1º Concurso «La GILDA»
Con motivo del 8 º ENTCuentro que celebraremos el próximo 2 de marzo en la villa de Comillas queremos invitaros a participar en este concurso que nos ha propuesto La Gilda, el restaurante donde comeremos y cenaremos el día 2 de marzo, con el objetivo de que desde sus mesas ya nos lleguen algunos efluvios de … inspiración.
La Gilda nos ha puesto todas las facilidades del mundo para disfrutar de sus comedores y su buen hacer en los fogones, y creemos que una buena forma de agradecerles su amabilidad es pagarla con eso de lo que nos sobra en esta casa… imaginación.
Asistentes y no asistentes al ENTCuentro, estáis todos invitados a este
1º Concurso de Microrrelato LA GILDA
Sus bases son las siguientes.
1 – Pueden participar usuarios de la web estanochetecuento.com y amigos y conocidos de la página.
2 – Podrán presentarse un máximo de 2 relatos por autor.
3 – El relato, que se publicará únicamente como comentario en esta entrada del blog www.estanochetecuento.com, y tendrá un máximo de 100 palabras sin incluir el título.
4 – El relato será de temática libre, pero parte o la totalidad de su acción deberá localizarse en la mesa de un restaurante.
5 – El plazo para su presentación será desde la publicación de este post y durará todo el mes de febrero.
6 – El jurado estará formado por los representantes del restaurante La Gilda. En el caso de que alguno de los ganadores no se haya identificado debidamente será inmediatamente eliminado y el premio pasará al siguiente.
7 – Este concurso se fallara publicamente durante la cena del próximo 2 de marzo en el restaurante La Gilda.
8 – El premio para el relato ganador es una cesta de productos locales, la aparición del microrrelato ganador en la Carta del Restaurante durante la temporada 2019, y la inclusión del relato en el recopilatorio Esta Noche Te Cuento de 2019.
La mesa vacía
Pablo y Mar esperan el primer plato, entre sorbos de miradas lánguidas al jardín. Una voz curiosa asoma en el murmullo, preguntando por qué no se ocupa aquella mesa vacía que está junto al ventanal. Al olor del caldo, la pareja regresa de su verde espera. Se reserva a unos clientes habituales, afirma la voz grave que levita sobre un rumor de cucharas. Y entre sorbos de gozo, Mar y Pablo degustan un silencio con fondo de conversaciones en espuma, y sonríen y hablan con miradas complacidas, tras el amplio e invisible biombo que los vuelve transparentes.
De dos y media a tres.
Me ha reservado por tercera vez mi cliente favorito. Inolvidable el primer día cuando entró, ojeó la sala y me eligió sin vacilar. Sació hambre y sed conmigo, sobre mí, en silencio, muy despacio, paladeando cada instante y con exquisitos gestos. Estoy impaciente y semidesnuda, sin champán, velas, ni flores, solo un toque rojo que temple el ambiente, y una copa de vino que abra el apetito. Me he vestido de gris, sobrio, elegante y mínimo, con mucha piel al descubierto, para sentir el temblor y sudor de sus manos ya saciadas, en la sobre.mesa. Les dejo, ya llega…
SILENCIOS
Tras elegir el menú, recurrieron a las inclemencias del tiempo y pasaron de puntillas por sus trabajos. Cuando las miradas dejaron la incertidumbre, intercambiaron citas de poetas, letras de canciones, frases ingeniosas y retales de sus biografías. Acabados los postres, la cuenta se alió con el roce de sus manos y una pequeña discusión sobre quién pagaría la cena, mientras sus cuerpos, ávidos de que las bocas callaran y se juntasen, empezaban a perder la paciencia, deseosos de llegar a alguna de sus casas donde abandonar tras la puerta sus afueras y poder adentrarse en sus adentros.
ÉCHALE LA CULPA A MAME
Johnny y Gilda, años después, abrieron un restaurante en España. Ella se ocupa de la cocina, él de las mesas. El hilo musical solo ofrece reguetón, por expreso deseo de Johnny. Pero en una mesa acaba de sonar un móvil. El cliente, un nostálgico, tiene como tono de llamada “Put the blame on Mame”. Desde la cocina, movida por los resortes del recuerdo, Gilda se remanga los guantes de fregar y libera la cascada pelirroja de la redecilla del pelo. Johnny, que ha aprendido a controlarse, le pide amablemente el móvil al cliente y, sonriendo, lo sumerge en la pecera.
OLVIDAR
Los Pereda siempre eligen nuestro restaurante para celebrar sus eventos familiares, por la calidad de la carta y porque aquí siempre se olvidan de algo.
Hace un mes se dejaron debajo del mantel el asunto del nuevo novio de la mayor y los suspensos del pequeño. El domingo pasado se quedó abandonada en el paragüero la amenaza de despido del tío Gerardo. Hoy celebraban el cumpleaños de la abuela. Cuando le servimos los postres, ella brindó por la vida. Han dejado una buena propina. Y los informes de sus pruebas médicas colgando del perchero.
EL ANFITRIÓN
Nada más sentarlos a la mesa supe que aquella cena terminaría mal. ¡Eran trece! O doce más uno. El del medio debía estar celebrando algo y los otros le agasajaban. Especialmente Pedro, venga a hacerle la pelota, y Judas, este muy besucón. Y el homenajeado, con voz indulgente, decía:
—Cantará tres veces el gallo y las tres me negarás, Pedro. Lo sé fijo porque soy omnipotente, no te olvides.
Y Pedro que no, que «tú eres mi mejor amigo», insistía.
Luego supe que, efectivamente, Pedro le negó, pero fue el otro comensal, Judas, quien le vendió por treinta monedas.
Asunto finiquitado
Odio a la gente honesta. La evito siempre que puedo. Nada como sentirse entre iguales; hablar un mismo idioma, enfrentar pareceres, discutir si hace falta, pero acabar arreglando las cosas del modo adecuado. Suele haber un argumento que pone fin a cualquier desacuerdo. Si todo marcha bien, puede bastar una mirada o un brindis durante la comida. A menudo la cantidad a pagar es lo de menos. Pero cuando topas con alguien como ese tipo se agotan las razones. Sobran las palabras. O faltan. Creo que todos en la mesa nos pusimos alterados. Cualquiera hubiese hecho lo mismo que yo.
Juego peligroso
La luz de las velas encendía los rostros de las cuatro amigas alrededor de la mesa. Celebraban el fin de la carrera y el vino corría alegre por sus gargantas. Decidieron jugar a ser unas brujas y así fueron exponiendo sus conjuros. La última lanzó una mirada aviesa por el local,” que se mueran todos”, dijo con una gran risotada que provocó el palmoteo del resto. Enseguida, observaron cómo los comensales que aun quedaban caían al suelo.
Las muertes se achacaron a las setas; solo se salvaron ellas y el cocinero. Todos aseguraron que no las habían probado.
BUENOS MOTIVOS.
Cada domingo, Sebastián, octogenario ya, se sienta en la misma mesa, y pide la misma comida. Javier, mientras limpia la barra dice “rutina”, Marta sacando el plato de arroz, responde “soledad.” En los últimos meses, a Sebastián le ha dado por dibujar una letra en el mantel de papel y llevarse el pedacito.
Hoy el nieto, después del funeral, ha dejado en el restaurante un sobre. Marta, dentro de él, encuentra cada letra con su fecha; recompone el puzzle y Javier lo lee en alto.
“Ni rutina ni soledad, buena paella y mejor compañía”
EL FIN DE LA TORMENTA
Se sienta a su mesa solitaria con un océano en pie de guerra entre las sienes.
La pera al vino deja un rastro rojizo sobre el plato y le recuerda a su propio corazón, que se desangra en tempestades desde que ella se fue. Pero al saborearla le sorprende su dulzura de beso sin nombre. Las anchoas le evocan oleaje sobre una piel lienzo en blanco; las navajas ya no traen regusto a viejas palabras afiladas, sino sabor a mar en calma.
Cuando levanta la vista, la puerta del restaurante se yergue luminosa como un faro que anuncia nuevos puertos.
Renacimiento
Leonardo lleva a las mesas de La Gilda, el tenedor de tres dientes. Ludovico, atragantándose, lo mira. El utensilio incita sus neuronas diabólicas.
Las comidas ganan en sabor, en elegancia. Menos sangría.
Beatriz adquiere destreza en el uso del tridente. Decide comer sin guantes.
CARACOLAS Y ETIQUETAS
¿Recuerdas? Después de ajustarnos las servilletas alrededor del cuello dijiste que aquel murmullo parecía una marabunta de hormigas. Yo repliqué que eran huéspedes alienígenas merodeando en las cocinas. Tú, que eran buzos agitándose en las profundidades marinas. Yo, que la radio de un náufrago buscando sintonías. Papá, como siempre, quiso imponer su criterio, diciendo que eran siniestros anfibios en las cañerías del edificio. ¿Recuerdas? El metre se acercó carraspeando con sus guantes blancos y su cara de mahonesa cortada. Papá entonces, muy digno, nos interrumpió con voz engolada: «Niños, por favor, que los vasos no son para las orejas». ¿Recuerdas?
ZAPATITO INGLÉS
Margarita se sienta frente a mí con su falda de cuero y sus labios haciendo juego. Siento un golpecito en la pierna y un pie desnudo que se desliza por debajo de mi falda. Me acaricia. Doy un respingo. Un, dos, tres, miro por debajo del mantel: nada se mueve. Me recompongo. Las caricias se repiten y vuelvo a mirar: quietud absoluta. Vuelven las caricias y miro de nuevo: nada de nada. Estoy a punto de perder el envite… igual que de niñas. Acomodo la servilleta, cierro los ojos y rindo mi voluntad. Un, dos, tres, me trago un suspiro.
A FUEGO LENTO
No había vuelto desde que ella se fue, me armé de valor y me fui a comer un cocido montañés a La Gilda. Acababan de servirme las alubias con la berza cuando el aroma que desprendía vino envuelto con su voz «Así, a fuego lento y del día anterior, que reposado está mejor». Miré a un lado y a otro, buscando su presencia en vano y terminé de comer el compango sazonado de nostalgia y vacío. Fuera, el arco iris me recordaba que, en ocasiones, tras una intensa lluvia brilla más que nunca el sol.
SILENCIO, POR FAVOR
Hoy la sopa se ha enfriado en el plato. Hay más alboroto de lo normal a mi alrededor y no puedo concentrarme en contar cada fideo. El camarero nuevo, que no sabe de mis costumbres, quiere retirarme el plato. En unos minutos y con el menú completo sobre la mesa, decido levantarme sin probar bocado. Doblo el mantel, como un viejo hatillo, y me lo echo al hombro. Hoy me voy al parque a comer rodeado de palomas, que serán más silenciosas que las urracas de celebración que han poblado el restaurante.
Cocina de autor
Una visita guiada me llevó hasta el sancta sanctorum, donde aquel mago de la restauración creaba sus delicias.
Me impresionó la refinada destreza con que manejaba los cuchillos y su mágica habilidad para transformar la carne en sofisticada delicatessen. Después, ya a la mesa, no pude ignorar aquella ambigua sonrisa, con que agradecía nuestros exagerados gestos de arrobo. Días después, me dio un repelús al ver precintado el afamado restaurante. La policía dispersaba los corrillos y decidí largarme. Una vez en casa, cogí el mando, pulsé el menú y se me abrieron las carnes, mientras escuchaba la horripilante noticia.
Psicología
Un paciente sanado y complacido por la dedicación que puse en su curación, propuso cenar juntos en La Gilda, en Comillas. Como médico no acepto regalos, pero degustar esos menús bien puede recibirse como un obsequio especial.
Nada más comenzar los platos me parecieron ricos, preciosos, y multipliqué mí apetencia en degustarlos. No queriendo demostrar una actitud irresponsable, en mi ánimo gritaban las ganas de probar algún postre más, me contuve. -El mayor bien es lograr la cura-, murmuró él mientras observaba mi apetito, y añadió. -Un buen médico conoce su profesión. Usted, además, entiende a sus enfermos. Pida natillas-.
Amable espectáculo
La Gilda, Comillas, es nuestro restaurante favorito; cuando aparecen el sol y la luna, salen casi todos los días, entran luminosos. Apetece ofrecerles estas elaboraciones y saludarlos como si los conociéramos de toda la vida. Parejas, familias y niñ@s asoman por todas partes; disfrutan menús en sus coquetas mesas. Mis hij@s me trajeron aquí. Por exigencias tribales no me queda otra que tener media docena de esposas, cada vez más jóvenes, guapas y elegantísimas que las precedentes. Con el tiempo surgen problemas, mi propósito es mejorar nuestras relaciones en la mesa. Sueño alcanzarlo. De momento comemos sano; en la gloria.
Comida familiar
Andrés nota un roce en el pantalón. Levanta la vista del plato hacia su cuñada, sentada justo enfrente, que le sonríe. El contacto sube por la pierna. Ajena a ello, su mujer sigue discutiendo con su hermano sobre una residència para su madre. Al pasar de la rodilla a la entrepierna se endereza en la silla y mira fijamente a Estrella que sigue sonriendo. Andrés traga saliva. Ella llama a su hijo: “Bruno, siéntate que traen los postres”. El niño sale de debajo de la mesa: “Tito Andrés, devuélveme los indios que siguen escondidos entre las montañas de tus piernas”.
* RESIDENCIA – el teclado del móvil lo cambió a «residència», le puso acento que es como se escribe en catalán (hace un poco lo que quiere, el teclado, al tener los dos idiomas configurados). Disculpas.
SEÑALES DE HUMO
Es martes, el coche la recoge en la clínica y la deja en el restaurante. Allí un hombre nervioso la toma del brazo y la acompaña hasta su mesa, ella cree reconocer en su mirada algo familiar pero no sabe que es. Ninguno de los dos habla, sólo se miran. Evoca vagamente un beso con sabor a tabaco dulzón pero el sonido del claxon la devuelve al coche del brazo de su caballero de ojos tristesde. La ve alejarse y enciende su pipa, asumiendo entre volutas de humo,que su esposa hoy, tampoco le reconoció.
ENTRANTES
Cuando nos sentamos por vez primera, nos mirábamos recelosos como se mira a una ternera “hangroise”. Yo te imaginaba en bikini de camarones y tú me observabas desconfiada como a corteza de cerdo en salsa esmeralda. Aquello no era la danza de las abejas sobre la flor de polen; me sentía distante: era un carpaccio de esmedregal con vinagreta de salicornia. Dudabas en pedir las hojitas de lechuga sobre caldo clarificado de clorofila. Y aquello casi me mata. Pero, luego, pusiste en mis labios un trocito de anchoa con amor y al camarero, de entrada, le pediste la ensaladilla rusa.
Dieta sana
Te dije que comieras pescado. Te repetí hasta la saciedad que la carne te acabaría matando. Pero tú nunca me hiciste caso. Todo tenía que hacerse según tu capricho. Como lo de tus amantes. Te dejé claro que no toleraría más engaños. No quisiste escucharme. Hoy, en nuestro aniversario, me traes al mejor restaurante de la ciudad para espetarme que me vas a sustituir por una chica más joven y atractiva. Ya no lo reconocerás, pero yo tenía razón. Si hubieras pedido lubina no te estarías desangrando sobre el mantel, con el cuchillo de trinchar carne hundido en el cuello.
Cena de aniversario
El periódico enfrente. Le entran ganas de hacer un agujero con el tenedor, o quemar la hoja con el mechero. Lee, sin embargo, la noticia que está a la altura de su mirada sobre una actriz famosa. Divorcio por infidelidad. Tras largos minutos, él dobla el diario. En silencio englute los trozos de carne sangrante. Lo observa, lo odia, no soporta el sonido aguado que hace cuando mastica. Él termina de comer. El camarero pregunta si le ha gustado. Él asiente. A ella le recrimina con amabilidad que no lo haya probado. Ella responde que ya no tiene apetito.
LA CARNE ES DÉBIL
Ninguno de los dos nos hemos atrevido a decirle al otro que lo que de verdad nos gusta es la carne y hemos acabado cenando en un vegetariano. Pero el tofú está asqueroso y cuando mi pie escala por tu pierna para detenerse en la bragueta de tu pantalón, tú, en lugar de mariposas en el estómago, sientes una gran erección. Pedimos la cuenta y nos marchamos agarrados de la lengua, sin probar siquiera el pastel de zanahoria, que es la especialidad de la casa, pero dispuestos a ponerle la guinda a la noche y descubrir que estamos deseando repetir.
Un indigesto menú
Cuando entró en el comedor, sus pisadas percutieron el parqué reclamando todas las miradas. Ocupó una de las mesas de la fila central y, sin quitarse las gafas de sol, ojeó la carta. Cuando el camarero se acercó a tomarle nota, dijo gritando: “De primero, que te dejo; de segundo, que se enteren todos; y para postre, que esta vez no te perdono”. Luego se apeó de los tacones y salió raudo, lanzando al viento su larga peluca negra.
LA RESERVA
Cada catorce de febrero el restaurante más lujoso del país cierra al público y solo atiende la reserva del misterioso caballero del frac. Viste la mesa mantel de hilo, cubertería de plata y vajilla de porcelana fina. Tampoco falta música. Desde un discreto rincón del restaurante, de manos del más prestigioso músico del país, se suceden las baladas al piano. En el ocaso de la cena, el champán francés llena dos copas Imperial Glass. Finalizado el brindis, el caballero se dirige a su acompañante, la desinfla, la pliega y la guarda con mimo en su lujoso maletín.