69. Precariedad
El llanto brotó a destiempo y de forma incontrolada, lo que levantó entre las demás plañideras un murmullo de reproche. Siempre que algo le traía el recuerdo de su Marcelino lloraba a mares, pero la clientela era exigente y le hacía falta el dinero, así que ahogó las lágrimas y se esforzó en componer el semblante. Al cabo de unos minutos, la comitiva salió de la parroquia arropada por el toque a muerto de las campanas. Cuatro familiares portaban el féretro a hombros. Sobre la caja había una corona de flores y el retrato del fallecido, una foto de Marcelino ante la cual la mujer reprimió sus sentimientos mientras, ahora sí, soltaba el lagrimeo remilgado por el que le pagaban. Ya lloraría a moco tendido cuando llegase a casa.
Reprimir los sentimientos es una de las peores impotencias que se pueden padecer. En un ambiente rural donde «el qué dirán» pesa tanto, tener que contenerse en el día a día ya debe de ser costoso, pero más aún cuando el ser querido ha dejado de existir y ni siquiera se puede llorar como el corazón reclama y necesita, sino de forma comedida y en los momentos justos, no sea que nadie sospeche; las plañideras también tienen sus reglas.
La historia de un amor desgraciado, que no tuvo correspondencia ni ningún tipo de alivio. En un caso así una fotografía o el recuerdo mismo no hacen sino azuzar el sufrimiento.
Un verdadero drama el de esta profesional de las lágrimas, que, de forma paradójica, no puede emplear cómo y cuando quisiera.
Un abrazo, Lluis. Suerte
Gracias por tu comentario, Ángel. Efectivamente, tras una pérdida, qué puede haber peor que estar todo el día llorando pero no poder llorar como deseas a tus propios seres queridos. Un abrazo, amigo.