Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

DARDOS (Yolanda Nava)

Cuando vienen las visitas coloca su sonrisa de plástico y muda el tono de su voz, todos la adulan y ella practica su condescendencia mientras les alarga las pastas de té. Cuando se marchan se quita el disfraz: las uñas, las pestañas, la capa de carmín y el corsé que la ha dejado exhausta. Y vuelve a ser la mujer arisca e indomable que practica tiro al blanco conmigo. Hasta ahora sus dardos apenas me habían rozado. Hoy han dado en el centro de la diana. Mientras recogía  los complementos de su disfraz después de la última visita, con su peluca en la mano, quise besarla ¡me inspira tanta ternura!, me apartó con violencia, y entre la retahíla de improperios que enlazaba imparable, me pareció escuchar que le da asco mi boca.

Fuera de concurso, ya que fui jurado el mes pasado.

132. El disfraz del pretencioso

–¿De qué vas disfrazado? No consigo adivinarlo.
Se echó un trago antes de responder.
–¿No lo adivinas?
Le miré de arriba abajo. Ni idea. Desde luego no era como Salvador que, no había duda, iba de Cervantes, con su lechuguilla, su jubón y sus medias. Había logrado un buen efecto pintando su mano izquierda de gris y dejándola colgar fláccida a un lado del cuerpo.
Moisés llevaba algún tiempo apareciendo a nuestra tertulia semanal sin afeitar. Ahora tenía un divertido bigote. Para evitar preguntas, se presentó a la fiesta con una taza y una magdalena. Cuando alguien le pedía una foto, no olvidaba llevarse la mano a la mejilla.
También teníamos un Kafka, un Homero, un Hemingway, un García Lorca, pero ¿de qué demonios iba disfrazado Juande?
–Vamos. Dime de una vez quién eres. ¿Mailer?
–¿Ese idiota? No. ¿No lo ves…? Voy disfrazado de mí mismo.

131. El último carnaval

Se había prometido que esta sería su última fiesta de Carnaval, aunque antes cumpliría su promesa y sería la pareja de María en el baile del Casino.

Buscaba con ello olvidarse de aquellas  imágenes, que acudían una y otra vez a su mente, las del disfraz de Carlota cubierto de sangre, mientras esta exhalaba su último suspiro.

Un año después sabía que la mezcla de alcohol, drogas y un deseo irrefrenable, sumado al rechazo de Carlota, se había convertido en un cóctel mortal.

130. Día de difuntos, de Laura Garrido.

Trato de ahuyentar el recuerdo adormecido de un baile de máscaras que se celebró en una casa victoriana. El hecho inverosímil aconteció a partir del tercer vals. En uno de mis giros, al ritmo que me imponían los delicados pies de Catalina, cerré y abrí los ojos con incredulidad. Por la escalera de mármol descendió lentamente una imagen totalmente desenfocada. Iluminaba su rostro la lámpara de araña que colgaba del techo. Unas canicas blancas colgaban de un muelle bailoteando descompasados sobre sus pómulos y de su boca resbalaba un hilillo color púrpura que confundí con un chorrillo de sangre. La mujer que lucía una bella máscara veneciana gritó en primer lugar. A su alarido le siguió un coro de aullidos femeninos que paralizaron el sonido de la orquesta, y con el desconcierto, las damas iniciaron la huida seguidas por los caballeros, los músicos y los sirvientes. Allí quedé paralizado asimilando mi solitaria presencia frente a un ente borroso que no olía a fantasmas, quizás fuera el hedor de la muerte que me llegaba desmaquillada. Y nunca supe quién era porque cuando me tocó se desvaneció en el aire cayendo al suelo esta máscara. Los otros, jamás regresaron.

129. ESPÍRITUS LIBRES

Matías fue uno de los mejores fotógrafos de su época. Lo atestiguaban sus miles de fotos captadas por todo el mundo, publicadas en revistas de varios países.

Con la jubilación, se retiró a la casa del campo. Tenía las paredes decoradas con una colección de máscaras conseguida en sus expediciones por los cinco continentes. Algunas festivas, varias guerreras y otras rituales. Eso sí, todas eran mágicas y protectoras. El reportero dio un giro a su vejez el día que comenzó a cubrirse la cara con esas valiosas piezas.

Él, que nunca había bailado en su vida, deslumbraba a sus vecinos mientras ejecutaba las danzas, cubierto con las máscaras de batalla. O aquella semana que iba ataviado con la de fertilidad y visitó todos los burdeles de la zona. Incluso la del dios de la lluvia evitaba el incendio de cada verano, gracias a los fuertes chubascos.

Las máscaras desaparecieron de la casa igual que Matías. Cuando llegaron los médicos para recoger su cadáver, encontraron sobre la cama el rostro de un águila tallado en madera. Una cabeza muy parecida a la del ave rapaz que sobrevuela por las mañanas el hogar de Matías.

128. HISTORIA DE UNA » MINA “

La “mina” era guapa. Un poco bajita quizás, pero lo suplía con unos tacones de vértigo. Tenía pocos pesos, pero ahorrando de acá y de allá, caminando varias cuadras en vez de tomar el bus, había conseguido unos zapatos negros y lustrosos, símil de charol que daban el pego bajo las luces frías de neón del bailongo.

La “mina” era seria pero no lo parecía. Se ponía el disfraz de pizpireta cuando salía a la pista y se dejaba arrastrar, seducir, apretar, por los señores que pagaban la entrada para estrechar los cuerpos jóvenes y semivestidos de las chicas, que sacaban un sueldo extra al compás de tangos y milongas.

Fuera de allí sólo soñaba con darse un baño, sacudirse las huellas de las manos viciosas sobre su piel, y conseguir su propósito: montar un salón grandioso de baile donde los chicos lucieran  zapatos lustrados, se acicalaran y llevaran en la espalda un número, para que las “minas” como ella, pagaran por bailar con ellos y palparlos con lujuria.

127. Preparativos frente al espejo

Arranca la careta de madre sacrificada, la de esposa complaciente, la de funcionaria eficaz, la de hija solícita, la de amable vecina. Cuando el rostro no es más que un puro hueco, renuncia a maquillarse. Sabe bien que el alcohol, la música, la sorpresa del deseo fortuito dibujarán con trazo preciso la mejor máscara de carnaval.

126. MASCARADAS

–        Buenas noches, Madame.

–        Buenas noches caballero. Bienvenido a “La gata caliente”  el club con más clase de la ciudad ¿En qué podemos servirle?

–        Quiero compañía.

–        Ya, claro, lo imaginaba. Me refería a que si ya tiene decidido el servicio que le apetece.

–        Pues no. Estoy hecho un lío. ¿Podría asesorarme?

–        Por supuesto señor. Llamo a nuestras tres meretrices que salgan al salón para que usted elija a la que más le guste. ¡Niiiiñas! ¡Poneos aquí en fila!

–        La verdad es que son muy monas todas. Pero todavía no sé por cuál decidirme ¿Me las presenta a ver si así…?

–        Vaaale. La primera empezando por la izquierda es la Jenny. Es la que mastica chicle.

–        Me gusta…pero no…quizás si no mascara…

–        Bueeeno. La segunda es la Vane, que hace un servicio especial con el que los clientes se van muy satisfechos. Eso sí, es la que más cuesta.

–        Mmmm. Tentadora. Pero no. No quiero a la más cara.

–        Me lo está poniendo usted difícil. A ver, a continuación, y por último, tenemos a la Yoli, de rostro poco agraciado, por eso lo tiene cubierto.

–        Suena misterioso, pero no me gustan con máscara. Me voy.

–        Pues ¡Anda y veste a cascála mañó!

125. Melpómene

– Quiero la máscara de oro

– Es para tu hermano

– ¿ Y yo?

– Te he creado para siervo.

– No es justo, madre

– Los dos  interpretaréis  la tragedia que yo escribí para vosotros.

Al término de la función , un ramo de pensamientos malva , lanzados desde la platea,  cae  sobre los cuerpos yertos de los personajes.

 

124. Disfrazados de María.

Me encontré de repente con la casa llena de gente. No los oí llegar. La fiesta de disfraces que había organizado María pintaba bien. Yo no había preparado ningún disfraz; tan solo llevaba un triste antifaz. Mi ceguera me había convertido en una persona bastante huraña. La música sonaba demasiado alta para mi gusto. Quise buscar a María, pero todos llevaban su perfumen, su caro perfumen. ¿Acaso habían entrado al baño y se lo habían arrebatado? Percibí también el tintineo de sus ostentosas joyas. Era como si se las hubieran repartido entre todos. Seguro que la habían maniatado en el sótano y se las habían quitado también. Abrí la puerta que daba acceso a las escaleras del sótano y grité su nombre. Pero nada, María no estaba allí abajo, o por lo menos no estaba allí viva. Me pareció escuchar tras de mí el sonido de sus inconfundibles  zapatos de tacón de metal. Pronto me percaté de que era un hombre. Cansado de todo me fui a la cama. Allí había alguien. Estaba inmóvil. ¿Sería María? Llevaba un camisón que no era suyo. ¿Estaría muerta? Por si acaso me di la vuelta e intenté dormir.

123. EL BAILE DE LA MÁSCARA

El crisol bullía. Latía vomitando metal líquido. Danza mineral. Sangre que daba sin descanso vida al acero más deseado.

Millones de toneladas de escoria dibujaban el horizonte.

Los tubos fabricados, soldados uno a uno servían para construir el andamio en el que el mecánico trabajaba. Sin plano ni instrucciones iba uniendo el metal formando una estructura en apariencia anárquica. En cada soldadura nacía una estrella entre sus manos.

El magnífico esqueleto crecía día a día.

En una ocasión se levantó la careta y miró a su derecha. Conoció a quien con cuidado amontonaba los hierros a su lado.

-Dicen que esta semana subirá un supervisor.

-¡Uf! ¡Sólo vendrá a tocar los cojones!

El mecánico contrariado se bajó la careta y siguió trabajando.

Nunca subió.

Pasaron los años y sintió que su pulso ya no era firme. Ahora sus soldaduras no tenían aquella perfección. El sudor había erosionado su rostro dejando surcos profundos y comprobó que el mono de trabajo le quedaba grande.

Suspiró.

De un manotazo se arrancó la careta y los guantes. A tientas, en un rincón de la plataforma acomodó un jergón y allí se acostó.

El crisol iluminaba la noche.

122. Aquella máscara

Al verla, sentía miedo. Esa cara de cuencas vacías me hacía temblar. Desde ahí, colgada, parecía observarme, parecía seguir mis movimientos cuando yo pasaba por delante de la puerta entreabierta. Y yo nunca entraba sola en aquella habitación.

Pero un día, mi madre me llamó desde la habitación y acudí. Una luz tenue me recibió. Y vi que ya no estaba colgada. Yo podía oir la voz de mi madre desde sus entrañas, pero había algo distinto que me tranquilizaba: los ojos no estaban vacíos; un familiar brillo verde los llenaba.

Y entonces, lo comprendí. Aquella máscara jamás me haría daño. Y dejé de temerla. Y la llevé en el baile de Carnaval del año siguiente. Y aún la conservo, allí colgada, como recuerdo de mi niñez.

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