Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

22. LA FISONOMISTA (Salvador Esteve)

Las desapariciones de niños conmocionaron a la región.  No fueron encontrados, tampoco sus cuerpos, y la esperanza acampó aguardando un milagro.  Un día, sin saber por qué, el monstruo dejó de actuar.

Pasaron años y, aunque los padres seguían llorando su ausencia, la gente empezó a olvidar.

 

La llamaban la viuda loca, mas comprendían que su cordura fue extirpada el día que su hijo desapareció.  Hablaba con sombras, regañaba al vacío.

Todos los días llenaba el barreño de comida y entraba en la cuadra, los animales se revolvían inquietos.  Al fondo, en un habitáculo en penumbra con barrotes estériles de compasión, se oían susurros ininteligibles.  Cuando encendía la luz, el grupo de adolescentes se arremolinaba temeroso, pero habían aprendido qué hacer si querían comer y sobrevivir. Lavaban su rostro en la jofaina, y, uno a uno, se acercaba a la mujer.  Ella los miraba con amor, los ojos de uno, la nariz de otro, los rizos rubios, el hoyuelo en la barbilla…   Al salir del cobertizo siempre sorteaba el árbol, ese bajo el que yacía un cuerpo ahogado.  Se parecía a su pequeño,  pero no era él, pues cada día Dios bendecía sus ojos comprobando que su hijo seguía vivo.

21. El niño muerto (Jerónimo Hernández de Castro)

Empiezo a estar harto del crío. Ya está aquí otra vez. Su madre volverá a decirle que no debe venir, que tiene que descansar tranquilo, que no quiere repetírselo… La reprimenda cotidiana de nuevo en saco roto.

Hoy el niño señala la colada tendida. Quiere contarle algo aprendido en el colegio y habla de muertos que regresan envueltos en sábanas blancas para asustar a los vivos. La mujer le interrumpe: ¡No son sábanas tontorrón! Entonces el pequeño descubre un rastro imperceptible de sonrisa oculto en los reproches y con ese botín al que jamás renuncia, se despide. Sabe muy bien que el contacto es inútil y apoya ruidosamente sus labios en la mano para lanzar un beso, que vuelve a herir a su madre de llanto y desconsuelo.

Y me acerco. Entre los dos recogemos de la cuerda el enorme pañuelo que siempre le presto y que ella tiende junto al suyo, sin eliminar ese sabor salado que apesta a sus lágrimas.

20. Fantasma de verano (María José Escudero)

Jacintín se aparece siempre en verano. Mamá piensa —debido a su intransigente complejo de culpa por no haber estado cerca el día que lo atropelló la moto— que ella es la única que puede verlo, pero se equivoca, todos lo vemos. Incluso el perro menea el muñón que tiene por rabo a un ritmo que, a menudo, provoca desazón, y el abuelo, que aparenta dormitar en la humareda de su cachimba, se acaricia la barba con clara intranquilidad.  Hoy, para mayor desconcierto, ha murmurado muy resentido que, en la familia de mi madre, los que mueren en accidente tienen la desconsiderada costumbre de manifestarse durante el estío. Ahora comprendo el trajín de sábanas que soporta el tosco tendal del patio.

Mamá, con gesto irritado, suele gritarle a Jacintín que ni se le ocurra mancharse, que no está dispuesta a lavar una y otra vez su traje de fantasma. Le cuesta aceptar que no es culpa del chiquillo sino del fatal destino el haberse convertido en una aparición estival.

Mucho me temo que, si se enteran en el pueblo de que esto nuestro es hereditario, a mis hermanas y a mí no nos sale novio ni en la romería del Faro.

18. EL GRAN DIRECTOR (Edita)

 

Desde que mis padres nos llevaron a la plaza del pueblo a ver el teatrillo ambulante, supe para qué había venido a este mundo. Estoy convencido de que en Calanda nací dos veces: cuando mi madre me parió y ese día que descubrí el cineasta que llevo dentro.

Aunque vivimos lejos, regresamos cada verano a nuestra querida tierra turolense, el lugar perfecto para desarrollar mi talento. Con precariedad de medios, imaginación a granel y mis seis hermanos menores como elenco de actores voluntarios, sobornados si es preciso, monto teatros de sombras aprovechando las sábanas del tendal a contraluz. Ellos van pasando por detrás y actúan a mis órdenes.

Esta tarde, mis gritos exagerados hacen asomar la cabeza de nuestra madre por la ventana, y acude rauda a proteger su ropa blanca impoluta. Todos escapamos a tiempo menos Alfonso, que aguanta petrificado el chaparrón. Cuando ya me creo a salvo en el mejor escondite, aparece mi padre (no sé cómo) y me lleva de una oreja ante la dramática escena:

─No le riñas al pequeño que la culpa es toda de este artista.

─¿Otra vez con tus fantasías, Luis? Recuerda que te apellidas García y no Buñuel ─sentencia ella, rotunda.

 

17. MIRACOLO (Susana Revuelta)

Ni por asomo se le habría ocurrido a nadie llamar «lamparones, cagarruta y pis» a las manchas del sudario… hasta que vino la signora Albertina desde Palermo a visitar a su sobrino el obispo.

Nada más llegar se puso a curiosear por el patio, y al ver las sábanas y toallas agitándose al viento en el tendal se quedó maravillada. Eran de un blanco tan inmaculado que cegaban. Ya preguntaría a las monjas qué le echaban al agua para conseguir ese albor. Pero luego, cuando entró en la iglesia, se cabreó muchísimo al descubrir aquella tela toda sucia dentro de una vitrina. Obsesiva con la limpieza, porfiada y medio sorda, no oyó lo de la santidad de la sábana y urdió un plan para esa misma madrugada.

En cuanto se aseguró de que no había luz en ninguna de las habitaciones, bajó a la capilla con un trozo de esparto y una garrafa de sosa cáustica. Pero el aleteo de un ser translúcido, surgido como por ensalmo del retablo, y al que Albertina confundió con un tábano descomunal, hizo que olvidase su misión y saliera persiguiéndolo por el claustro, por los jardines, dando bastonazos al aire, intentando espachurrarlo.

16. MALDITAS MINAS (Jesus Alfonso Redondo Lavín)

Junto a la fuente del Cerizo, bajo la Iglesia de Santiago, en el barrio de la Quintana de Orejo, hay un lavadero. Ya nadie lava allí, pero se mantiene visible y limpio de maleza por el cariño nostálgico de los vecinos del concejo. Es más, no es extraño encontrarse a paisanos con garrafas de plástico surtiéndose de la fuente para llevarse el agua de aviar cocidos montañeses y bebida, supuestamente milagrosa, para sus enfermos.

Muchos días de los veranos de mi infancia los pasé en los alrededores de aquel lavadero, mientras mis primas y tías cepillaban las boñigas de los pantalones de los hombres y tendían sábanas añiladas y pañales sobre la hierba o al viento en el tendal.

Todo queda en el recuerdo. Dejé de ser niño, pero siguieron lavando.

Fue su segundo verano en tierras de Cantabria. Le recibieron de nuevo, como el año anterior, sus papás españoles y le seguirían acogiendo hasta que cumpliese la edad en la que ya no le fuera permitido salir del poblado de jaimas saharauis.

─ Akil, obedece, te ha dicho el médico que tienes que llevar la prótesis de la pierna durante todo el día. Cariño, tienes que fortalecer el muñón.

15. Infancia de un genio (Ginette Gilart)

Otra reprimenda se ha llevado Pablito, ha manchado la sábana tendida al sol con sus manos llenas de barro dibujando no sé sabe qué.
No lo puede evitar cuando ve un lienzo blanco a su alcance algo le empuja a rellenarlo.
—En lugar de tantas regañinas no será mejor apuntarle a un taller de pintura —aconseja la abuela.

13. “HÁGASE”, DIJO ÉL…

Desde entonces, existo y soy. Viajo rápido— trescientos mil kilómetros por segundo— y mi edad es incalculable— tengo tantos años como la distancia que recorra en trescientos sesenta y cinco días.

Estuve ahí, en la prehistoria y en el fuego, alumbrando al hombre de las cavernas. Ahí, tras la pantalla de papel, con las sombras chinescas. En el obturador de la primera cámara y en el haz de la primera película.

Estuve ahí, en los rayos equis, revelando vísceras y huesos, y estoy aquí, en la foto, con las sombras del niño y de su madre estampadas en la sábana y en mí.

“Hágase”, dijo Él. Desde entonces existo y soy. Luz es mi nombre.

©Mariángeles Abelli Bonardi

12. Alternativa nº37 para sobrellevar mi fin del mundo (Nota: solo quedan dos más en la lista)

Ayer decidí mudar mi universo a la despensa. Aunque no tiene ventanas —que eso ayuda bastante—, he tenido que sellar la puerta para convertir este espacio en una piscina de galaxias. A ratos la ilumino con una bombilla de sesenta vatios, incandescente, y así juego a ser Dios. Basculando el interruptor paso del día a la luna nueva. Nada que ver con los ocho minutos que los rayos del Sol tardaban en llegar a nuestra terraza y bañar la piel de Yolanda. Esto es inmediato; amarillo, negro y vuelvo al amarillo con el que moldeo su silueta femenina sobre la pared. Orbito mis brazos alrededor de la trayectoria ideada por el filamento, como en el teatro chinesco de un eclipse. Aunque no me queda más remedio que abandonar mi refugio para ir al baño. Preferiría vivir allí —por pura comodidad—, pero es imposible aislarlo por la claraboya del techo. Antes de salir de esta despensa, arranco la cinta americana de las rendijas y me pongo la careta de soldador para protegerme de la luz, de los millones de lúmenes que se cuelan con el ruido callejero. De ese resplandor tan brillante como la oscuridad y que ilumina todo de recuerdos.

11. SOMBRA DESVAÍDA (Purificación Rodríguez)

Han pasado años, pero todavía recuerdo aquella bronca, mamá. Atardecía, y tú estabas tan enfadada conmigo por mi última travesura que no reparaste en que yo, como me ocurría últimamente, estaba ya muy lejos, viviendo la escena como un espectador aburrido de asistir, una y otra vez, a la misma función.
Y yo no reparé en que esa regañina iba a ser la última y que ya no vería más tu dedo amenazador, ese que, al final, nunca me dejaba sin mi postre favorito.
Te llevó por delante un coche inoportuno cuando cruzabas la carretera con tu habitual prisa distraída.
Y hoy, te echo tanto de menos que, en mi memoria, yo soy la sombra desvaída que deberías ya ser tú.

10. En-tender

Lunes, día de colada. Le pregunté a mamá que por qué se decía «colada», y me explicó algo sobre ceniza y agua hirviendo, pero no la entendí del todo. También le pregunté si los martes no podían ser días de colada. Me dijo que no, que si quería poder utilizar las cuerdas de Maruja, nuestra vecina, para tender, tenía que lavar el lunes. Una especie de acuerdo entre las dos.

—Son más largas y más altas que las nuestras, y para las sábanas es mejor —precisó.

Era fácil de entender, no como lo de la ceniza para blanquear.

—Y por eso quieres mucho a Maruja y le diste un beso con lengua —cavilé en voz alta.

Entonces mamá escupió la pinza que apretaba entre sus labios, igual que cuando escupo las coles que son un asco.

—Deja de inventarte cosas —me gritó—, o te lavo la lengua con agua hirviendo y ceniza.

Luego se puso a llorar, y antes de que le preguntase que por qué lo hacía, me señaló dos o tres motitas negras en una de las sábanas.

—Ves, crees que está todo impecable y mira, mira… cagadas de mosca.

 

 

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