76. Testamento
Los labios se los doy al mayor de mis hijos: el ingeniero. Para que sonría. De resolver tantas ecuaciones, los suyos se le han quedado rígidos.
Al segundo, el juez, le entrego la mano izquierda. Siempre ha sido muy hábil esta mano mía. Le servirá para proceder de forma inteligente aplicando las leyes.
La neurocirujana necesita otras piernas vigorosas que sostengan su cuerpo durante muchas horas. Mi pobre niña trabaja demasiado. Y yo aún puedo presumir de tenerlas fuertes.
Dejo mis dos orejas al cuarto de mis hijos. En reuniones y almuerzos complicados, siempre escuchará mejor si dispone de cuatro. También ha llegado muy lejos: es diplomático.
La última, sin embargo, solo consiguió empleo en una guardería. Que le hacía ilusión trabajar con los críos, eso me dijo. Pero su vida a penas ha cambiado desde que lo dejó para ocuparse de los pañales que ahora necesito. Y yo, como siempre he sido un hombre correcto, le daré lo que le corresponde: nada. Por cumplir con el deber de hija, ni siquiera la uña de mi dedo meñique.
Quien parecía un padre familiar, generoso y agradecido, resultó un ser absolutamente incorrecto. El trato a la más abnegada de sus hijas debía haber sido otro muy distinto, o al menos, igual al del resto de su descendencia. Sus prioridades en ese reparto hacen aguas al final, e indignan tanto que mejor que se trate de un personaje de ficción y no tenerle cerca.
Un abrazo y suerte, María