural y enfermiza timidez

fueron la suma de causas que impidieron el contacto, a lo que debería añadir mi desastroso y asfixiante disfraz de Oso Yogui.

Estuve sudando y ensayando la declaración menos penosa imaginable, algo que me hiciese asumir aquel riesgo, saltar superando mi vértigo.

Habría descrito sus gestos, sus movimientos felinos, la inteligencia animal que despertaba su enigmática sonrisa, pero no lo haré. La madrugada echó el telón a mi nuevo fracaso y casi degustaba su amargo sabor cuando inexplicablemente sus ojos se posaron un breve instante sobre los míos antes de abandonar aquella mascarada con una extraña sonrisa dibujada en sus labios.

117. El gran teatro del mundo

No me gusta el carnaval.

Lo digo así, abiertamente y sin tapujos, esos burdos bailes de máscaras donde te codeas con diablos de látex y princesas de plastilina, no son para mi.

A mi me van las fiestas serias.

Me encanta arreglarme cuidadosamente para ver rabiar de envidia a mis amigas mientras con sonrisa rígida dicen:  “no pasan los años por ti”, entonces aprovecho para mirar de mi reojo a mi cirujano plástico y hacerle un guiño de complicidad.

Me gusta regodearme por la sala del brazo de mi marido y  oir los murmullos “qué pareja tan hermosa hacen” total a quien le importa saber que es un pusilánime y que le aborrezco.

También es agradable el reencuentro con los “viejos amigos”: ¡Que alegría verte! (viejo buitre, deja de mirarme que sé de sobra que sólo deseas volver a mi cama),  ¡Estás divina! (¡Madre mía que arrugas! Ya podías operarte, que da asco verte),  ¡Que cochazo! (será prestado porque estos no tienen ni para el metro)

En fin, me gustan las fiestas de verdad, esas en las que sabes quien es todo el mundo y sobre todo quien quiere aparentar ser.

116. Incurable

Era especialista en fabricarse máscaras. Las tenía de todas clases y para cualquier ocasión. Unas las usaba en fines de semana, otras para reuniones familiares. Las más tiernas se las ponía en navidad y las alegres en vacaciones. En carnaval, ni falta le hacían.

Cuando un día quiso verse de verdad frente al espejo, las máscaras se sobreponían unas encima de las otras, en una lucha continua por sentirse auténticas en su rostro.

No hubo manera, el semblante que creía haber contemplado alguna vez, no existía, nunca volvió a reconocer su nariz, ni las comisuras de los labios, ni el lunar en la mejilla. Ni siquiera pudo atisbar cómo era su sonrisa.

115. ANTIFAZ INVISIBLE (Óscar Quijada Reyes)

Sorprendida ante el inesperado regalo, rompe la envoltura y extrae una extraña careta, mira a su esposo y replica:

– Ya estamos en abril, ni siquiera en las fiestas me entregaste un presente, ¿qué significa esto?

– Es una máscara ­–respondió su marido irónicamente.

–Lo sé, ¿qué se supone que haga yo con esto ahora?, si quieres me la pongo para ir al supermercado, o a mi oficina. ¡Ah!, puede ser que atienda a los clientes con ella.

–¡Qué tonito!, esa no es la manera en que te comportas delante de los demás. En la reunión del fin de semana me trataste con total hipocresía delante de mi familia y de nuestras amistades, ¿o debo decir: mis amistades?, porque tú no eres amiga de nadie

– ¡Conque esas tenemos! ¡Estúpido! Ahora pretendes darme lecciones de comportamiento social.

– Eso no te ayudaría en nada. De lo que si estoy seguro es que ese antifaz es innecesario para ti, ¡ya utilizas uno que no se ve a simple vista! Estoy harto de vivir con una mujer así.

–¡Bravo, bravo! –dijo mientras aplaudía con su sarcasmo acostumbrado.

–Es insoportable compartir la vida con alguien que siempre se oculta detrás de una máscara.

114. EN EL CASINO, de Nani Canovaca

Se pone el vestido, el collar de esmeraldas, un brazalete y algún anillo. Comprueba el maquillaje que quedó perfecto. Apenas se nota la cicatriz que le dejó la cuchillada que le abrió la comisura de los labios, hasta casi el ojo derecho. Se coloca el antifaz diseñado especialmente para ella, que le deja al descubierto unos labios carnosos, pero que cubre la antigua herida. Muestra una dulce sonrisa y una brillante mirada a juego con las esmeraldas. Se asoma al ventanal y observa que ya la espera el taxi. Baja y ordena al chofer la lleve al baile del casino. Una vez allí, es anunciada como “La cortijera”. Al escuchar dicho nombre, todas las miradas se posan sobre su figura, que elegante y digna, avanza hacía el anfitrión que la recibe con las manos extendidas, donde ella posa las suyas. Intercambian unas palabras y con un gesto le indica el fondo del salón. Ella se dirige al lugar indicado donde un hombre bastante atractivo pero con rostro descompuesto, se arrodilla a sus pies. Ella con la dignidad que la caracteriza, se da media vuelta, vuelve al lado del anfitrión, le besa en la mejilla y vuelve a salir.

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