66. Paradigma
Quemamos la montaña de pergaminos en el patio de la abadía. El prior se encarga de seleccionar el catálogo de pliegos y láminas heréticos. En la tarea de copiar el resto de los manuscritos, nos dicta en griego y latín: de vez en cuando, modifica la sonoridad de un topónimo, la ortografía del apelativo de un personaje, la ubicación de algún episodio. Luego, revisa nuestras transcripciones y las corrige con minuciosidad de orfebre hasta que suenan las vísperas y el «scriptorium» se queda en sombras.
Por la noche, durante maitines, lo sorprendí cambiando hojas de los códices: incluía páginas nuevas de su puño y letra. Ambos respetamos el voto de silencio. Esta mañana me ha permitido retratarme dentro de una mayúscula, e inmortalizar mi rostro para los siglos venideros.
Saber que vamos a morir es algo que marca la existencia humana. Los libros y las obras de arte son un intento de perpetuarse, por lo que no es de extrañar que el prior hiciera sus aportaciones personales en este sentido, en un intento de dejar huella, como tampoco que, sorprendido en esta tarea discreta, pague a uno de los frailes copistas, por su silencio, con parecida moneda.
Precisamente ayer estuve en la Biblioteca Nacional. Una de las exposiciones que pueden verse es la de manuscritos iluminados procedentes de sus fondos. Resulta admirable el trabajo y la minuciosidad de esos libros, como original tu relato.
Un abrazo y suerte, Antonio
Muchísimas gracias, Ángel, por tu comentario y por tu información acerca de la Biblioteca Nacional. A pesar de mi relato, el trabajo inmenso de los copistas fue decisivo en la permanencia de los libros y de la cultura en general. Y es curioso pensar cómo a partir de su mano, las generaciones han ido aprehendiendo contenidos y formas, y también aprendiendo. Un privilegio tu comentario. Un fuerte abrazo.