Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

96. Diario de un reo (Juan Antonio Vázquez)

Agazapado en la trinchera, con el corazón arrugado entre explosiones, intuía pasar las balas por encima de mi cabeza camino del muro de tierra que nos protegía las espaldas. Agarré tan fuerte mi escopeta que escuché crujir la madera del guardamonte. Nunca antes había disparado contra nadie; cuando se lo dije al retén que nos entregaba los fusiles se limitó a decir que siempre hay una primera vez y me exhortó para que dejara pasar al siguiente.

Vi al coronel acercarse. Al advertir mi presencia se quitó el puro de la boca y me llamó cobarde con la mirada. Sacó la pistola de bengalas y encañonó al cielo: era la señal para salir del agujero y comenzar la carga. En cuanto el firmamento se iluminara debíamos correr como gallinas sin cabeza hasta llegar a la línea enemiga. Muchos moriríamos allí; esa noche.

Apunté a la cabeza del coronel y apreté el gatillo. Después cogí la pistola de bengalas y la arrojé a la lejana oscuridad del campo de batalla. Me volví a agazapar y esperé. No sabía bien a qué.

Ignoro cuánta gente salvé ni los años que me restan de condena. Ya no los cuento.

95. RESACA

Era un lugar donde la guerra estaba a la orden del día. El sonido atronador salpicando la metralla junto con la sangre era el cóctel favorito de ambos bandos.

Por un lado, los Repúblicas, devotos iconoclastas de líderes carismáticos, caudillos de antaño que por generación bautizan las masas.

Por otro lado, los Monarcas, venerando la estirpe de la sangre azul ajena, bendecidos por el dogma del servilismo.

Las fuerzas estaban igualadas, se avanzaba y se retrocedía, dejando cada vez la muerte adornada de victoria, o de fracaso, según el caso.

La cruz, la corona, el dinero o los galones post-mortem se encargaban de acabar cada episodio. No tardaba en llegar otro, mientras esos símbolos que no desaparecen, que siempre se nutren más del sacrificio y temor de los que los defienden, no caían nunca en los campos de batalla. Ahí caían ellos, en cada una, borrachos de tanto cóctel.

En ese lugar sólo una cosa compartían los enemigos, por lo que luchaban y defendían esos símbolos, su propia destrucción.

El último episodio no está escrito, nadie puede escribirlo. Yo lo cuento a otros fantasmas del lugar, ahora en silencio, sólo salpicado por el recuerdo.

94. El precio

Se despertó abotargado, agradeciendo al mundo que no fuera lunes. Se incorporó a medias, se estregó los ojos y vio la mañana entrar por los cristales y Las lunas de Júpiter sobre la mesilla de noche. Cogió el libro, se puso las gafas y reparó en el cuerpo adormitado de su mujer, mostrando la piel de los cincuenta. Se quitó las gafas, cerró el libro y quiso levantarse para ir al servicio, cuando la oyó decir que tenía frío. La arropó pensando que el apuro podía esperar (sí, podía esperar). Ahora fue él quien se quedó quieto, incapaz de espabilar. Amagó un bostezó, se frotó la frente con la mano y estiró los pies, para prevenir un tirón de esos, de los que dan cuando menos te lo esperas. Recordó la fractura de la tibia, buscó arañas en los muslos y descubrió canas en el sexo. ¿Qué, las secuelas de la guerra?, bromeó  su mujer, que no se molestó en darse vuelta. Se fijó ahora en el timbre de la voz, las estrías de la piel y las varices de las piernas. Es la edad, son los hijos… así es la vida, continuó ella adivinando los silencios. Es el precio.

93. Parece una guerra

Trás la batalla,  los cuerpos permanecieron inmóviles  uno sobre el otro,  sin aliento,… después de una lucha cuerpo a cuerpo, donde no hubo vencedores ni vencidos.

92. Encuentro con la vida (Calamanda Nevado)

En una noche sin luna, casi sin   estrellas. Treinta y tantos adultos, Fatna, algunos jóvenes adolescentes, y niños menores, navegaban sin rumbo desfalleciendo  de hipotermia. Sentían  el  cerco de la profundidad, y el veneno del miedo.
Un fatídico desgarro en la precaria patera de juguete,  lanzó sus esperanzas a la deriva.  Aunque la avería y el viento les recordaran frías estadísticas, ya regresar era imposible. Abatidos, bebiendo  sueños y lágrimas, entrelazaron  sus harapos con fuertes nudos; intentaban cerrar las fauces del potente surtidor que minaba la  embarcación. Al  conseguirlo,  esta navegó  mecida por las olas.
Fatna,  arropada por  esa calma, sin poder aplazar más su parto, dio los primeros empujones. Palpaba la tierna coronilla de su bebé a punto de  nacer, cuando un rio de mar le empapó nuevamente los pies. Con fragor en el alma, y la vista puesta en el cielo, sus manos batieron el agua cuan palomas negras. Ilusionados  la imitaron todos, y la agónica barca voló hasta la orilla.
Allí,    escuchando por primera vez el llanto de su hijo, ocurrió lo inevitable.  Algunos compañeros no se  detuvieron cuando les pidieron rendirse.  Ella tampoco. Corrió y corrió mientras   lamia su carita y lo peinaba con los dedos.

91. ASÍ FUERON LOS HECHOS (Puri Otero)

Tras la batalla todos eran hermanos, sus padres muertos en la contienda habían luchado por una buena causa.

Todo eran vítores y alabanzas, mientras los buitres borraban todo rastro de lo acaecido  en el lugar.

90. consulta con el geriatra

-¿Qué le pasó, en la mano? – Batallando.

-¿Fue a la guerra? –Sí,  a todas.

-En la del catorce era un crío grande y gordo, no se dieron cuenta que tenía trece años. Viví en las trincheras, con muertos y ratas.

– ¿Ellas lo mordieron?

– ¡No! Cuando terminó me enamoré de una beldad de Murcia,  la seguí. Nos casamos,  pero la guerra fratricida me alejó.  Cuando regresé, todo había desaparecido, enloquecí… Me internaron en un  hospicio.

– ¿Y la mano?

– Me escapé en un barco. Nunca supe  el rumbo, un torpedo nos partió en dos.

-Finalmente…  – ¡No!, fuimos rescatados, y serví en la cocina. Mondé papas en portaviones y submarinos.   Cuando nos enteramos que la guerra había terminado, estábamos sumergidos, silenciosos,  para que no nos captaran.

– ¿Y la mano? – le robamos una botella al comandante y a mí la bebida no me cae…

-¡Acabáramos! Se le cayó la botella, y se cortó.

– ¡Si! Pero fue cuando tenía doce años, ¡qué juerga!, pero se nos olvidó el sacacorchos, rompimos el pico para beberlas, sólo quedaba una, el pico se retobó y me tragó la mitad  de la mano.

-Gracias a esto, no fui a la guerra.

89. El ojo triste del soldado Carter (Barlon)

Cada mañana se despertaba un poco antes que su hermano para deshacerse de las lágrimas de pólvora, y, desde el flanco oculto, proceder a digerir el rostro agrio de la vida. Cada eclipse era casi siempre un trueno, y era fácil dejarse guiar por las huellas afiladas que deja torpemente el morir: palabras en carne viva, gritos lavados en sal, niños sin nombre, nombres sin niños, fantasmas sin propietario…

El día que anunciaron el fin de la guerra, Jason Carter apiló la hoguera del olvido mientras lanzaba con todas sus fuerzas el fusil. Jamás logró encenderla.

Hoy los médicos ni comprenden ni pueden atajar la devastadora ceguera que afecta únicamente al ojo derecho, mientras el izquierdo, sin dioptrías de culpa, todavía hace llorar al antiguo francotirador.

88. La última gran batalla.

Con el pómulo sangrando y la nariz rota me senté sobre la nevera portátil. Miré a mi alrededor y comprobé que todo era mío… nuestro. Hice un recuento de los miembros de la familia; no había ninguna baja. El niño tenía la cara llena de arañazos y no paraba de llorar abrazado por su madre que me miraba sonriendo haciéndome un guiño con el ojo morado. La abuela, con un chichón en la frente, no paraba de escupir por su boca blasfemias inclasificables. El abuelo aún seguía en posición de batalla, agitando su bastón roto y tocándose sus partes con actitud grotesca. A mi lado mi hijo mayor, un gran combatiente, que con mucho orgullo abrió la sombrilla que ponía fin a la última gran batalla por conquistar la primera línea de playa.

87. SILENCIOS (Rafa Olivares)

Temiendo las represalias de los vencedores, Anselmo se echó al monte con su máuser. Conocía la montaña como su propia mano. No había quebrada, peñasco, collado, senda o ribazo que no hubiera pateado de joven cuando, de pastor, buscaba algún cordero extraviado.

Conseguía sustento con trampas para liebres o pájaros y, de vez en vez, bajaba a los huertos de Benixell en busca de verduras, hortalizas o frutas. Los agricultores atendían sus tareas mientras Anselmo, procurando no ser visto, llenaba su zurrón con lo que podía. También se llevó alguna vez una botella de vino, una hogaza de pan o una ristra de chorizos, olvidadas junto al aljibe o a la sombra de una higuera.

Los labriegos nunca comentaron entre ellos nada sobre el del maquis. Tampoco cuando el Jefe Local, acompañado de un Guardia Civil, les visitó preguntando por Anselmo.

En una fría mañana de otoño, su cuerpo inerte llegó a Benixell sobre la grupa de un mulo escoltado. Huellas de disparos se repartían por cara y pecho.

Desde entonces, ningún agricultor volvió a dejar olvidada una botella de vino, una hogaza de pan o una ristra de chorizos junto al aljibe o a la sombra de una higuera.

86. SETENTA Y CUATRO AÑOS DE DUELO

-Yo no estoy en ningún bando, no he participado en ninguna batalla- sus palabras se perdieron entre la orden de “¡Disparen!” y el olor de la pólvora.

Varón, unos treinta años. Se conservan unos antejos dentro de la calavera.

A la derecha: varón, más joven unos veinte años.

A la izquierda: varón de avanzada edad posiblemente manco.

De pie frente a la fosa Juan observaba los restos de aquellos tres hombres. Ahora que lo había conseguido no sentía ninguna rabia, a sus ochenta años hacia tiempo que se había calmado. La rabia la había ido dejando entre los martillazos en el taller y las caricias de su mujer pero lo que sí sintió fue un poco de paz.

Los tres hombres eran vecinos del pueblo. El más joven se había quedado cuidando a madre y hermanas, el mayor era el alcalde y el de los anteojos Pedro, el maestro, el padre de Juan.

Desde la peña sus ojos de niño no pudieron ver mucho. Antes de que los colocasen en el pelotón ya se había tapado los ojos pero recordaba bien el lugar exacto junto a una fosa a la que caían directamente los fusilados.

85. La tormenta

Cuando abrí el paraguas no me imaginé acabar a los pies de tu puerta. Me debatí varias horas entre relámpagos, y una lluvia densa, que me empapó hasta los huesos. La sorpresa fue encontrarme con tu madre. Ya sabía que tú no tenías los pies en el suelo, me dijo. Ya sabía yo que usted era de alturas, le respondí. Y nos enzarzamos en una discusión, de esas tontas, que no tienen ni pies ni cabeza, a la que echas toda la leña al fuego. Me dijo, que yo no te llegaba a los talones. Le dije que había sido mala suegra, por meterse en nuestra vida. Expresé todas esas cosas que duelen, esas que se cuecen ahí dentro, y que aguantas no sabes por qué. Al acabar se limitó a campar entre las nubes, tan ancha, que de la rabia lo cerré  y me la pegué. ¡Qué idiota!. Embarrado y con la cara desencajada, pasaron días, hasta que de nuevo me dejé llevar por una segunda tormenta anunciada en la televisión local. El roce ha hecho el cariño, y ya sabes, ahora somos inseparables, y te aseguro que no te dejamos bien parada.

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