Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

71. UNA CONVERSACIÓN (Beatriz Carilla Egido)

— Cari, fíjate en aquella pareja que dormita. Es una pena que se esté perdiendo semejante paisaje.
— Si miro en otra dirección el paisaje me lo perderé yo.
— Cuando tengamos su edad, ¿crees que dormiremos abrazados?
— Mujer, no lo hacemos ahora, ¿vamos a hacerlo en el futuro?. Es una actitud de lo más natural en parejas que son básicamente felices.
— Tonterías. Apuesto a que la suya es una felicidad impostada.
— Suspiran al unísono, bonita. No me cabe duda, se aman.
— Pero qué ñoño eres. Lo que tienen es un envejecimiento fisiológico de los pulmones.
— Oye si tanto te interesan sus vidas, ¿por qué no los despiertas y les preguntas tú misma?
— Imposible. Llegaremos pronto a la estación. Hasta parece que sople viento. Este tren se desplaza a una velocidad vertiginosa.
— Qué equivocada estás. Es el paisaje el que se mueve. Nuestro tren descarriló hace mucho tiempo.

70. La última confesión de Rosina (towanda)

Creo que fueron sus coletas las que me enamoraron. O la bofetada que me propinó cuando, acercándome a su cuello, en ese minúsculo espacio compartido con un lunar, le besé. Algo sucedió porque, desde entonces, me convertí en la diana de sus dardos. Dijeron que comenzó a fumar cuando supo de mi asma y que se casó con el tipo más indeseable del barrio por darme celos.

Sufrí, pero años después, cuando nos reencontramos y me pidió una oportunidad, solo pude contestar afirmativamente.

Hace tiempo que se marchita. A los chicos no hemos querido preocuparles con malas noticias. Insistieron tanto en costearnos este viaje, que se lo debemos.

He sido feliz y ella, a su manera, también. Me ha abrazado nada más arrancar el tren y he sentido esos ojos de caramelo recorriéndome. Sabe que le queda poco y necesita sincerarse. Pedirme perdón por cada una de las veces que consiguió herirme. Le he rogado que callara. Primero, con besos y, luego, cubriendo su aliento con mi mano. Comprimiéndolo. Silenciándolo para siempre. Después, he ingerido algo en cantidad suficiente para no volver a despertar. Me supo amargo, casi tanto como escuchar de sus labios que yo no era el padre.

69. BUSCANDO ALGO DE FE (Nani Canovaca)

Viajan apretujados en un tren destartalado. No quieren separarse, les parece mentira poder notar la respiración del otro. Estuvieron demasiado tiempo separados sin saber; tanto que han perdido la cuenta. Ella no ha tenido que decirle que el hijo de ambos se lo arrancaron de los brazos cuando la metieron en aquel barracón. Del aborto fruto de las violaciones, no dirá nada, ¡ya para qué, si a él le habrá ocurrido de todo y se imaginará igual que ella, demasiadas cosas! Mejor olvidar el olor de aquellas chimeneas, los llantos que llegaron a ser susurro y después nada. Aquellos grabados a fuego y las telas que les cubrían hechas jirones. El hambre y el frío que después ni se apreciaban. Ya no saben distinguir y solo confían en ellos. Tienen miedo a encontrar más crueldad como la que aún está prendida a sus retinas y sus entrañas. Ahora y parece un milagro, vuelven. La vida les ofrece una oportunidad y eso es lo único que importa. No les interesan las religiones, las apariencias o las políticas, les han demostrado que solo hay un afán de poder y fanatismo. Hoy se tienen el uno al otro, no quieren nada más.

68. Proscritos (Relato fuera de concurso)

El sol de octubre nunca nos sentó bien, ni a mí por los bronquios ni a ti por los huesos, aunque no recuerdo una sola ocasión en la que hayamos intentado evitarlo. Siempre fuimos dados a entregarnos blandamente a ese tipo de placeres que aun siendo dañinos no matan, como la tibieza de unos rayos que acaban contrariando las entrañas ya dispuestas para el frío. Probablemente esa haya sido, si no la única, nuestra mayor osadía desde el principio. Nada que lamentar por lo que a nosotros respecta, ni de qué presumir tampoco; si acaso, de considerar en un posible balance que la vida nos pida algún día. Es difícil sin embargo vivir ignorando la mirada de los demás, caminar indiferente ante el dedo acusador. Por lo que cambiar de ciudad cada cierto tiempo, abandonar uno a uno y para siempre los sitios conocidos, se convirtió pronto en una necesidad.

Afortunadamente –algo normal, por otro lado–, hemos hecho de la huida otra suerte de dulce inercia: solo tenemos que subir al tren, buscar un rincón apacible, y dejarnos ir una vez más, abrazados y a resguardo de todo, mientras soñamos un lugar, imposible, lejos de las leyes de los hombres.

67. Próxima parada, la vida (Asunción Buendía)

Declinaba la tarde y el tapiz que creaba en la ventanilla el bosque interminable contribuía a tamizar la poca luz que restaba del día. Sara se hundió un poco más en el hueco seguro que le ofrecía el abrazo de su compañero. No quería pensar, no recordar, no sentir, no saber nada más. Él dormía por fin tranquilo, se lo decía su respiración acompasada, interrumpida tan solo por algún breve respingo que le hacía dar el traqueteo del tren. Por primera vez en su vida quería que el tiempo se detuviera. Vivir eternamente ese momento, en tierra de nadie, cuando se ha salido de una estación y no se ha llegado aún a la siguiente. Quizá lo mejor esté siempre por vivir, pero ella lo dudaba, en Treblinka había aprendido que no debía esperar más allá de la siguiente respiración y cuántas veces había deseado que cada inhalación de aire fuera la última. Sin embargo siguió adelante y ahora se alejaba de allí como llegó, en un tren. Próxima parada, la vida.

66. Pérdidas

Julia se acomoda en su asiento. Frente a ella duerme una pareja madura. La cabeza de ella traquetea abandonada en el hombro de su compañero. Julia, con disimulo, los contempla. Tras tres matrimonios, ninguno duradero, sabe que no está hecha para compartir una vida; sí momentos, intensos tal vez, pero pasajeros. Se conoce y se acepta, pero a veces siente envidia de quienes son capaces de recorrer juntos su camino. Abre un libro. Se concentra en la lectura hasta que una sacudida del vagón la hace levantar la vista. Sus vecinos también la han advertido: ella se agita en sueños y él, sin despertarse, con la precisión que da la costumbre, le pasa el brazo detrás de los hombros y la estrecha contra sí. A través de la ventanilla la luz vespertina baña de placidez sus rostros.

El tren comienza a desacelerar. La mujer abre los ojos. Su expresión se tiñe de sorpresa e, inmediatamente, de azoro.

−Disculpe, por favor… es que…

−Nada que disculpar, señora −responde él, sobresaltado−. Espere, le bajo la maleta.

Julia la ve salir, sonrojada, nerviosa, recién expulsada del paraíso. Después mira al hombre un instante, lo justo para ver cómo lo estremece una desolación infinita.

65. Cruce de ví(d)as (La Marca Amarilla)

No imaginaba, cuando regaló aquel tren eléctrico, que acabaría entendiéndolo todo.
En un principio le pareció un juguete aburrido pero le fascinaba ver cómo disfrutaba su nieto; durante días observó cómo el niño viajaba a un sinfín de destinos, recogía a una multitud de pasajeros y manejaba una extensa red de vías, y todo este mundo cabía dentro de aquellos pequeños raíles circulares de monótono recorrido.
El abuelo acabó hallando la vida en aquel juego. Entendió que los trenes nunca pasan sólo una vez, ni tampoco el amor, aunque puedan tener un mismo inicio y un mismo final. Descubrió que las personas no somos los pasajeros, somos el tren, y que las vías las ponemos nosotros hacía un destino que sólo conocemos cuando llegamos a él.
A los pocos días, el abuelo cogió su bolsa del gimnasio y metió poca cosa, no le haría falta mucho más. Escribió una nota de despedida y después habló con Candela, que ya no esperaba esa llamada. Quedaron para ir a la estación y subir sin billete a su, quién sabe, viaje definitivo.

64. Latidos de Olvido (Marta Navarro)

Te pierdo. Sé que te pierdo. Lentamente. Sin remedio. Y tengo tanto miedo…
El puñal que atraviesa mi corazón, a cada instante se retuerce más y más y de tristeza y soledad, de derrota y desamparo, impotentes y heridos, amargas lágrimas lloran mis ojos.
Y sin embargo…
Eres tú quien pese a todo me rescata del dolor. De nuevo. Como siempre.
Sonríes y ya nada importa. El miedo, el cansancio, el frío, el futuro tan incierto… todo se desvanece.
Tomo tu mano. En silencio. Muda la súplica en mis labios por no truncar el hechizo.
Una ventana de visillos blancos filtra con dulzura el último sol de la tarde y un destello de felicidad, algo que no me atrevo a llamar esperanza, me asalta por sorpresa.
La sonrisa fugaz que por ensalmo ahuyenta de tu rostro el desconcierto embruja mi alma, mi corazón herido.
Se clavan tus ojos en los míos y, salvado un momento, sólo un momento, este abismo de olvido, siento de nuevo la magia que alguna vez −tiempo antiguo y dichoso− habitó mi mundo.
Eternidad robada al más cruel, al más obstinado e injusto, al más perverso ladrón de recuerdos a quien nadie se enfrentó jamás.

63. Extraños en un tren (Eduardo Solana Hernández)

Viajan solos, aunque les han correspondido asientos contiguos. Él empuja su bolso rojo y gastado hacia el fondo del portaequipajes y hace sitio para la maleta de ella, que se lo agradece con una sonrisa. No hablan en sus asientos, pero por casualidad vuelven a coincidir más tarde en el vagón cafetería y sonríen. Él insiste en invitarla a un café, ella lo acepta. Charlan. Descubren que su estación de destino es la misma. Vuelven a sus asientos (ahora el compartimento ha quedado vacío para ellos dos) y hablan de la ciudad a la que se dirigen, del futuro que esperan, nunca de lo que dejan atrás. Hay miradas sostenidas entre ellos, hay un roce de las manos, hay un gesto de asentimiento casi imperceptible y luego los labios que se juntan.
Así los encuentran los policías que, minutos más tarde, irrumpen en el compartimento sin llamar. A ellos dos el sobresalto les hace abrazarse más estrechamente. Los agentes murmuran una excusa antes de cerrar la puerta y continuar buscando al criminal por todo el tren. La descripción es demasiado vaga: viaja solo, con un bolso rojo muy gastado, y es capaz de cualquier cosa.

62. Expreso de ida y vuelta

Un tren sale a las 6:30 de la mañana de Madrid, destino París, y transporta a dos amantes convencionales. Tras un café en el coche restaurante, el viajero y la camarera se casan en primera clase y deciden que, antes de la próxima escala, engendrarán un hijo. El bebé crece a velocidad uniformemente acelerada, consentido por todos, incluido el revisor. Atravesando la frontera, se culpan por mimar tanto a un adolescente que se asoma por las ventanas. En territorio francés, el joven, se emancipa en un vagón de clase turista repleto de muchachas. La pareja, agobiada por el recorrido de un túnel de reproches, decide separarse justo antes de llegar a París. Él argumenta que son las 23:00 horas, que necesita tiempo para reflexionar. Ella contempla retomar su relación encubierta con el revisor. En la cafetería del coche restaurante, el treintañero no le quita ojo a la nueva camarera y solo puede pensar en no perder el tren, en invitar a la joven a un café en el trayecto de vuelta.

61. CONTEMPLACIÓN

Dos ancianos, sentados en el banco del parque, bebían los últimos rayos de sol del día. Tomados de la mano respiraban ensoñaciones de toda una vida y mirándose a los ojos imaginaron ese viaje que nunca realizaron.

Se sintieron transportados a un vagón de segunda que protegía su intimidad en compartimentos forrados de madera. Y su atención fue secuestrada por una ventana, que cómo un escaparate enmarcado en plata, se abría al deseo:

Ella observaba fascinada la Vía Láctea: inconmensurable, brillantísima, fantástica. Girando sobre su centro como si obedeciera el dictado de Coriolis, como si fuera un desagüe inconcebible de materia y vida.

El olía las flores que la primavera había vertido sobre el valle. Las montañas más altas lo rodeaban y se miraban en un profundo lago azul. Todo un mundo surcado por sendas de belleza incontestable y arroyos de aguas claras y puras.

Y tan embebidos estaban en los paisajes, tan inmersos vivían su fantasía que no vieron llegar el revisor. Ese hombre alto coronado con la gorra bordada que anunciaba su potestad. Ese traje gastado que atraía todo el polvo del vagón.

-Billetes por favor. Gracias ¿Caballero, sabe usted que se baja en la próxima estación?

60. Omaha Beach (Ginette Gilart)

Cada año en el mes de junio emprendían el largo viaje desde su pueblo en Minnesota hasta un lugar en Francia llamado Colleville-sur-Mer. Como otros padres y familiares visitaban las tumbas de sus hijos, maridos o novios fallecidos durante el desembarco del famoso día D. Les aliviaba un poco sentirse rodeados de seres heridos como ellos con quienes podían compartir su pena.
La vuelta al país se hacía pesada y dolorosa. Cuando por fin se sentaban en el tren de cercanía, ella caía rendida y apoyada en el pecho de su marido se dormía. Él le pasaba el brazo por encima del hombro y la acercaba más pero no se dormía, solo dormitaba, los recuerdos le asaltaban y temía los siguientes días cuando su mujer no pararía de llorar.

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