No todos los ángeles vuelan
Una vez que me he rendido ya todo da igual. La desesperación da paso a la resignación, el cerebro comienza a pensar en las ventajas de dejarse llevar. Al fin y al cabo luchar contra lo que inevitablemente está por llegar no conduce a nada. Lo acepto. Cierro los ojos mientras escucho el crepitar de los materiales fundiéndose que, junto con el sonido de los objetos al caer, forman un macabro concierto, tan real como siniestro. Huelo a plástico, a goma quemada donde antes, en aquella cocina, olía a tarta de manzana.
Me ahogo, toso, gateo en el suelo.
Cuando el cristal estalla creo escuchar una voz en el exterior que me indica que me levante, que me acerque a la ventana, que le de la mano. No se asusta del pelo chamuscado, de la cara negra y ensangrentada. Sus fuertes brazos me sujetan, me elevan, me rescatan del infierno.
Es entonces cuando descubro que no todos los ángeles vuelan. Algunos, como el mío, necesitan una escalera, llevan casco y se llaman Antonio.