Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
días
1
0
horas
1
9
minutos
2
5
Segundos
1
1
Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

76. Naturaleza muerta (Salvador Esteve)

Tras el cristal de la ventana, miro con tristeza y rabia a mi familia, insertados como tres lepidópteras más de la colección. Mis padres, prácticamente, han cumplido su ciclo de vida, pero mi hermano lo está comenzando y ya jamás batirá sus alas. Una sonrisa se dibuja en el rostro del humano, mi ansia de venganza crece y empiezo a maquinar un plan.

Conozco el lugar donde germina la Nerium Oleander.  Me poso sobre ella,  abro mis seductoras alas y espero a que pase un macho, uno en especial. Por fin aparece, ciertamente es hermoso, pero aun eclosionado sigue siendo un capullo; todavía siento asco recordando lo que me hizo tiempo atrás en la morera. Me mira un tanto desconcertado, mas viene a mí. Sobre la flor revoloteamos en una danza de sexo, impregnándose nuestros cuerpos de su veneno.

Excitado, me sigue al interior de la casa y, jugueteando, le dirijo hacia el  puchero que el hombre acaba de poner al fuego. Aprovechamos las corrientes térmicas para aletear, está confiado. Con un movimiento brusco, rasgo con mis patas sus alas y cae a la burbujeante lava con sabor a potaje.

Satisfecha, me alejo; una venganza se diluye para consumar otra.

75. El coleccionista (Raquel Lozano)

Leí no hace mucho un estudio de una prestigiosa universidad alemana que afirmaba que las mujeres lloran cuatro veces más que los hombres así que, a pesar de que no dejaba de llorar, dejé de tratar de consolarla y obviando sus lamentos, realicé una incisión certera en la base ocular. Extraje el globo al completo y lo dispuse en un frasquito de vidrio junto a los de las demás, etiquetando éste como “verde esmeralda”.

Limpié minuciosamente la escena, me miré al espejo, me perfumé y sonreí tratando de buscar esa mueca seductora que tanto les gusta.

Hay estudios que relacionan la psicopatía con el narcisismo. Paparruchas.

74. CUERPOS ESFÉRICOS. (Paloma Hidalgo)

Escondido en el armario, el primer frasco que encuentra el policía está lleno de canicas. La mayoría son de esas que llamaban de trébol. No sabe que fueron las favoritas de su colección para salir a la calle a buscar con quien jugar cuando su padre llegaba borracho. Tampoco que las de vidrio blanco, las chinas, las usaba para ganarle “al miope” algún bolón con que el paliar los efectos de los castigos por suspender matemáticas, ni que las agüitas y los ojos de gato proceden de un hurto en casa de sus primos. Quizá, en la investigación abierta sobre los tres cadáveres mutilados que le ha llevado hasta allí, le habría servido conocer que las del petróleo, unas rarísimas que le trajo su madre tras salir del hospital de la capital, eran perfectas para sobornar y librarse de ser el monaguillo de Don Paco y de sus manos exploradoras. Y que de todas se aprovechaba para verles las braguitas a esas mujeres que hoy salen en todos los periódicos, entonces niñas, que comían pipas sentadas en los bancos del parque viéndole perder. En el segundo, lo que flota en el formol, le pone la piel de gallina.

73 Recuerdos (Nieves Torres Alonso de la Torre)

Cuando la abuela cumplió ochenta años, nos confirmó lo que ya sospechábamos desde hacía meses: Estaba perdiendo la memoria. Ella, que había sido una mujer fuerte e independiente, se enfrentaba ahora a un futuro incierto. No le importaba olvidar el nombre de los muebles, pero no soportaba la idea de vagar por la nada, sin ningún recuerdo que la anclase al presente y a su familia.

Antes de apagar las velas, nos repartió unas tarjetas de cartulina, con el encargo de que anotáramos en cada una de ellas un recuerdo, desde los episodios más importantes de nuestras vidas a las anécdotas más pequeñas.

Durante años, en cada visita añadíamos una tarjeta a la caja y le leíamos también otras escritas con su letra redonda y perfecta de maestra de posguerra. Historias mil veces contadas, que le devolvían la sonrisa, aunque ella ya no se reconocía en aquella joven.

Ahora que la abuela ya no está, cada ocho de julio, nosotros seguimos añadiendo una pequeña historia a su colección de recuerdos.

72. Con los pies en el suelo y echando raíces

Con ese material tan liviano del que están hechas las promesas sé fabricar unos sueños fascinantes, delicados y transparentes como pompas de jabón. Pueden ser grandes, pequeños, anchos, estrechos… En realidad tengo todos los que quieras coleccionar y no me importa inventarlos del tamaño exacto que tú desees. Los niños, en cuanto me descubren, no dejan de admirarme, se acercan a mí, dejándose llevar, y arrastran a sus padres de la mano con una emoción que a estos los desarma, aunque no hay más que verlos para saber que solo acompañan a sus hijos por costumbre, mientras aprenden a dar los primeros pasos. Aún así sigo disfrutando al oír los chillidos de asombro cuando después de crear una ilusión gigante se la regalo a quien todavía espera todo de mí; me alegra ver cómo crece el anhelo en su mirada y la ansiedad ante la expectativa de que pueda hacerse un poco más grande. Qué culpa tengo yo de que siempre estallen en millones de colores delante de sus ojos sin que sean capaces de retenerlas. Ellos, los niños, me siguen aplaudiendo confiados y tratan de imaginar qué voy a ofrecerles a continuación. Los adultos ya no, nunca lo hacen.

71. MÁS QUE UNA AFICIÓN

Siempre les había gustado coleccionar cosas.
Desde que eran niñas se aficionaron a atesorar cromos.
Y como no tenían dinero para completar su deseada colección, las tres hermanas juntaban sus pagas semanales, mientras el único varón recopilaba imágenes de futbolistas de los yogures.
La primera serie fue una de animales que les sirvió para aprender, sin moverse de casa, sus características y costumbres. Después vendrían las de minerales, paisajes o dibujos de la tele.
Sus padres no ponían objeción alguna, pues sabían que gracias a ellas, sus hijos habían mejorado sus notas.
Esa costumbre creció con los años. Reunieron billetes, monedas, rocas y minerales diversos, convertidos en sus mayores tesoros, que cuidaban y ordenaban con mimo.
La última por la que optaron fueron sus novios.
Les gustaban todos: aficionados al deporte, que practicaban fútbol, tenis, buceo, natación o kárate; jóvenes que hacían la mili en su ciudad, algunos no muy agraciados, pero que suplían este menoscabo con inteligencia y simpatía.
También guapos y atrevidos feriantes; fascinantes aprendices de poetas, y, por último, los que serían sus maridos, aburridos hombres convencionales, que las obligarían a finalizar este apasionante y entretenido pasatiempo, que había llenado sus vidas de conocimiento y diversión.

70. Desde el jardín del señor Yamistoko (María Rojas)

En las mañanas, el señor Yamistoko, dando saltitos, revisaba su colección de bonsáis. Se detenía ante Putoskito, como él llamaba cariñosamente a su bonsái promiscuo ya que cada cinco años sacaba un brote. Putoskito tenía las ramas rebeldes que se saltaban las ataduras y tomaban el rumbo que les venía en gana, parecían perseguir una línea imaginaria que se elevaba más allá de la tapia. Debido al trabajo que le daba, el señor Yamistoko estuvo tentado a llevarlo al jardín de arbustos enanos, pero le podía más lo que le había dicho la mujer que se lo regaló:

—Me dio pesar dejarlo allí, me pareció una planta prehistórica viviendo entre rocas y barrancos pelados, solo con aire y unas gotas de roció mañanero. Lo vi tan enclenque, sin afecto, sin savia suficiente para sobrevivir. Me recordó a ti.

Una tarde, el señor Yamistoko leyó en el boletín de bonsáis, que había desaparecido de la tierra la especie de Putoskito. Queriendo averiguar el motivo de la promiscuidad del suyo, se aprovisionó de una potente lupa y, sorprendido, vio como los hijos de Putoskito tenían en el envés de sus hojas una carita ceñuda, fiel copia de la suya.

69. Felina y fatal (Alberto Jesús Vargas)

Ella era felina y tenía algo de fatal. Sus uñas largas, casi afiladas, sus ojos de tigresa y esas escapadas nocturnas con andar almohadillado sobre tacones de aguja sin arrancarle al pavimento el más leve sonido de pasos, la emparentaban con todos los gatos con los que compartía su vida. Podría decirse que coleccionaba esas criaturas como coleccionaba amantes, aunque sólo a los primeros retenía junto a ella. Los hombres eran sólo de paso y aunque fueron muchos los que se dejaron seducir por su pregunta sin respuesta, ninguno, que se supiera, repitió una noche de pasión con ella, solitaria y misteriosa, de deseo feroz pero incapaz de amar. “Síndrome de Noé”, denunciaron los vecinos molestos por la cantidad de animales que acumulaba en su casa. Pertinaces, consiguieron por fin que los servicios sociales intervinieran por orden judicial. Sus gatos fueron trasladados al albergue en el que murieron al poco tiempo por inanición. Acostumbrados a la carne humana, rehusaron comer cualquier otra cosa.

68. El último amanecer.

Nunca escalábamos de día; fuera cual fuera el reto al que nos enfrentáramos. Desde que el mundo se había convertido en una feria global en la que había que guardar cola hasta para subir un “ochomil”, la compañía de la noche se había convertido en nuestra mejor opción. No estaba exenta de riesgos; como la falta de visibilidad, pero en contrapunto teníamos la tranquilidad que aportaba el silencio, y los nuevos amaneceres que se añadían a nuestra ya larga colección.

Mi padre acumulaba años y muchos metros cuesta arriba, pero se había empeñado en coronar la Montaña de los Espíritus, una de las pocas cimas que se nos resistía, a veces por el tenaz viento escarchado que parecía encoger el alma, otras por la falta de oxígeno, pero esta vez tiraba de mí con una fuerza y determinación que hacía tiempo no recordaba.

Alcanzamos la cima antes de un amanecer que recibimos sentados el uno junto al otro. Los primeros rayos de sol iluminaron el semblante sereno de mi padre, al que vi feliz. Después su respiración se fue relajando poco a poco, hasta que la calma llegó a su espíritu, que se hizo uno con el de la montaña.

67. A la mañana siguiente… (Alberto Quiles)

…cuando Lucía despertó encontró una carta junto a la mesa de noche. Comenzó a leer.

Hay días que me doy asco, lo confieso, tengo una adicción. No puedo remediarlo, unos tienen el tabaco y otros tienen el alcohol; en mi caso mi droga es ir de flor en flor. Quizás es mi religón, mi disciplina; quizás tú no me entiendas, creo que ni yo me entiendo. Practico sexo por deporte y tengo ojo clínico en encontrar a mujeres desesperadas. Llámame rufián, llámame malnacido, llámame como quieras; yo traigo la medicina para las penas, ¿Qué hay de malo? Todos ganamos en este juego. Nunca engañé a nadie, más ninguna de ellas se pudo resistir. No busco amor, no busco sexo, busco el juego de tus besos cuando siento que tus labios se mueren por mis huesos.

Tu humilde servidor, el coleccionista de corazones.

66. Recuerdos sellados (Pablo Núñez)

Mi padre me regaló una pluma en mi catorce cumpleaños. Me sorprendió, porque yo nunca había mostrado interés por ninguna. A mí lo que me entusiasmaba era jugar a las canicas. Tenía un saquito lleno. Las que más me gustaban las guardaba en una caja para no perderlas en una mala partida.
Cuando cogí aquella pluma dorada, hizo que la estrenase. Me dictó una carta llena de amor. Al terminarla, la repasó con los ojos entornados. Me pregunto qué observaría, pues no sabía leer. Quizá si la letra estaba a la altura de las circunstancias. Luego la metió en un sobre celeste y me entregó una moneda para que comprase un sello y la echara al buzón. Desde entonces, aquello se fue repitiendo una y otra vez. Nunca cambiaba nada. De tanto escucharlas, aprendí de memoria cada una de las palabras y las iba plasmando en el papel antes de que salieran de su boca. Hasta el día de su muerte me dictó doscientas ochenta veces las mismas frases dedicadas a mi madre, que llevaba doce años bajo tierra.
Lo echo de menos y, cuando quiero recordarlo, abro mi caja de canicas y miro mi colección de doscientos ochenta sellos.

65. Los autobuses de Mery Weii

Mery Weii, coleccionaba autobuses de juguete, pero no le valía cualquiera. Tenían que ser rojos y de dos pisos, como los autobuses turísticos de Londres o cualquier otra ciudad.

Se imaginaba que se montaba en ellos y bailaba entre la multitud de pasajeros que había, que la dedicaban toda su atención y no se bajaban hasta que no terminaba.

Cuanto más desgastados estaban, más la gustaban, así podía realizar más viajes bailando.

Los coleccionaba cuando me mudé de ciudad, hace ya veinte años. Ahora ocupan casi cuatro baldas de una habitación.

Pero ya no es capaz de subirse a la cabina y bailar como lo hacía antes.

Nuestras publicaciones