58 ERRORES DE ORO (VALDESUEI)
Cada día mi abuela cruzaba la ciudad para visitar al abuelo. Lo hacía justo después comer, arruinándole la cabezadita de sobremesa que tanto le gustaba. Por eso, él se vengaba convirtiéndose en brisa para despeinarla o, si le llevaba unos crisantemos, zumbando entre ellos como un nervioso moscardón al que tenía que espantar a manotazos si quería enjugarse las lágrimas tranquila.
Con tanto tira y afloja, muchas veces acababan discutiendo para sorpresa de los otros visitantes, que observaban estupefactos a la solitaria mujercita haciendo aspavientos frente a una lápida mientras renegaba:
— ¡Los chicos dicen que es un error venir todos los días con este calor! Que llego a casa muerta…
Ante tal argumento, mi abuelo hacía un sencillo ejercicio de empatía y se disculpaba.
Con el ocaso llegaba la nueva despedida. Camuflado entre las alargadas sombras de los cipreses acompañaba a la abuela hasta la invisible puerta que separaba ambos mundos. Desde allí soplaba como huracanado viento contra su espalda, ayudándola a subir la empinada cuesta del cementerio para regresar al que había sido su hogar.
Mañana volvería a visitarle. Volverían a enfadarse, y volvería a cometer el mismo error, porque era lo que daba sentido a sus últimos días.
Ya se sabe que «amores reñidos son los más queridos», y, siguiendo con los refranes, otro que viene a colación de tu historia: «Genio y figura hasta la sepultura». Cuando a ella le llegue también su momento, es fácil imaginarlos chocando sus ráfagas de aire, o lo que corresponda, para terminar hacienso las paces, en una eternidad compartida.
Un saludo y suerte, Víctor