Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

76. Silbidos delgaditos de ausencias (María Rojas)

Pasarán volando las mariamulatas y yo te seguiré soñando. El viento herirá las hojas de los plataneros y tú no llegarás. El huracán revolcará la armonía de la arena, y yo ansiaré cada vez más tu sabor a madera de chonta.
Seguiré mi vida de ciudadana mutilada. Los días pésimos me pondré a parir boas constrictores de bocas negras que vivirán tan solitarias como yo. Los días pasables armaré figuritas adornadas con papelillos volantines y las lanzaré al aire. Los feriados me asomaré al balcón y te haré señas con telas ilustradas alusivas al regreso, y te silbaré dulce, tan dulce como los recuerdos que guardamos en el pueblo, de los que hace años echaron a correr muertos de miedo.

75. RUMORES

El día de la tormenta, mi hermana se pasó la tarde asomada al balcón. Parecía esperar algo que no acababa de llegar. Yo nunca la había visto ir a la iglesia, pero a ratos la escuchaba repetir frases, como una letanía. Juraría que estaba rezando.

Cuando llegaron al pueblo las noticias del naufragio del único pesquero que había salido a faenar, se encerró en el dormitorio y dejó de comer. Durante días no hizo otra cosa que llorar y leer las cartas que guarda bajo llave en el cajón del armario. Nunca me responde si le pregunto, pero yo sé que son del chico que vivía en la casa del puerto, porque huelen a pescado y a bajamar. Igual que ella cuando regresaba de madrugada, subiendo los escalones de puntillas.

Yo creo que ya está mejor, ha recuperado el apetito y a veces incluso se ríe. Anoche dormimos juntas en su cama, como si todavía fuéramos pequeñas. Al amanecer me ha despertado un sonido saliendo de su tripa: sobre un chapoteo de olas rompiendo en la orilla, se escuchaba un canto de sirena huérfana.

 

74. Las memorias de don Matías (Juana Mª Igarreta)

Don Matías, un rico y solitario octogenario, contrató a Lucía para que tomara nota de sus memorias. Quería contar al mundo su apasionante vida acontecida en diferentes países de Oriente. La joven permanecería junto al anciano hasta que este relatase el último capítulo de sus vivencias.
Día a día, mientras don Matías reverdecía emociones con cada recuerdo, Lucía modelaba sueños en el horizonte de su futuro.

Una mañana, llamó a la puerta un vendedor de alfombras tocado con turbante. La muchacha, contagiada por el embrujo de las historias del este, se vio irremediablemente atrapada bajo la turbadora mirada de ojos profundos como pozos del apuesto mercader. Él, avezado en artes amatorias, percibiendo el candor y la inexperiencia de ella, le sugirió que eligiese una de sus alcatifas. Se la regalaría a cambio de que le permitiera conocerla. Lucía, aceptando la oferta, escogió un modelo decorado con una criatura marina de larga y escamosa cola. Cuando el anciano se hubiera dormido, ella colgaría la alfombra del alfeizar de la ventana.

Al día siguiente, entre bostezo y bostezo, preguntó Lucía a don Matías:
—¿Cuántos días quedarán para finalizar sus memorias?
—Tantos como noches necesites para disfrutar de tu nueva alfombra —contestó él.

73. Catálogo de hembras mitológicas

A Gael los felinos le parecían animales vulgares. Por eso jamás alabó mis ojos de gata ni mi elegancia de pantera. No. Él prefería los seres extraordinarios, y me conquistó ensalzando mis curvas de sirena, mi gracia de nereida.

Pero su gusto por las hembras mitológicas no resultó un mero capricho de enamorado. Con el tiempo y la convivencia, aprendí sobre ellas más de lo que nunca hubiese querido: Gael descabezaba con crueldad todos mis razonamientos y opiniones, como Hércules descabezó a la hidra de Lerna, y me tildaba de harpía a la menor ocasión. Así me transformé en esfinge, hierática y en silencio, siempre intentando resolver el acertijo de cómo la sirena, cómo la nereida, habían acabado chapoteando en aquel charco pestilente donde el amor se había vuelto quimera.

Cuando la enfermedad me cercenó un pecho con sus pinzas,  comprendí en quién me había querido convertir definitivamente el destino. El proceso fue largo, pero al fin segura en mi cuerpo de amazona recién estrenado, di un portazo. Atrás quedaron todas aquellas que en realidad nunca fui. Y Gael, incapaz de reconocerme en mi verdadera identidad. Por una vez sin calificativos. Petrificado, igual que si lo hubiese mirado una gorgona.

72. DESPEDIDA

Cuando leas esta nota ya estaré lejos. Dejo la casa como la tenías. He cambiado las marinas por tus paisajes y bodegones. Las paredes -repintadas- han perdido sus tonos verdemar; he vaciado la nevera de pescados y la he llenado de carnes y verduras. Me he desecho del acuario y del colchón de agua, reconócelo, los detestas.
Me llevo la foto que siempre intentas ocultar detrás de la tele, esa en la que dices que estoy rara, que parezco una sirena. No te engañes, es un efecto óptico. Sólo soy una bióloga que dejó los mares del norte por amor.
Puede que al principio me eches de menos, pero créeme, es mejor así, nuestras diferencias terminarían convirtiéndonos en extraños.
Deja la piscina y retoma la costumbre de correr por las mañanas, mejorará tu humor. Frecuenta la librería de la esquina, aunque no eres lector puedes ir en busca de un libro de autoayuda, no te servirá de nada pero si lo hará hablar con la librera, he visto cómo te mira cuando me acompañas y es tu tipo.
Postdata: Me llevo la caracola grande y la brújula que cruzó nuestros caminos. Apunta al norte.

70 PIEL DE ESPUMA (M. Belén)

Salía, Aneris, al balcón cada treinta de abril; extendía con sumo cuidado el tul bordado a conciencia y se dejaba llevar por la brisa que percibía tras su cortina de mar. En otro tiempo, fue amante de las olas, del océano, de ese malecón con aquellos recuerdos que sabían a sal.

Tenía un armario colmado de zapatos. Los había de todo tipo; altos, bajos, escotados, cerrados y estrechos en su punta. Era como entrar en el abisal territorio de la piel, como habitar a caballo entre la arena y el coral.

Los lucía en los días de luna llena, cuando las olas alcanzaban la playa y la dejaban desguarnecida. Después, con su sonrisa de nácar, preparaba un baño de agua templada mientras, en aquel mágico momento, sus piernas se transformaban en aletas y su cuerpo se poblaba de escamas.

Se miraba al espejo y dejaba escapar un suspiro híbrido articulado con la melodía más hermosa que jamás había escuchado.

Me encantaba mirarla, era como nacer de nuevo anfibio y nadar entre las dunas de su agua salada.

69. La fuerza de la naturaleza

Se despidió de su mejor amiga para siempre. Desde pequeñas habían estado juntas. Se contaban sus secretos, sus pensamientos más íntimos. Las dos sabían que llegaría el día en que cada una tendría que ir a reunirse con los suyos. Eran tan diferentes. En la melena ondulada de una, se percibían las suaves colinas de las montañas pardas; en los rizos rubios de la otra, se adivinaban las olas espumosas del mar.
Sus instintos se hacían cada vez más patentes y su verdadera naturaleza afloraba más a menudo.. Ya no podrían ocultarse más. El día había llegado. Salió al balcón a despedirla a gritos . Intentaba inutilmente que su amiga se diera cuenta de que, en su loca huida, se había dejado, atrapada en la barandilla, su cola.

68. Hijas de un dios menor (La Marca Amarilla)

Eran muy diferentes, aunque nacieran en el mismo parto.
Su madre, como casi todas las madres, aseguraba que quería a las dos por igual. El padre, en cambio, tenía debilidad por Coral, quizás porque ya desde pequeña los piropos siempre iban dirigidos hacía Ariel, una preciosidad, quizás porque reconocía que fue muy cruel para Coral nacer con las extremidades humanas, el torso y la cabeza de pez, en un mundo de perfectas sirenas.

67. Las calles de Marianne

Desde el pequeño balcón, Marianne ve partir a todas las calles. La primera, como los elefantes de la sabana, estaba llena de arrugas. Se maquillaba con polvo de tierra para esconder las marcas de la edad. Un día, sin más explicación, tomó el camino del osario. A la siguiente la llamaron a filas; se puso el uniforme y las botas que guardaba en los bajos del armario y fue alejándose en perfecta formación. Una mancha de silencio se expandió por la casa y caló las paredes. La que vino después fue la más luminosa; balbuceaba amaneceres y hacía trenzas con los veranos. Una tarde, jugando a esconderse, se subió en un coche de recién casados que arrastraba hileras de combas y balones. La que olía a salitre, extendió su vela mayor y cruzó un océano. Puede ver a lo lejos como agita aún su brazo el marinero que amaba a las sirenas. 

Marianne cierra el pequeño balcón y se va a pasear con la que ha prometido no marcharse sin ella.

66. NADIA (Javier Puchades)

Nadia, ese es mi nombre o eso pone en mi tarjeta de residencia. Nacida en un mes de abril, de un año que casi no recuerdo o que no quiero recordar. Sin profesión conocida y con esa ocupación no comen mis hijos. Sería mejor que pusiese: piel suave y pechos turgentes.

Cada día sacudo mis fantasmas y mis miedos oteando más allá del horizonte, buscando una esperanza, una respuesta. Pero solo observo, fondeados en la bahía, a los mercantes que esperan para entrar en el puerto. Detrás de mí escucho a la patrona gritarme: ¡Nadia, deja de airear tus miserias que con ellas tapas las luces de neón!  ¡Prepárate, que pronto desembarcaran los marineros! Esto me produce asco y náuseas, al pensar que volveré a sentir rezumar sobre mí ese sudor con olor a salitre, tabaco y alcohol. Entonces solo deseo que las gaviotas, en lugar de ocultar con sus graznidos mis silencios, me arranquen los ojos para apagar la amargura de mi mirada.

65. Sirena de río (Blanca Oteiza)

Se despidió desde el balcón, antes de desaparecer entre la marea humana que abarrotaba la plaza. Desapercibida con la multitud en fiesta, llegó hasta el muelle donde unas barcas desvencijadas bailaban al compás de las olas. Se subió a la que rezaba de nombre sirena y comenzó a remar.
En casa nadie la echó de menos hasta la hora de la cena, cuando la mesa no estuvo puesta. Para entonces, cargada con la maleta llena de ilusiones, navegaba contracorriente entre salmones. Bajo las estrellas soñó ser ella misma, a no tener que vestir como le dijeran, ni aparentar lo que no era. Durmió acompañada de la luna y arribó a puerto con la luz asomando por encima de los tejados. Cada noche vuelve a su barca y sigue caudal arriba.
Anónima, se siente libre cada mañana cuando el sol saluda en el horizonte. Nadie le cuestiona si debe reír o dejar aflorar la lágrima. Se levanta cuando quiere, trabaja cuando puede y habla con quien aprecia su conversación, allí donde amarra. Así es feliz, viviendo como una mujer pez sin escamas.
En el recuerdo queda la manta de sirena, que sigue colgada en el balcón de la plaza.

64. El regalo (Mª Asunción Buendía)

Margarita sacudió con fuerza la manta, con el orgullo que la prenda  merecía y el salero que ella sabía ponerle. No lo hacía temprano, para que todas sus vecinas la envidiaran. Se la mandó su novio, Eladio. Marga cuando abrió el tremendo paquete que había recorrido literalmente medio mundo quedó perpleja. Su madre, una viuda de carácter alegre, pero de mano suficientemente dura para gobernar la prole que le dejó su difunto y pendenciero esposo, en seguida sacó a todos del ohhhh con una sonora carcajada:

– Pero niña, ¿Qué esperabas?

– Madre, después de casi un año en América, ¿una manta? Con… con… ¿un pez?

– Marga, el Eladio es un hombre, ¡un hombre!, ¿Qué va a saber él de regalos para enamoradas? Ahora una cosa te digo, te quiere de verdad. Sus buenos cuartos le habrá costado, y qué mejor gasto que una manta pa toda la vida– luego en un aparte, más bajito prosiguió con un mohín pícaro– De seguro también ha pensado en lo que vais a hacer bajo ella.

– Madre ¡Parece mentira!– se escandalizó su hija, mirando a sus hermanos que, cual radares, abrieron los ojos de par en par y las contemplaban sin perder palabra.

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