23. Sacrificio
El hombre sigue corriendo. Aunque lejanos, todavía escucha los cantos festivos del templo. Huye de sus perseguidores. Sobre la espalda, lleva al niño, su primogénito. El ocaso emborrona las líneas y le impide esquivar las malheridas ramas de las jacarandas —los dioses les han castigado con inundaciones—. Nota el gusto de la sangre apelmazada en su garganta. Los brazos de su hijo le estrangulan. Y, casi sin aliento, su mente se acelera. Piensa en el gigante de bronce al que idolatran: en sus manos extendidas y receptoras, en la cabeza de carnero con la boca abierta, y en el fuego purificador de su interior. Todas las deidades son vengativas, recapacita. También él, como los demás habitantes del poblado, ha consentido siempre en aplacar la ira divina. Ya no. Mientras activa los recuerdos de ofrendas pasadas, sus piernas se quedan atrás. Están exhaustas. El niño grita. Les han alcanzado. A su alrededor, rostros ocultos tras máscaras de madera. El hombre protege a su hijo con los brazos. Forcejea. Antes de que se lo arrebaten, descubre en las pupilas infantiles las llamas de la pira. Y, en un último resuello, hunde la hoja de su daga en el pequeño cuerpo.
El miedo a perder a un hijo, por más que sea para contentar la ira de una supuesta deidad, es algo que solo se podría comparar con la ansiedad de imaginar el sufrimiento del pequeño al ser devorado por las llamas.
Un relato lleno de fuerza, con una huida desesperada y angustiosa, a la par que estéril, en tanto el «sacrificio» al que alude el título es inevitable. Una vez confirmado, el padre trata de minimizar en la medida de lo posible el martirio de un inocente, de alguien por quien daría la vida.
Un abrazo y suerte, María
Gracias, maestro. Un placer leer tus comentarios, como siempre.