Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

OCT59. SIN REMEDIO, de Esther Gómez

Aquella mañana era muy importante para ella, por fin tenía una entrevista de trabajo, después de mucho tiempo invertido en buscar empleo. El despertador sonó con la suficiente antelación, no quería ir con prisas. Estaba desperezándose cuando tuvo una extraña sensación, no se sentía sola, notaba una presencia cercana e invisible ocupando el espacio.
Sacudió su cabeza restándole importancia y siguió con su ritual vespertino. Tomó una ducha, preparó café, eligió su ropa con esmero, antes de salir se miró en el espejo, dándose su propia aprobación. Algo turbaba su tranquilidad, aquella percepción no la abandonaba, de una manera involuntaria empezó a acelerarse.
Se subió al coche, el tráfico era denso, había un gran embotellamiento. Su corazón empezó a latir más veces por minuto, un ligero sudor cubrió su frente, tragó saliva , su pie apretó el acelerador, no podía llegar tarde e inició una peligrosa maniobra de adelantamiento, en frente un coche imposible de esquivar. En ese momento miró a su derecha y allí estaba cara a cara con ella, sin tiempo a reaccionar, sin tiempo para nada, solo para morir.
Esa presencia, era la muerte con la que sin saberlo aquel día también tenía una cita.

OCT57. —273 °C, de David Rubio

Hubo un tiempo en que la consciencia estuvo formada por incontables cuerpos. Eso fue hace eones, cuando las estrellas daban calor. Ahora, apenas unas décimas por encima del frío absoluto, vaga por la oscuridad infinita del espacio.
En un instante indeterminado percibe un flujo de energía; algo distinto a ella.
—¿Quién eres?
—Soy la Muerte.
Una reminiscencia lejana llega a la consciencia; un recuerdo almacenado por todas las formas de vida que han evolucionado desde la creación hasta culminar en ella. Y entonces pregunta:
—¿Éste es el Fin?
—Sí.
Los dos entes se confunden, envueltos en un silencio eterno.
—¿Cómo es el lugar a dónde me llevarás?
—No he venido a por ti, sino a acompañarte. Nada más vive en el Universo; nada más me queda por hacer. Contigo, yo también desapareceré.
Y juntas esperan a que bajen esas décimas que detengan hasta la partícula más pequeña del Cosmos.

OCT56. RECHAZADA, de Teresita Bovio

No puedo moverme, giro los ojos, descubro un frasco de suero que deja caer gota a gota los medicamentos en mi cuerpo.
La luz hiere mis pupilas, una enfermera sonriente dice:: “Bienvenida al mundo ¿como te encuentras hoy?”.
Aturdida, la miro sin comprender, mi voz se a quedado atorada en algún pliegue de mi garganta.
“Ya vienen los médicos”, dice cerrando suavemente la puerta.
Mi memoria pugna por aclararse. Al cruzar la avenida, un auto dobló de contramano, recuerdo el pavimento duro y frío, algo tibio, espeso se escurre por mi cara. El aullido de una sirena. Movimientos fugaces. Se inclina sobre mí, una figura embozada en negro ropaje, me mira fijamente con desprecio, gira y se pierda en la nebulosa. Cavilo sobre mi extraña visión. Entran los médicos, festejan mi mejoría, el más joven, dice con afecto:
“Pasó de largo. No eras la elegida ”

OCT55. 6 AÑOS Y UN DÍA, de Blanca Oteiza Corujo

Aún podían verse sobre la mesa del comedor los restos de la fiesta de cumpleaños de la tarde anterior.

Esa mañana estaba siendo ajetreada en casa. Maletas a medio hacer, ropa por encima de las camas, planos y billetes de avión en el salón y desayunos apurados con prisa en la cocina.

La pequeña estaba muy contenta, en pocas horas podría sentir en sus pies el baile de las olas rompiendo en sus tobillos acariciando la arena. Sería su primera vez que vería el mar, con su azul infinito perdiendose en el horizonte hasta confundirse con el cielo. Sería su primera vez que subiese a un avión, volar entre las nubes blancas de algodón y saludar a los ángelitos que se esconden tras ellas.

Pero esa tarde los sueños acabaron en la peor pesadilla. Entre los restos del avión siniestrado podía verse el osito de peluche.

OCT54. LA SONRISA DE JULIA, de Asunción Buendía Hervás (Asun)

Julia estaba esperando a que el semáforo se pusiera verde para los peatones, y en la espera pensaba. Últimamente pensaba muy a menudo lo mismo. Que ya no era joven, que había vivido intensamente todas las etapas de la vida, infancia feliz, adolescencia atormentada, juventud con amor y boda. Hijos sanos e independientes. Trabajaba con relativo éxito, y tenía cierta estabilidad económica. Así en esos tiempos muertos de espera, en los semáforos, o viendo pasar estaciones de metro, o simplemente cuando comía en silencio escuchando las noticias, en estos paréntesis vacíos pensaba: si me ocurriera algo y muriera no me importaría. Sus allegados la llorarían un poco, pero podrían seguir adelante con su vida.
Se preguntaba si era una suicida, pero sabía que no, ella no haría eso, pero si ocurriera algo…
El semáforo cambió, y se dispuso a cruzar. Pero se equivocó, había visto mal y aún seguía parpadeando en ámbar. El impacto fue impresionante. Julia no tuvo tiempo de comprender lo que pasaba, y su cuerpo quedó tendido varios metros más allá. Lesiones incompatibles con la vida, dirían mas tarde.
Sin embargo se adivinaba un inicio de sonrisa en sus labios.

OCT53. EL CARTERO SIEMPRE LLAMA UNA VEZ, de María del Carmen Guzmán Ortega

El cartero llegaba todos los días con una carta urgente en la mano. El texto era siempre el mismo: “Ha llegado su hora. Firmado: La Muerte”. Yo, como es natural, me sentía acosada y esperando en cualquier momento una desgracia, pero como pasaban los días y no me ocurría nada, empecé a tomarlo como una broma pesada.
Hasta que una tarde, al salir de casa, vi al mismo cartero que salía de la puerta de mi vecino.
––¿No hay carta para mí?––le pregunté.
––No––me respondió con sorna––.Yo sólo llamo una vez.
Y se marchó a toda prisa.
Como la puerta de mi vecino estaba abierta, entré y lo vi sobre la alfombra, muerto. A su lado una carta decía: «Ha llegado tu hora«… y entendí el error. Mi carta decía SU y no TU.
Lo sentí por él, pero me alegré por mí

OCT52. EL BOTICARIO, de Begoña Heredia

No puedo evitarlo, al fin y al cabo, antes o después todos hemos de morir. La semana pasada fue Doña Elvira, la anterior su marido, ayer le tocó a Jacinto . Como siempre lo tengo todo preparado. Temprano por la mañana, después del pulcro afeitado, rocío mí cara con loción y tras ponerme como otras veces el traje de los domingos, despacio recorro la calle. Se oyen los llantos desde fuera. Dentro, la acostumbrada escena. Al hombre, ya frio, le rodean los parientes cercanos, vecinos y las mujeres contratadas. Las velas ahúman, ahogando el olor nauseabundo del cuerpo, que se mezcla con el aroma a canela de los bizcochos. Me quedo en el umbral de la puerta y desde allí la miro; está preciosa cuando llora. Es del pueblo de al lado, solo la veo cuando las campanas tocan a muerto y eso me basta. Pero hoy su llanto es diferente, no es un lamento pagado ni fingido. Sintiendo el mordisco de los celos me dirijo a la botica. De la trastienda cojo uno de los habituales frascos y lo destapo sabiendo que mañana, entre las velas y el olor de los bizcochos, ella solo derramará sus lagrimas por mí.

OCT51. ESA NIÑA DE ROSTRO SERIO, de Ana Tomas Garcia

Esa niña de rostro serio y ceniciento, de mirada profunda como el infierno y cabello negro como los cuervos. La que se columpia en aquella rama con lianas hechas de cabellos de niños muertos, susurra una tétrica nana llamándome a su encuentro.
Corro a cerrar las ventanas, las cortinas y hago que no le veo, pero el viento maldito por entre las rendijas me cuela sus lamentos.
No teme al frío ni al hielo, sus pies descalzos nunca tocan el suelo. Por los espejos enmarcados de mi cuarto se refleja invisible su espectro.
Que se me escapa la vida es cierto, por el hueco de la chimenea se va huyendo mi último aliento, pero antes de cerrar los ojos, como si de una burla macabra hiciera el intento, me coge de la mano la dichosa niña del infierno, sacudiéndome con mi último estertor el miedo.
Ya no hay nada, por un camino silencioso de tinieblas me lleva la chiquilla de la mano a un lugar incierto, dejando mi cuerpo en una tumba de un jardín lleno de losas, sudarios y restos, guardándose mi pobre alma en su regocijo como uno más de sus preciados trofeos.

OCT50. CITA CON LA MUERTE, de Marga González Acinas

De todas las citas, reuniones, fiestas, comisiones, ceremonias, etc… a las que acudiré en el futuro, hay una a la que asistiré ocurra lo que ocurra.
No hay principio de incertidumbre alguno, no hay ninguna circunstancia que pueda adelantarla o posponerla. Llegaré puntual como un clavo y ella estará allí esperando con los brazos abiertos.
Mientras tanto ella, indolente, da cuerda a mi reloj y yo me esfuerzo por exprimir los minutos.
Ella piensa “todo se andará” y yo pienso “cada cosa a su tiempo”.
Le doy la espalda, inconsciente, sabiendo que hoy gano yo pero que llegará el día en que se salga con la suya.

OCT48. EL CIELO, de Josefa Reche

Sus ojos no habían visto nunca algo tan hermoso; un cielo más azul, una inmensidad más apabullante. Se sentía realizado. Estaba totalmente embriagado de satisfacción y serenidad. Se acordó de su mujer, de su hija, de su primer amor, de sus travesuras de crío, hasta de la canción que tarareaba su madre mientras hacía la comida. Todas las sensaciones y recuerdos eran nítidos en ese paraíso. Su mente estaba más clara. Sus sentidos más receptivos. Unas palabras del sherpa le sacaron momentáneamente del éxtasis:
-Tenemos que bajar ya.
Sin fuerzas, sin oxígeno, con un edema pulmonar y setenta y cuatro años a sus espaldas; no había abajo para él:
-Adiós amigo.

OCT47. INFIERNO, de Alejandro Pozo (Epífisis)

Huele a azufre.
En el extremo de la larga sala, en una esquina, tres biombos delimitan un espacio donde se encuentra una cama y en ella un bulto se revuelve en las sábanas.
Cada vez que lo hace, parte de su carne queda pegada a ellas y el olor que desprende enmascara el de los vapores sulfurosos.
Las lámparas incandescentes provocan sombras en el techo alto y al mirar sus pies, divisa dos ojillos rojizos nerviosos que desaparecen bajo la sábana. No sentía dolor, pero si un asco que hacía que intentara ahuyentarla.
Se subió a su cuerpo y al rato apareció por el embozo, con el hocico con restos de sangre y coágulos. Movía la cabeza compulsivamente, la nariz medio desprendida iba de un lado al otro, cuando en un movimiento raudo, la cazó al vuelo y saltó al suelo desapareciendo.
Le dijeron – Ve a Fontilles, te encantará, no querrás volver – recordó los años de tratamiento con termocauterios y galvanocauterios, el olor a su carne chamuscada, la pérdida progresiva de sus dedos, sus tumoraciones abiertas.
Por fin, cree llegada la hora, cierra los ojos y descansa.
Un ruido estridente de los biombos metálicos y despierta, otro día más.

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