Adelina: genio y figura
Todas las mañanas, Adelina toca el piano. Es su último reto. Ayudada por su fiel asistenta, se acomoda en la banqueta y con sus dedos arrugados interpreta la Marcha Turca de Mozart. Hoy, mientras espera una visita formal, no puede evitar perderse entre las animadas notas y rememorar, satisfecha, aquel insólito día del cincuenta y cuatro en el que, visiblemente embarazada de su tercer hijo, defendió su tesis ante un tribunal compuesto por hombres de rostro severo que la miraban con asombro y reticencia. Entonces, tenía treinta y dos años y, tras plantear su disertación con fórmulas y arresto, se convirtió en doctora en Ciencias Físicas, la primera mujer en aquella facultad. Después, aunque no se lo pusieron fácil, se incorporó como profesora y su terquedad y valentía dieron mucho que hablar.
De pronto, hace una pausa y se le escapa una sonrisa socarrona, porque, en breve y en el salón de su casa, escuchará un montón de elogios y, junto a una medalla dorada, le otorgarán el título de pionera. Ella agradecerá, con su habitual llaneza, haber vivido para verlo. Pero lamentará que no puedan presenciarlo aquellos que siempre la tildaron de chiflada. Por ejemplo, su marido.